La marcha zombie

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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

BOOK: La marcha zombie
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Cuatro terroríficos relatos de zombis a través de los cuales el gran maestro del género reflexiona sobre el colapso de la civilización.

BROOKS MANTIENE intacto su talento desbordante y su capacidad de sorprendernos y lo demuestra con estas cuatro visiones del universo zombi: «El desfile de la extinción», la guerra entre zombis y humanos vista por unos vampiros que ven con alarma cómo se están quedando sin alimento; «Gran Muralla», donde una China despótica trata de hacer frente a la invasión zombi reclutando forzosamente a gente para reconstruir la Gran Muralla; «Steve and Fred» un relato de doble filo que desafía las fronteras entre realidad y ficción, y «Cierre, S.L» una entrevista a un terapeuta danés que, tras la plaga, «recupera» psicológicamente a quienes no se atrevieron a matar a familiares infectados.

Max Brooks

La marcha Zombie

ePUB v1.1

OZN
 
10.04.11

Titulo original: Closure, Limited and Other Stories from the Zombie Wars

Titulo traducido: La Marcha Zombie

Autor: Max Brooks

Traductor: Raul Sastre Letrona

ISBN: 9788499894041

Editorial: DeBolsillo

El desfile hacia la extinción

Los llamábamos submuertos, y para nosotros no eran más que una mera broma. Son muy lentos, torpes y estúpidos. Tan estúpidos que nunca los habíamos considerado una amenaza. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Habían existido junto a nosotros, o más bien por debajo de nosotros, como un incendio nunca apagado del todo cuyas llamas cobran fuerza de vez en cuando, desde que los primeros humanoides bajaron de los árboles. Fanum Cocidi, Fiskurhofn, todos conocemos esas historias. Uno de los nuestros incluso llegó a afirmar que había estado presente en Castra Regina, aunque la mayoría le considerábamos un fanfarrón. A lo largo de las eras, hemos sido testigos de sus torpes brotes y rebrotes y de las respuestas igualmente torpes de la humanidad ante sus estallidos. Nunca habían sido una seria amenaza, ni para nosotros ni para los diurnos que devoraban. Siempre habían sido una broma. Así que estallé en carcajadas cuando me enteré de que se había producido un pequeño brote en Kampong Raja. Recuerdo que Laila me comentó algo al respecto, hace diez años, en una cálida y serena noche.

—No es la primera vez. Me refiero a este año —me dijo, con un tono de voz teñido de una moderada fascinación, como si estuviera hablando de algún otro fenómeno natural muy extraño—. Algunos han comentado que ha pasado lo mismo en Tailandia y Camboya, y que quizá se haya extendido hasta Burma.

Una vez más, me eché a reír y a lo mejor hice algún comentario despectivo sobre los humanos, probablemente me pregunté cuánto tardarían en limpiar ese estropicio. No volví a pensar en ello hasta unos cuantos meses después. El tema seguía comentándose entre susurros. Recuerdo que estábamos atendiendo a Anson, una visita de Australia que había venido para hacer «deporte», así era como lo llamaba él, para tener una oportunidad de «degustar los sabores locales». Anson nos tenía fascinados a ambos, ya que era alto y apuesto y muy, pero que muy joven. No recordaba ninguna época anterior a los chismes electrónicos para hablar y a las máquinas de metal voladoras. Sus ojos brillaban con una envidiable energía y despreocupación.

—Han llegado a Australia —afirmó con una emoción infantil mientras nos encontrábamos en el balcón ante los fuegos artificiales del Hari Merdeka que estallaban sobre las Torres Petronas—. ¿No es asombroso? —se preguntó, y ambos pensamos que se refería a los fuegos—. Al principio, creía que podían nadar, y así es, pero no nadan de una manera normal... es más como si anduvieran bamboleándose bajo el agua. Pero no fue así como llegaron a Queensland. Tengo entendido que llegaron en una patera ilegal o algo así. Por lo que sé, fue un asunto muy feo que se tapó como se pudo. ¡Ojalá hubiera tenido la oportunidad de ver a alguno! Nunca los he visto, ya me entendéis, «en carne y hueso».

—¡Vayamos a verlos esta noche! —exclamó Laila de repente.

Pude apreciar que se le había contagiado el entusiasmo de nuestro invitado. Recuerdo que repliqué algo acerca de que tendríamos que recorrer una gran distancia antes de que despuntara el alba, pero entonces Laila me interrumpió:

—No, no hace falta ir hasta ahí. ¡Esta noche, podemos verlos aquí mismo! Tengo entendido que ha estallado un nuevo brote a solo unas horas de aquí, cerca de Jerantut. Quizá tengamos que caminar entre la maleza durante un buen rato, pero eso también forma parte de la diversión, ¿no?

Tengo que admitir que me pudo la curiosidad. Tantos meses de rumores y toda una vida oyendo esas historias habían hecho mella en mí. Les confesé, tal y como ahora me confieso a mí mismo, que, de hecho, quería ver a uno de aquellos submuertos en «carne y hueso».

Cuando eres uno de los nuestros resulta fácil olvidar lo rápido que puede avanzar el resto del mundo. Muchas extensiones de jungla han desaparecido en lo que para mí solo ha sido un mero parpadeo y han sido sustituidas por autopistas, por urbanizaciones repletas de construcciones idénticas y por kilómetros de plantaciones de palmeras. En eso consiste «el progreso», «el desarrollo». Parece que fue anoche cuando Laila y yo salíamos a cazar por las violentas calles sin iluminar de esa nueva ciudad minera llamada Kuala Lumpur. Y pensar que en su día la había seguido desde Singapur porque nuestro hogar anterior se había vuelto demasiado «civilizado». Y, en ese momento, íbamos montados en un Lexus LSA que recorría a toda velocidad un río de asfalto y luz artificial.

No esperábamos encontrarnos con un control de carretera, y la policía tampoco esperaba encontrarse con nosotros. No nos preguntaron adónde íbamos, ni siquiera comprobaron nuestros carnets, ni siquiera nos indicaron que íbamos tres personas en un automóvil de solo dos asientos cuando eso era ilegal. Uno de los agentes nos indicó con una seña que nos marcháramos; con una mano cubierta por un guante blanco nos señaló el camino por donde habíamos venido, mientras la otra la tenía apoyada temblorosamente sobre la solapa de su pistolera. Nunca olvidaré su olor, o el olor del otro policía que se encontraba a sus espaldas, o del pelotón de soldados que se hallaba detrás de ambos. No había olido tanto miedo concentrado desde los incidentes racistas de 1969. (Oh, aquellos sí que fueron tiempos gloriosos.) Pude apreciar, por el gesto de su rostro, que Laila se moría de ganas de volver a ese control de carretera en cuanto concluyera nuestra aventura. Debió de ver esa misma ansiedad en mí ya que, mientras me clavaba un dedo en las costillas juguetonamente, me susurró:

—Cuidado. No es recomendable conducir borracho.

Varios minutos después, tras abandonar la autopista y regresar al lugar desplazándonos por entre las copas de los árboles, detectamos otro olor. Era una mezcla de aroma a terror y carne putrefacta que tuvo un impacto tremendo sobre nuestro olfato. Un segundo después, escuchamos un tiroteo lejano que nos sobresaltó.

Aquel barrio había sido construido sobre todo para los trabajadores de la plantación. Varias hileras de casitas muy bien cuidadas ocupaban aquellas calles anchas y recién pavimentadas. Alcanzamos a ver varias tiendas y cafeterías, así como un par de escuelas de primaria y una enorme iglesia católica, de las que por entonces tanto abundaban en nuestro país gracias a los trabajadores filipinos. Desde lo alto de la aguja de aquella iglesia, que era el punto más elevado de aquel asentamiento prefabricado, me limité a contemplar embobado la carnicería que estaba teniendo lugar allá abajo. Lo primero que me llamó la atención fueron las llamas, luego las manchas de sangre, después las marcas de que algo había sido arrastrado y, por último, los agujeros de bala que podían apreciarse en diversas casas; en muchas de ellas, daba la impresión de que una turbamulta enfurecida había hecho añicos sus puertas y ventanas. Lo último en lo que me fijé fue en los cuerpos, tal vez porque ya estaban bastante fríos. La mayoría se encontraban despedazados y no eran más que un amasijo de miembros; además, los torsos yacían entre órganos sueltos y trozos de carne amorfos. No obstante, algunos cadáveres permanecían razonablemente intactos. Entonces, me di cuenta de que todos ellos tenían unos agujeritos redondos justo en el centro de sus cabezas. En cuando estiré el brazo para señalarle lo que acababa de ver a Laila, me di cuenta de que tanto ella como Anson ya habían abandonado el tejado. Supuse que se habían ido al escuchar los disparos.

Por un momento, me sumí en mis recuerdos y me dejé llevar por la nostalgia gracias al banquete sensorial que aquella masacre humana me proporcionaba. Creí estar en la década de los cincuenta, merodeando por la jungla en busca de presas humanas. Laila y yo todavía hablábamos con cariño de «La Emergencia», de cómo seguíamos los rastros de olor tanto de los insurgentes comunistas como de los comandos de la Commonwealth, de cómo atacábamos desde las sombras mientras las armas (y los intestinos) de nuestras presas se vaciaban por culpa del pánico, de cómo sorbíamos con glotonería las suculentas últimas gotas de sus corazones, que latían frenéticamente. Durante décadas, lamentaríamos que la «La Emergencia» no hubiera durado más.

He oído en alguna ocasión que cuantos más recuerdos uno acumula en su cerebro, menos espacio queda para el pensamiento consciente. No puedo hablar por los demás, pero, a mi edad, tengo atrapados en mi viejo cráneo tantos recuerdos que equivalen a varias vidas enteras, que sufro lapsus ocasionales de «concentración». Mientras experimentaba uno de esos lapsus, mientras me hallaba perdido en el pasado reciente y me relamía los labios de un modo inconsciente, descendí de mi privilegiada posición desde donde podía observarlo todo, doblé la esquina de la iglesia y entonces prácticamente me choqué con uno de ellos. Se trataba de un hombre, o lo había sido hasta hacía poco. La parte derecha de su cuerpo seguía siendo normal y se movía con cierta agilidad, pero la parte izquierda se encontraba severamente calcinada. Un fluido viscoso y oscuro rezumaba de sus numerosas heridas aún humeantes. Tenía el brazo izquierdo seccionado limpiamente por debajo del codo, como si una máquina se lo hubiera cortado, aunque era más probable que se lo hubieran cortado con uno de esos grandes machetes que los trabajadores utilizaban para segar la cosecha. Arrastraba ligeramente la pierna izquierda, dejando así un surco no muy profundo en el suelo. En cuanto hizo ademán de abalanzarse sobre mí, retrocedí instintivamente y me agaché dispuesto a propinarle un golpe letal.

En aquel momento, sucedió algo inesperado. Ese hombre, ese engendro, pasó lentamente junto a mí andando de manera torpe y desgarbada. No se dio la vuelta. Ni siquiera estableció contacto visual conmigo con el único ojo bueno que le quedaba. Agité una mano delante de su cara y nada. Me coloqué junto a él y seguí el ritmo de sus pasos durante unos segundos y nada. Incluso me puse justo frente de él. Pero no solo esa bestia silenciosa se negó a detenerse, sino que me embistió sin ni siquiera alzar los brazos. Al golpearme contra la acera, solté una inesperada carcajada al mismo tiempo que aquella abominación submuerta me pisaba y pasaba por encima de mí ¡sin darse cuenta!

Luego, me percaté de que había sido bastante necio al esperar una reacción distinta por parte de aquel ser. ¿Por qué tendría que haberme reconocido? ¿Acaso era comida para él? ¿Acaso estaba «vivo» según la acepción humana del término? Esas criaturas únicamente cumplían con su imperativo biológico, y ese imperativo los impulsaba a buscar únicamente seres «vivos». Para su mente enferma y primitiva, yo era prácticamente invisible, un obstáculo que debía ser ignorado y, como mucho, evitado. Durante un segundo, solo pude maravillarme de lo absurda que era la situación en que me hallaba y me reí entre dientes, como un niño, mientras esa obscenidad patética arrastraba su mutilado cadáver en descomposición lejos de mí. Me puse en pie, eché hacia atrás el brazo derecho y lo golpeé con fuerza. Volví a soltar una risita ahogada en cuanto la cabeza se le separó de los hombros con suma facilidad y rebotó con fuerza contra la casa de enfrente para acabar deteniéndose a mis pies. Su único ojo funcional seguía moviéndose, seguía buscando y, de un modo bastante ridículo, seguía ignorándome. Esa fue la primera vez que me encontré cara a cara con lo que los humanos diurnos suelen llamar «zombi».

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