La marcha zombie (3 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

BOOK: La marcha zombie
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Pude apreciar que Laila se estaba alterando. Tenía la mirada clavada en Nguyen, cual depredador, mientras sus finos labios se curvaban para dejar a la vista sus colmillos.

—Habrá más diurnos —dijo con un tono de voz muy suave, casi un siseo—, ¡siempre habrá más!

A partir de entonces, ese fue el mantra que más repetíamos. Pasamos del tradicional: «Los humanos siempre han sido capaces de derrotar a los submuertos», al pragmático: «Sí, el sistema global socioeconómico humano actual tal vez desaparezca pero no los humanos», o al jocoso: «Mientras los humanos sigan fornicando desenfrenadamente, siempre habrá más». Desde los que se mostraban más displicentes a los que se mostraban más beligerantes, muchos de los nuestros se aferraban desesperadamente al mismo argumento de «siempre habrá más». Esta nueva fase de nuestra existencia solo podría definirse como tremendamente desesperada. Mientras los submuertos continuaban multiplicándose, mientras arrasaban una fortaleza humana tras otra, el argumento de «siempre habrá más» se volvía más insistente, más dogmático y más desesperado.

Aun así, no fueron los discípulos del «habrá más» los que perturbaron profundamente mi sueño durante el día, sino aquellos que pensaban como yo, que empezaron a compartir el razonamiento de Nguyen e «hicieron los cálculos» por sí solos. En efecto, la humanidad estaba alcanzando un punto de no retorno a nivel colectivo. Los submuertos habían iniciado una reacción en cadena, tal y como nuestro juicioso vietnamita había predicho. Todas las noches, sus cadáveres se amontonaban en pilas cada vez más altas en las calles, los hospitales y los campos de refugiados improvisados de Penang. La malnutrición, las enfermedades, los suicidios y los asesinatos se sucedían, y eso que los submuertos todavía no habían alcanzado nuestra zona.

Sabíamos que no «siempre habría más», que eso era imposible, pero, entonces, ¿qué se podía hacer? Qué hacer... esa cuestión sonaba al principio tan extraña. Apenas era capaz de planteármela a mí mismo y mucho menos a otros. En aquel momento que nos enfrentábamos a una amenaza apocalíptica, ¿acaso no era lógico que tratáramos de impedir que esa amenaza se hiciera realidad? Claro que sí... para cualquiera salvo para una raza de parásitos pasivos.

Éramos como pulgas que observaban al perro que las acogía mientras este luchaba por seguir vivo, sin detenerse a pensar por un momento que podían hacer algo para ayudarlo. Siempre habíamos desdeñado a los diurnos, a los que considerábamos una «raza inferior». Aun así, esa raza, que se enfrentaba a diario con sus propias debilidades y su propia mortalidad, había decidido coger al destino por el cuello. Mientras nosotros nos escondíamos entre las sombras, ellos habían estudiado, sudado la gota gorda y cambiado la faz de su mundo. Sí, era su mundo, no el nuestro. Nunca sentimos ninguna necesidad de reclamar una participación en nuestra civilización «anfitriona», ni ninguna necesidad de contribuir, por el averno, ni de luchar por ella de ningún modo. Mientras las grandes metamorfosis sociales (las guerras, las migraciones y las revoluciones épicas) desfilaban ante nuestros ojos, nosotros solo ansiábamos sangre, seguridad y librarnos del tedio. Y cuando el curso de la historia amenazaba con empujarnos hacia el abismo, nos encontrábamos encadenados de pies y manos por una parálisis casi de índole genética.

Estas revelaciones surgen, naturalmente, de cavilaciones que he realizado a posteriori. No obstante, mis reflexiones no eran tan lúcidas mientras merodeaba por mi coto de caza esa noche en el lago Temenggor. La barricada humana situada en la autopista 4 era el último dique con el que contaban para frenar la imparable marea de submuertos. Ahí solo quedaba una guarnición del ejército que había erigido algunas fortificaciones improvisadas y que había optado por no destruir el puente. Aún no debían de haber renunciado a la idea de que serían capaces de reconquistar la ribera opuesta. La isla central fue designada como zona de «cuarentena», lo cual provocó que esa antigua reserva natural acabara repleta de «retenidos». Los nuestros descubrieron que era el sitio ideal para acechar a algún refugiado incauto que se había alejado demasiado de los demás. Esa noche se tiñó de sangre por culpa de la glotonería. Yo ya me había alimentado de dos refugiados antes de purgarme y buscar a un tercero. Tales actos no se habían dado entre los nuestros, pero entonces se convirtieron en algo habitual. Tal vez el nuestro era un caso de supercompensación mal enfocada, quizá intentábamos satisfacer así una necesidad inconsciente de querer ejercer el control sobre la situación. Aunque todavía no estoy seguro de cuáles eran los verdaderos motivos que nos impulsaban a actuar así. Desde una perspectiva racional y emocional, puedo afirmar que en mis cacerías ya no había ni el más mínimo atisbo de diversión. En ese momento, mis víctimas solo provocaban en mí ira, ira y un desprecio irracional. Mis matanzas se volvieron innecesariamente crueles y dolorosas. Me sorprendí a mí mismo mutilando los cuerpos de todas mis víctimas, e incluso mofándome de ellas instantes antes de proceder a matarlas.

Una vez me excedí tanto que acabé lisiando al objetivo, al propinarle un golpe en la cabeza; no obstante, mi presa aún permaneció lo bastante consciente como para escuchar mis palabras.

—¿Por qué no haces algo? —me burlé, colocando mi rostro a solo unos centímetros del suyo. Se trataba de un viejo extranjero que no podía entender mi idioma—. ¡Adelante! —le espeté gruñendo—. ¡Haz algo!

Aquello se convirtió en una suerte de mantra psicótico. «¡Haz algo, haz algo, haz algo!» Ahora, al recordarlo, sospecho que al gritarle «haz algo» no buscaba provocarlo, sino más bien lanzar un disimulado grito de ayuda. «Por favor, haz algo», eso es lo que debería haber dicho, «¡Tu especie cuenta con los recursos y la voluntad necesaria! ¡Haced algo, por favor! ¡Debéis dar con una solución que suponga la salvación de ambas razas! ¡Haced algo, por favor! ¡Mientras aún sois bastantes! ¡Mientras aún queda tiempo! ¡Haced algo! ¡Haced algo!

Esa noche junto al lago Temenggor, me encontraba demasiado embriagado de sangre para cometer tales atrocidades con mi último festín; una desgraciada demacrada que estaba por lo menos igual de incapacitada que yo, aunque su dolencia era mental. Muchos de los refugiados sufrían una enfermedad que los humanos denominaban «neurosis de guerra». En muchos casos, sus cuerpos habían sobrevivido pero sus mentes no lo habían superado. Por culpa de los horrores de los que habían sido testigo, de las pérdidas que habían tenido que afrontar, muchas psiques se habían sumido simplemente en las simas del olvido. La mujer de la que me estaba alimentando era tan consciente de mi presencia como los submuertos. Mientas le abría las venas, profirió lo que únicamente pudo ser un leve suspiro de alivio.

Recuerdo el sabor extremadamente repulsivo de su sangre en mi lengua, pues esa mujer estaba delgada y famélica, y su sangre se encontraba contaminada por los residuos acumulados de celulitis que su propio organismo había digerido. Incluso me planteé dejarla a medio comer y buscar una cuarta víctima. Súbitamente, me distraje por culpa de una cacofonía de gritos y gemidos, mucho más intensos que antes, que procedían de la parte occidental del puente.

Los submuertos habían logrado atravesarlo. En cuanto vi lo que ocurría, abandoné el abrigo de la jungla. La barrera levantada por los humanos con coches volcados y escombros bullía de autómatas carnívoros. No sé si los que defendían la barricada se habían quedado sin balas o sin coraje. Lo único que sé es que vi cómo los humanos se retiraban ante aquella turbamulta. Cientos, quizá miles de esas criaturas superaron en tropel la barricada, aplastando a sus hermanos que se habían transformado en una rampa de carne comprimida.

Subí de un salto al puente y llamé a gritos a Laila, utilizando ese tono que únicamente es capaz de escuchar nuestra especie. Pero no recibí respuesta alguna. Observé detenidamente a esa multitud humana que huía, con la esperanza de poder discernir el aura de intenso color ámbar de Laila entre aquella muchedumbre de brillante color rosa humano. Nada. Había desaparecido. Ahí solo había diurnos desesperados y submuertos que avanzaban en oleadas aullando. Esa fue la primera vez que sentí esa emoción tan intensa que había olvidado hace mucho tiempo. No era ansiedad, pues esa sensación se había tornado muy familiar. Uno siente ansiedad cuando teme sufrir un posible daño; por culpa del fuego, de la luz del sol, o de algún nuevo invento biomecánico apocalíptico. Eso no era ansiedad. Pero tampoco era un pensamiento consciente. Era algo primario e instintivo que me tenía atrapado como si fuera una garra invisible. Era algo que no había sentido desde que el corazón me había dejado de latir hace muchos siglos. Era una emoción humana. Era miedo.

He de reconocer que experimentar la sensación de que eres un espectador de tus propios actos es un fenómeno muy curioso. Recuerdo cada desgarro, cada golpe, cada segundo repleto de violencia que viví mientras me abría paso entre esa horda submuerta. Diez, once, doce... Vi cómo varios cráneos implosionaban y diversos cuellos se partían... Cincuenta y siete, cincuenta y ocho... Vi columnas vertebrales destrozadas, cerebros reventados, ciento cuarenta y cinco, ciento cuarenta y seis... Los conté todos, mientras las horas se prolongaban y los cadáveres se amontonaban. Mis actos de aquella noche pueden resumirse en una sola palabra: «determinación»; actué dejándome llevar, como un diurno con una de sus enormes máquinas. Avanzaba con suma determinación, sin ninguna inhibición o pausa, hasta que alguien me agarró de la mano. Retrocedí, me preparé para golpear y, entonces, mi mirada se encontró con la de Laila.

Le temblaban las manos, que se hallaban resbaladizas y negras por culpa de la putrefacción submuerta. Sus ojos ardían con una euforia animal.

—¡Mira! —me espetó, refiriéndose a los cientos de montículos silenciosos y mutilados que teníamos ante nosotros. Ahí no se movía nada, salvo unas cuantas cabezas separadas de sus troncos que seguían dando mordiscos a la nada. Laila levantó un pie por encima de una de esas calaveras que daban dentelladas al aire y, acto seguido, pisó con fuerza a la vez que profería un gruñido gutural—. Mira lo que hemos hecho... —exclamó, mientras la emoción de la revelación se iba acumulando en nuestros respectivos pechos—. ¡Mira lo que hemos hecho! —Laila, que estaba jadeando por primera vez desde hacía siglos, señaló la distante barricada que estaba siendo atravesada en esos momentos por una nueva oleada de submuertos—. Más. —Entonces, sus susurros subieron de intensidad hasta transformarse en rugidos—. Más. ¡Más! ¡Más!

Los días siguientes, yacimos moribundos. ¡¿Cómo íbamos a saber que los fluidos de los submuertos eran tan letales?! Su virulenta putrefacción había infectado nuestros organismos al adentrarse por las microfisuras que se nos habían abierto al combatir cuerpo a cuerpo. Tras haber matado a más de un millar esa noche, daba la impresión de que estábamos destinados a ser las últimas bajas de aquella batalla.

—Menos mal que os habíais alimentado antes —afirmó Nguyen, mientras se acercaba a nuestro santuario envuelto en la oscuridad—. He descubierto que el único antídoto capaz de combatir la infección que sufrís es la sangre de sapiens —había traído consigo dos platos de comida; un varón y una hembra, ambos estaban atados y se retorcían y gritaban a pesar de hallarse amordazados—. Me he planteado silenciarlos —comentó—, pero he preferido optar por la pureza antes que la conveniencia. —A continuación, sostuvo el cuello de la hembra cerca de mis labios—. Además, el influjo de adrenalina acelerará vuestra recuperación.

—¿Por qué? —pregunté, sorprendido por la gran generosidad de Nguyen. El egoísmo es un rasgo normal entre los nuestros, tanto en cuestión de posesiones materiales como de sangre—. ¿Por qué nos has reservado estos bocados? ¿Por qué no...?

—Ambos sois famosos —les anunció con una emoción casi jovial—. Con lo que habéis hecho en el puente, con lo que ambos habéis logrado... ¡os habéis convertido en la fuente de inspiración de nuestra raza!

Pude notar que a Laila se le desorbitaban los ojos mientras se alimentaba glotonamente del varón. Antes de que alguno de los dos pudiera decir algo, Nguyen prosiguió:

—Bueno, al menos habéis inspirado a los miembros de nuestra especie que se encuentran en Penang. Aunque quién sabe qué estarán haciendo los nuestros o cualquier miembro de otra especie fuera de esta zona segura. Pero de eso ya nos ocuparemos más tarde. ¡Ahora mismo, lo más importante es que nos habéis demostrado que podemos hacer algo! ¡Nos habéis mostrado una solución, una vía de escape! ¡Ahora todos podremos contraatacar juntos! ¡Algunos ya han empezado a luchar! Estas tres noches, una decena, al menos, han superado las defensas humanas y han penetrado en el corazón mismo de las colosales turbamultas que se aproximan. ¡Miles de submuertos han caído! ¡Y millones más los seguirán!

No sé si fue por culpa de las palabras de Nguyen o del éxtasis que me proporcionó la sangre humana, pero lo cierto es que mis pensamientos se sumieron rápidamente en una euforia que me aletargó.

»¡Nos habéis salvado! —nos susurró a ambos al oído—. Habéis declarado la guerra.

La guerra comenzó cuando muchos de los nuestros decidieron seguir el ejemplo de lo que Laila y yo habíamos hecho en el lago Temenggor. Al menos, gracias a que nos habíamos expuesto de ese modo tan peligroso, lo cual estuvo a punto de acabar siendo un error fatal, habíamos aprendido que debíamos protegernos las manos con guantes, o si no, debíamos enfundárnoslas con algún material impermeable. Algunos de los nuestros aprendieron a luchar solo con los pies, desarrollando así lo que los diurnos suelen llamar un «arte marcial». Estos «bailarines de cráneos» saltaban por encima de los submuertos, quienes intentaban inútilmente agarrarlos moviendo frenéticamente los brazos, y les aplastaban las cabezas como si estuvieran pisoteando un mar de huevos. Era una técnica de lucha elegante y letal y, a pesar de que no era un elemento especialmente importante dentro de nuestra estrategia bélica, si era uno de los pocos aspectos de nuestra cultura que se podía afirmar que era en verdad nuestro.

Por desgracia, había tantos «bailarines de cráneos» como «emuladores»; así llamábamos a aquellos de los nuestros que habían decidido armarse como si fueran diurnos. Los emuladores utilizaban inventos humanos para combatir; armas de fuego, espadas o porras. Se apoyaban en el argumento de que tales instrumentos eran más «eficaces» que nuestros cuerpos. Muchos escogían su arma según la era o el lugar donde hubieran vivido sus vidas previas. No era raro ver a antiguos chinos blandiendo una dadao ancha de dos manos o a un antiguo malayo llevando la tradicional Keris Sundag. Una noche, en las colinas de Cameron Highlands, fui testigo de cómo un antiguo occidental disparaba y cargaba a gran velocidad un oxidado mosquete Brown Bess
[1]
con disparador de pedernal en el percutor.

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