La chalana se movía como una hoja en un estanque, y muy pronto llegó al borde de las plantaciones de papiros en la orilla occidental. Por encima de ellos se alzaba el serrado perfil de la ciudad de los muertos: las casas de ladrillos de adobe, las capillas, las salas de embalsamamiento, los talleres y las funerarias de los artesanos que preparaban a los muertos para el viaje a la eternidad. La chalana se movió entre los papiros, buscando el lugar solitario donde desembarcarían. Por fin, la proa se hundió en el barro blando y oscuro. El jefe
amemet
, con la daga en la mano, saltó a tierra. Oyó un sonido y se agachó, espiando a lo largo del sendero, donde atisbo unas figuras que abandonaban la necrópolis, para adentrarse entre las cañas en busca de la embarcación que las esperaba.
—No somos los únicos —susurró con un tono divertido.
Las siluetas oscuras desaparecieron.
—¡Ladrones de tumbas! —añadió, chasqueando los dedos.
Sus compañeros levantaron a la bruja por los brazos y abandonaron la chalana. Avanzaron entre los matorrales, silenciosos y rápidos como panteras en busca de una presa, para rodear la ciudad de los muertos por un sendero empinado y polvoriento que los llevó hasta la cresta de una colina. A sus pies se extendía el Valle de los Reyes, el lugar escogido para el descanso eterno de los faraones y sus familias. El líder hizo una pausa; había luna llena pero las nubes tapaban su luz. Vio las antorchas de los centinelas y la brisa nocturna le trajo el sonido de una orden dada por algún oficial, pero no hizo caso. El faraón estaba ausente, y los centinelas descuidaban sus obligaciones y ¿por qué no? Había suficiente botín para los saqueadores en las tumbas y mausoleos de los opulentos mercaderes de Tebas. Sólo un loco se atrevería a tocar los sepulcros reales. El jefe
amemet
había trazado muy bien sus planes. La tumba de Tutmosis II todavía no estaba acabada, no contenía ningún tesoro; por lo tanto, ¿qué interés podía tener para los ladrones? Además, la tumba se encontraba en un lugar separado, en la carretera que recorría el valle. Los centinelas sólo eran arqueros y, a estas horas, probablemente ya se habían emborrachado con el vino y la cerveza barata traída de contrabando desde el mercado.
El líder de los asesinos guió a sus compañeros, aprovechándose dé las ventajas que ofrecían las ondulaciones del terreno. La vieja bruja protestó.
—¡Me duelen las piernas! ¡Tengo los pies lastimados! —gimió.
El jefe
amemet
volvió sobre sus pasos y acercó su rostro al de la anciana.
—Te pagan muy bien, madre. Muy pronto estaremos allí. Haz lo que tengas que hacer, y después volveremos a cruzar el río. Piensa en lo que te espera: raciones de ganso asado, el más dulce de los vinos y dinero suficiente para comprarte al mejor amante de Tebas.
Los hombres se echaron a reír. La bruja protestó en un idioma que no comprendían, un sonido áspero y frío que les heló la sangre y llenó sus mentes con las historias del poder de la bruja. ¿No era ella quien conjuraba a los espectros y llamaba al satánico para que enviara al ángel de la muerte a volar como un enorme halcón sobre sus víctimas? El jefe advirtió el cambio de humor de los subordinados.
—¡Adelante! —ordenó.
El grupo continuó la marcha. Llegaron al pie de la suave ladera y miraron la entrada porticada de la tumba en construcción de Tutmosis. El líder escogió a dos de sus compañeros, y los tres se arrastraron como serpientes colina arriba. Hicieron una pausa al llegar a la cima. Había tres centinelas sentados con las espaldas apoyadas en las columnas. Se habían quitado los cascos de bronce y las armas estaban apiladas a un lado. Los soldados charlaban, las jarras de cerveza desparramadas junto a sus pies. El jefe hizo una señal, y el resto del grupo dejó a la bruja y corrió a unirse con el líder. Abrieron un saco y se distribuyeron los arcos de astas y las flechas. Tres de los asesinos se pusieron de rodillas. Uno de los centinelas, más alerta que el resto, oyó el sonido y, recogiendo una antorcha, corrió a investigar: fue el primero en morir cuando una flecha le atravesó la garganta. Los otros dos soldados se levantaron de un salto y, al hacerlo, se convirtieron en un blanco perfecto contra la luz de las antorchas. Una vez más se escuchó el zumbido mortal de las flechas. Los dos guardias murieron, pataleando, en medio de grandes charcos de sangre. Los asesinos avanzaron a la carrera. Se detuvieron un momento en la entrada de la tumba. Eran hombres sin moral, que no se creían ninguna de las historias ni las prédicas de los sacerdotes, pero no por eso dejaban de tener miedo. Después de todo, se suponía que éste era un lugar sagrado donde el faraón Tutmosis, cuando llegara su momento, descansaría en la gloria, y se transformaría su
Ka
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mientras viajaba para reunirse con los dioses en el confín del horizonte.
—¡Adelante! —les urgió el jefe.
Abrió la marcha, avanzando por los tenebrosos pasadizos, y al doblar una esquina casi se llevó por delante a un joven oficial de ojos somnolientos. El asesino empuñó la daga y la clavó hasta el mango en el vientre desprotegido del oficial, que cayó al suelo. Entonces, el líder sacó una porra de debajo de la capa y le destrozó la cabeza, desparramándole los sesos por el suelo. Continuó su avance pero no encontró más centinelas, así que volvió a la entrada.
—¡Traed a la bruja!
Al cabo de unos minutos la mujer de la noche, provista de un pequeño pincel y el pote de sangre humana, pintó en la entrada las palabras mágicas que maldecían al faraón ahora y una vez muerto. El líder la observó, intrigado por los signos que trazaba y la seguridad de sus movimientos. Le asombraba que una mujer ciega pudiera escribir con tanta soltura, para invocar las maldiciones y los poderes del malvado.
Mientras esperaba, se preguntó los motivos que había detrás de estas acciones. A él y a su grupo los contrataban con frecuencia para hacer esta o aquella tarea, pero ¿maldecir la tumba de un faraón? ¿Calumniar su nombre? ¿Quizás incluso impedir su viaje al oeste? ¿Cuál podía ser la causa? ¿Qué había ocurrido para justificar esta manifestación de odio y malicia? El jefe
amemet
no sabía quién era la persona que los había contratado a él y a la bruja. El mensaje había llegado de la manera habitual y él había respondido de acuerdo a los dictados de la costumbre, aceptando la hora, el lugar y la tarea a realizar.
Fue a mirar los cadáveres que yacían en el pórtico, y cuando regresó, la bruja había terminado. Estaba agachada delante de los extraños símbolos y rezaba en una lengua extranjera con las manos alzadas por encima de la cabeza. El jefe recordó los comentarios de sus hombres, que la bruja no era egipcia sino que había venido de la costa fenicia con sus poderes y talismanes. La vieja acabó de rezar. Se levantó.
—Hemos acabado —dijo en voz baja.
—¡Así es, madre, hemos acabado!
El líder
amemet
se colocó detrás de la bruja y, cogiéndola por el pelo, le tiró la cabeza hacia atrás y le rajó la garganta de un solo tajo.
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utmosis, preferido de Amón-Ra, la encarnación de Horus, gobernante de la Tierra Negra, rey del Alto y Bajo Egipto, se reclinó en su trono con incrustaciones de oro y miró por encima de la borda de la barca real. Cerró los ojos y sonrió. ¡Regresaba a su hogar! No tardarían en pasar el meandro y entonces vería Tebas en todo su esplendor. En la ribera oriental, las murallas, las columnas y los pilones de la ciudad y, al oeste, las colinas como panales de la necrópolis. Tutmosis separó los pies calzados con sandalias de oro mientras la embarcación se balanceaba suavemente con el cambio de rumbo; la proa, con la forma de la cabeza de un halcón, continuó surcando las aguas mientras la inmensa vela flameaba al perder el viento. Se oyeron gritos. Arriaron la vela y la barca recuperó la velocidad a medida que los remeros, con los torsos desnudos, se inclinaban sobre los remos, obedeciendo las órdenes de los timoneles que de pie en la popa se ocupaban de manejar las grandes palas que hacían de timón. El jefe de los pilotos comenzó a cantar en voz baja un himno de alabanza a su faraón.
Ha destrozado a sus enemigos, es el señor de los cielos,
ha barrido a sus rivales, ¡grande es su nombre!
¡La salud y los años añadirán a su gloria!
¡Es el halcón dorado! ¡Es el rey de reyes!
¡El amado de los dioses!
Los soldados y los marineros, que vigilaban desde la proa para ver a tiempo la presencia de cualquier traicionero banco de arena, se sumaron al canto. Los remos bajaban y subían, y el sol se reflejaba en las salpicaduras provocadas por las palas.
Tutmosis, el rostro impasible debajo de la corona de guerra azul, miró a los soldados agrupados a popa. Rahimere, el visir; Sethos, el fiscal del reino; Omendap, el general en jefe de sus ejércitos, y Bayletos, el jefe de los escribas, se habían adelantado para preparar el recibimiento del faraón en Tebas. En aquel momento, sólo quedaba Meneloto, el capitán de la guardia, quien estaba sentado con sus oficiales, discutiendo sobre las tareas y las onerosas obligaciones que les esperaban en Tebas. Por encima de la cabeza del faraón, los grandes abanicos de plumas de avestruz perfumadas creaban una brisa aromática, olas de frescor a medida que aumentaba el calor y el sol se hacía insoportable, a pesar de la toldilla de seda que le daba sombra. Tutmosis escuchaba el cantar de sus glorias, pero ¿tenían alguna importancia? ¿A él qué más le daba? Había visitado la Gran Pirámide en Sakkara, leído los secretos en la estela sagrada, tropezado con los misterios. ¿Acaso no había escuchado la palabra de Dios? ¿No le habían sido revelados los misterios sencillamente porque él era sagrado y el elegido?
—¡De oro son tus miembros y de lapislázuli tus manos! —cantó el poeta real, sentado en cuclillas a la izquierda del faraón, repitiendo las alabanzas de los marinos y los remeros—. ¡Bello es tu rostro, oh faraón! ¡Poderoso es tu brazo! ¡Justo y noble en la paz! ¡Terrible en la guerra!
El receptor de estas rimbombantes frases parpadeó. ¿Qué importancia tenían estas lisonjas? ¿O los tesoros acumulados en las bodegas de las galeras de guerra imperiales que navegaban a popa y a proa mientras él surcaba el Nilo? Las riquezas eran pasajeras.
El faraón movió la cabeza y contempló, entre la calima, las riberas donde ondeaban los estandartes multicolores de sus escuadrones de carros de guerra, que lo escoltaban y protegían en su viaje sagrado a Tebas. ¡Todo ese poder era ilusorio! Las armas de guerra, los regimientos de élite, distinguidos con los nombres de los dioses: el Horus, el Apis, el Ibis y el Anubis, no eran más que polvo sobre la faz de la tierra. Tutmosis conocía el secreto de los secretos; se lo había escrito a su muy amada y noble esposa Hatasu y, a su regreso, le diría todo lo que había descubierto. Ella le creería lo mismo que su amigo el sumo sacerdote, Sethos, el guardián de los secretos del faraón, «ojos y oídos del rey». Tutmosis exhaló un suspiro y dejó a un lado la insignia, el mayal y el cayado. Tocó el resplandeciente pectoral colgado alrededor del cuello y movió las piernas; se oyó el tintineo de las placas de oro cosidas al faldellín, que chocaban entre sí con cada movimiento.
—¡Estoy sediento!
El copero, desde el otro extremo de la tienda de seda, levantó el cáliz de marfil. Probó el vino dulce y se lo pasó a su amo. Tutmosis bebió y después le devolvió la copa. En aquel momento, el vigía de proa gritó un aviso y Tutmosis miró a estribor. Pasaban por la curva. Tebas estaba cerca. La embarcación se acercó a la orilla. En los cañaverales junto a la costa, un hipopótamo, asustado por el ruido, comenzó a revolverse haciendo que grandes bandadas de gansos remontaran el vuelo por encima de los papiros. Los escuadrones de carros en la orilla oriental, que se preparaban para abandonar la escolta y unirse a las otras tropas agrupados en las afueras de la ciudad, apenas si se veían. Tutmosis suspiró, complacido. ¡Estaba en casa! Hatasu, su reina, le estaría esperando. ¡Descansaría en Tebas!
En el pórtico del templo de Amón-Ra, un grupo de mujeres jóvenes permanecía a la sombra de las inmensas columnas. Llevaban pesadas pelucas de largo y brillante pelo negro rizado que les llegaba hasta los hombros; túnicas plisadas de las más finas y casi transparentes telas cubrían sus cuerpos desde el cuello hasta los pies, calzados con sandalias de plata; y tenían las uñas de manos y pies pintadas de color rojo oscuro. En las manos enjoyadas sostenían los sistros, unos instrumentos musicales metálicos que consistían en unos arcos atravesados por varillas y con un mango. Cuando se los hacía sonar agitándolos, producían un sonido discordante y un tanto siniestro. Por ahora permanecían en silencio, pero no tardarían en sonar como saludo al regreso de su dios. Eran las sacerdotisas de Amón-Ra, reunidas alrededor de Hatasu, la reina del faraón. También ella iba vestida de blanco. Sobre su tocado de oro descansaba la corona del buitre de las reinas de Egipto, y en sus manos sostenía el cetro y el bastón de mando. Hatasu oyó los cuchicheos y las risitas de las sacerdotisas pero no desvió la mirada de sus ojos maquillados con una raya negra. Permaneció impasible como una estatua, mirando desde lo alto el patio, iluminado por el sol, donde las filas de sacerdotes rapados y vestidos con túnicas blancas esperaban el regreso de su marido. Una suave brisa aliviaba un poco el calor y hacía ondear los banderines y estandartes colgados en los grandes pilares de piedra. Hatasu miró por encima de las cabezas de los sacerdotes en dirección al segundo patio donde se apretujaban los funcionarios y administradores colocados según el rango y dirigidos por oficiales con los bastones de mando. Más allá de este segundo patio, comenzaba la Vía Sagrada, que se extendía hasta la ciudad. Allí los ciudadanos ocupaban los laterales de la avenida de las Esfinges, apretados entre las inmensas estatuas de granito negro, que reproducían a bestias agazapadas con cabezas humanas y cuerpos de león.
La brisa trajo hasta Hatasu el sonido lejano de la música, el clamor de las trompetas. Vio los destellos de las armaduras y las primeras columnas de soldados marchando por la Vía Sagrada. La guardia real egipcia, los negros del Sudán y la Shardana, mercenarios extranjeros con los ornamentados cascos astados. ¡Tutmosis regresaba a casa! Hatasu se sentía feliz pero tenía miedo. Había leído el mensaje con mucho cuidado y no dejaba de preguntarse si el misterioso escritor se atrevería a compartir tales secretos con su marido y hermanastro. Hatasu levantó la cabeza, los coros habían comenzado a cantar un himno de alabanza.