Cuando empezó a caer la tarde, Angélica atravesó de nuevo el río para volver a las Tullerías. Había mucha gente en los senderos del jardín, porque la hora fresca atraía no sólo a los señores, sino también a las familias de los ricos burgueses que tenían acceso al parque.
En el pabellón de Flora, el caballero de Lorena vino en persona al encuentro de las visitantes y las hizo sentar en una banqueta de la antecámara. Su Alteza no tardaría en venir. Las dejó.
Los corredores parecían muy animados. Aquel pasaje servía de comunicación entre las Tullerías y el Louvre. Varias veces Angélica reconoció rostros que había visto en San Juan de Luz. Se hundía en el rincón porque no deseaba que la reconocieran. Además, pocas personas reparaban en ellas. Iban a la cena de
Mademoiselle.
Se daban cita para ir a jugar al treinta y uno con la princesa Enriqueta. Algunos lamentaban estar obligados a volver al castillo de Vincennes, tan incómodo, pero donde el rey habría de permanecer hasta su entrada en París.
Poco a poco las sombras invadieron los corredores. Aparecieron filas de lacayos portadores de candelabros que fueron colocando de consola en consola entre las altas ventanas.
—Señora —dijo Margarita—, es preciso que nos vayamos. La noche se va pegando a los vidrios de las ventanas. Si no nos marchamos ahora, no encontraremos el camino o correremos peligro de que nos asesine cualquier malandrín.
—No me moveré hasta que haya visto a
Monsieur
—dijo Angélica tercamente—. Aunque tenga que pasar la noche en esta banqueta.
La sirvienta no insistió. Pero un poco más tarde volvió a hablar en voz baja:
—Señora, temo que quieran atentar contra vuestra vida.
Angélica se sobresaltó.
—¡Estás loca! ¿De dónde sacas semejante idea?
—Ya quisieron mataros, hace cuatro días apenas.
—¿Qué quieres decir?
—En el bosque de Rambouillet. No iban contra el rey ni la reina, sino contra vos, señora. Y si el coche no hubiera caído en aquel agujero, la bala que dispararon a quemarropa a través del cristal de seguro os da en la cabeza.
—Te forjas ideas extravagantes. Aquellos lacayos, en busca de dar un mal golpe, hubieran asaltado a un coche cualquiera.
—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué el que disparó contra vos era vuestro antiguo mayordomo Clemente Tonnel?
Angélica recorrió con la vista la perspectiva ahora desierta de la antecámara, donde las llamas derechas de las velas de cera no hacían moverse ninguna sombra.
—¿Estás segura de lo que dices?
—Respondería de ello con la vida. Lo reconocí muy bien, a pesar de que se había echado el sombrero a los ojos. Han debido de escogerlo porque os conoce bien, y así estaban seguros de que no se equivocaría de persona.
—
¿Quién
estaba seguro? —indagó Angélica sorprendida.
—¡Yo que sé! —dijo la doncella, encogiéndose de hombros—. Pero hay una cosa más que me figuro: ese hombre es un espía, nunca me inspiró confianza. En primer lugar, no es de nuestra tierra. Y después, no sabía reírse. Por último, siempre parecía estar acechando, con aquel aire de afanarse en su trabajo, con las orejas demasiado abiertas… Ahora, el porqué ha querido mataros no podría explicároslo, lo mismo que no puedo explicarme por qué mi amo está prisionero. Pero habría que ser sorda, y tonta por añadidura, para no comprender que tenéis enemigos que han jurado perderos.
Angélica se estremeció y se apretó al cuerpo la amplia capa de seda oscura.
—No veo nada que pueda motivar tal encarnizamiento. ¿Por qué han de querer matarme?
En un relámpago pasó ante sus ojos la visión del cofrecillo de veneno. Aquel secreto no se lo había comunicado más que a Joffrey. ¿Era posible que se preocupase aún de aquella vieja historia?
—¡Vamos, señora! —insistió Margarita.
En aquel momento un ruido de pasos resonó en la galería. Angélica no pudo evitar un estremecimiento. Alguien se acercaba. Reconoció al caballero de Lorena, que llevaba un candelabro con tres velas. Las llamas iluminaban su hermoso rostro, cuya expresión amable estaba velada por una sombra de hipocresía y crueldad.
—Su Alteza Real os pide infinitas disculpas —dijo inclinándose—. Se ha retrasado y no podrá acudir esta noche a la cita que os ha dado. ¿Queréis dejarla para mañana a la misma hora?
Angélica sufrió una decepción espantosa. Aceptó, sin embargo, la nueva cita.
El caballero de Lorena le dijo que las puertas de las Tullerías estaban ya cerradas. Iba a conducirlas hasta el otro extremo de la gran galería. Allí, saliendo por un jardincillo llamado el jardín de la Infanta, estarían a unos cuantos pasos del Puente Nuevo.
El caballero caminaba llevando en alto el candelabro. Sus tacones de madera resonaban lúgubremente sobre las losas. Angélica vio reflejarse en los negros vidrios su pequeño cortejo y no pudo menos de encontrar en él algo fúnebre. De vez en cuando se cruzaban con un guardia o se abría una puerta y salía por ella una pareja riendo. Se veía algún salón brillantemente iluminado donde la sociedad se entretenía en diversos juegos. En alguna parte, detrás de un tapiz, una orquesta de violines dejaba flotar largo tiempo su agridulce melodía. Por fin la interminable marcha pareció terminar. El caballero de Lorena se detuvo.
—He aquí la escalera por la cual vais a bajar a los jardines. Encontraréis inmediatamente a la derecha una puertecilla y unos cuantos escalones, y estaréis fuera del palacio.
Angélica no se atrevió a decir que no tenía coche, y además el caballero no se lo preguntó. Se inclinó con la corrección de alguien que ha terminado su servicio y se alejó. Tomó de nuevo el brazo de su sirvienta.
—Apresurémonos, Margarita. No soy miedosa, pero este paseo nocturno no me complace nada. Empezaron a bajar a toda prisa los escalones de piedra.
Fue su zapatito lo que salvó a Angélica. Había caminado tanto durante todo el día que la frágil correa saltó bruscamente. Soltando a su compañera en mitad de la escalera, se inclinó para intentar arreglarla. Margarita siguió bajando. De pronto, un grito atroz salió de la oscuridad, un grito de mujer herida de muerte:
—¡Socorro, señora! ¡Me asesinan…! ¡Huid…! ¡Huid…!
Luego calló la voz. Un gemido espantoso se prolongó cada vez más débil. Helada de espanto, Angélica sondeaba en vano el pozo oscuro en que se hundían los blancos escalones. Llamó:
—¡Margarita! ¡Margarita!
Dominada por el pánico, Angélica subió precipitadamente y volvió a encontrar las luces de la gran galería. Un oficial pasaba. Se precipitó hacia él.
—¡Socorro, señor, socorro! Acaban de matar a mi sirvienta.
Reconoció un poco tarde al marqués de Vardes, pero en su espanto le pareció providencial.
—¡Ah! Es la mujer vestida de oro —dijo con su voz burlona—, la mujer de la mano lista.
—Señor, el momento no es para bromas. Os repito que acaban de asesinar a mi doncella.
—¿Y qué? No querréis que me eche a llorar…
Angélica se retorcía las manos.
—Por favor, hay que hacer algo, perseguir a los malandrines que están escondidos en esa escalera. Tal vez no esté sino herida.
Él la miraba sin dejar de sonreír.
—Decididamente, me parecéis menos arrogante que la primera vez en que nos encontramos. Pero la emoción no os sienta mal.
Estuvo a punto de arañarle la cara, de abofetearle, de llamarle cobarde. Pero oyó el roce de la espada que, poco a poco, iba desenvainando, mientras decía lánguidamente:
—Vamos a ver qué es ello.
Angélica lo siguió, intentando no temblar, y bajó junto a él los primeros escalones. El marqués se inclinó por encima de la barandilla.
—No se ve nada, pero se huele. El perfume de la canalla no engaña: cebolla, tabaco y vino de las tabernas. Se oye moverse abajo a cuatro o cinco —y tomándola de la muñeca—: ¡Escuchad! —El ruido de una caída en el agua, seguida de un surtidor de salpicaduras, agujereó el silencio triste—. Ya está. Acaban de arrojar el cadáver al Sena. —Volviéndose hacia ella, con los ojos medio cerrados, como si la estudiase con atención de reptil, continuó—: ¡Oh, el lugar es clásico! Hay por ahí una puertecilla que a menudo se olvidan de cerrar… a veces voluntariamente. Es un juego para quien quiere apostar en ella unos cuantos asesinos alquilados. El Sena está a dos pasos. El asunto termina rápidamente. Escuchad un poco. Les oiréis cuchichear. Han debido de darse cuenta de que no han dado muerte a la persona que les habían recomendado. ¿Tenéis, pues, grandes enemigos, hermosa?
Angélica apretaba los dientes para no dejarlos castañetear… Por fin logró decir:
—¿Qué vais a hacer?
—Por el momento, nada. No tengo el menor deseo de ir a medir mi espada con la de esos malandrines. Pero, de aquí a una hora, los suizos van a tomar la guardia en ese rincón. Las asesinos escaparán, a menos que se dejen atrapar. De todos modos, entonces podréis pasar sin temor. Entretanto…
Sujetándola siempre por la muñeca, la volvió a la galería. Ella lo seguía maquinalmente; tenía la cabeza llena de ruidos. «Margarita ha muerto… Han querido matarme… Es la segunda vez… Y no sé nada. Margarita ha muerto.»
Vardes la había hecho entrar en una especie de hueco en el muro, en el que había una consola y taburetes, y que debía de servir de antesala a una cámara vecina. Con toda calma volvió a envainar la espada, se quitó el tahalí y lo colocó con la espada sobre la consola. Se acercó a Angélica. Ella comprendió de pronto lo que él quería y lo rechazó con horror.
—¡Cómo, señor, acabo de asistir al asesinato de una mujer a la que tenía cariño y creéis que voy a consentir…!
—Tanto me da que consintáis como que dejéis de consentir. Lo que a las mujeres se les pone en la cabeza me es indiferente. El amor es una formalidad. ¿Ignoráis que es así como las damas hermosas pagan su paso por los corredores del Louvre?
Angélica intentó insultarle:
—Es verdad, lo había olvidado. «Quien dice Vardes, dice canalla.»
El marqués le pellizcó el brazo hasta hacerle sangre.
—¡Ah, mi pequeña garza! Si no fuerais tan bella os abandonaría con mucho gusto a esos valientes que os están esperando en la escalera. Pero sería una lástima ver sangrar a un pollito tan tierno. ¡Vamos, tened cordura!
Angélica no lo veía, pero adivinaba la sonrisa de suficiencia y un tanto cruel en su hermoso rostro. Un fulgor de color rubio pálido.
—¡No me tocaréis —dijo jadeante— o llamaré!
—Llamar no serviría de nada. Este lugar es poco frecuentado. No habría nadie a quien conmovieran vuestros gritos, a no ser a esos caballeros de las espadas roñosas. No deis escándalo, querida. Os quiero y os tendré. Hace tiempo que lo decidí, y el azar se ha puesto de mi parte. ¿Preferís que os deje marchar sola hasta vuestra casa?
—Iré a pedir ayuda en otra parte.
—¿Quién os ayudará en este palacio, donde todo parece haber sido tan bien preparado para vuestra perdición? ¿Quién os ha conducido hasta esta escalera de tan buena fama?
—El caballero de Lorena.
—¡Vaya! ¡Vaya! ¿Entonces es cosa del pequeño
Monsieur?
De hecho, no sería la primera vez que suprimiese a «una» rival molesta. Ya veis cómo os conviene muchísimo callar…
No respondió, pero cuando él se acercó de nuevo, ella no se movió.
—Encantadora… —dijo a media voz.
Angélica estaba fuera de sí a fuerza de humillación y de miedo. En su espíritu enloquecido se agitaba un torbellino de ideas absurdas: el caballero de Lorena y su candelabro, la Bastilla, el grito de Margarita, el cofrecillo del veneno. Después se borró todo y se sintió sumergida por el pánico físico de la mujer que no ha conocido más que a un solo hombre.
Aquel contacto nuevo la inquietaba y la hacía rebelarse. Se retorció, intentando escapar al abrazo. Quería gritar, pero ningún sonido salía de su garganta. Paralizada, temblando, se dejó vencer, dándose apenas cuenta de lo que le sucedía… Un rayo de luz penetró súbitamente en las tinieblas del rincón. Un gentilhombre que pasaba apartó rápidamente el candelabro que llevaba en la mano y se alejó a toda prisa, riendo y gritando: «¡No he visto nada!» Aquel género de espectáculo parecía ser familiar a los habitantes del Louvre. Apenas se hubieron separado Angélica se sintió invadida por una espantosa vergüenza. Hundió el rostro en las manos. Hubiera querido morir, no volver a ver nunca la luz. Silencioso, el oficial volvió a ponerse el tahalí.
—Los guardias ya deben de estar ahí —dijo—. Ven.
Como Angélica no se movía, la tomó del brazo y la hizo salir del rincón. Ella se desprendió de él, pero lo siguió sin pronunciar palabra. La vergüenza seguía quemándola como un hierro al rojo. Nunca podría ya volver a mirar a Joffrey cara a cara, besar a Florimond. Vardes lo había destruido y saqueado todo. Había perdido lo único que le quedaba: la conciencia de su amor.
Al pie de la escalera, un suizo de golilla blanca y jubón acuchillado en amarillo y rojo silbaba, apoyado en su alabarda. Al ver a su capitán se irguió.
—¿No hay ningún granuja por los alrededores? —interrogó el marqués.
—No he visto a nadie, capitán. Pero antes de que yo llegase ha debido de pasar algo feo. —Alzando la linterna, mostró en el suelo un gran charco de sangre—. La puerta del jardín de la Infanta que da a los muelles está abierta, señor. He seguido la sangre hasta ella. Supongo que han tirado el cuerpo al agua…
—Está bien. Sigue vigilando.
No había luna. De las orillas subía olor de fango fétido. Se oían zumbar los mosquitos y murmurar el Sena. Angélica se detuvo a la orilla y llamó en voz baja:
—¡Margarita!
Le entraban deseos de anonadarse en aquella oscuridad, de hundirse a su vez en el seno de la noche líquida. Lo voz del marqués de Vardes la interrogó con sequedad:
—¿Dónde vives?
—¡Os prohibo tutearme! —gritó, porque la ira la reanimó bruscamente.
—Siempre tuteo a las mujeres que han sido mías.
—No me importan vuestras costumbres. Dejadme.
—¡Oh! No eras tan orgullosa hace poco. No he tenido la impresión de desagradarte.
—Hace poco era hace poco. Ahora es otra cosa. Y ahora os odio.
Repitió varias veces: «¡Os odio!» con los dientes apretados y escupió hacia él. Después echó a andar, tropezando con las piedras del muelle. La oscuridad era completa. Sólo tal cual farol, de cuando en cuando, iluminaba la muestra de una tienda, el pórtico de una casa burguesa.