La mano izquierda de Dios (50 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—Gracias —le dijo al caballo y, entonces, lo puso en marcha.

35

A las tres horas, un granjero de las cercanías había recogido a Conn Materazzi. Lo habían metido en cama y le habían recompuesto la pierna, entablillándola rígidamente con cuatro palos de avellano y ocho tiras de cuero. Conn Materazzi había vuelto a perder el conocimiento y a quejarse lastimeramente durante la hora más o menos que le había costado a Cale enderezarle satisfactoriamente la pierna, y todavía no había vuelto en sí. Por supuesto, al final de todo estaba tan blanco que no parecía que la fuera a recobrar nunca.

—Cortadle el pelo —le dijo Cale al granjero— y enterrad la armadura en el bosque por si se acercaran los redentores. Decidles que es un jornalero. Si consigo llegar a Menfis, enviarán gente a por él. Os pagarán. Si no lo hacen, lo hará él cuando esté recuperado.

El granjero miró a Cale:

—Guardaos vuestros consejos y vuestro dinero.

Y diciendo esto, el granjero salió y los dejó solos. Poco después, Conn despertó. Se quedaron un rato mirándose el uno al otro.

—Ahora recuerdo —dijo Conn—: os pedí socorro. —Sí.

—¿Dónde estamos?

—En una granja, a dos horas de la batalla.

—Me duele la pierna.

—Tendrá que seguir así seis semanas. Y no sabemos si quedará recta.

—¿Por qué me salvasteis?

—No lo sé.

—Yo no habría hecho lo mismo por vos.

Cale se encogió de hombros.

—En estas cosas, uno nunca sabe hasta que ocurren. Pero el caso es que lo hice, y no hay que darle más vueltas.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.

—¿Qué vais a hacer ahora?

—Partiré para Menfis por la mañana. Si llego, enviaré a alguien.

—¿Y después?

—Cogeré a mis amigos y nos iremos a algún lugar en que los soldados no sean locos e imbéciles. No pensé que fuera posible perder una batalla en semejantes condiciones. Si no lo veo no lo creo.

—No caeremos de nuevo en el mismo error.

—¿Y qué os hace pensar que tendréis la oportunidad? Princeps no se quedará en Silbury admirándose en el espejo: se presentará en las puertas de Menfis pisándoos los talones.

—Nos reagruparemos.

—¿Cómo? Ya han muerto tres de cada cuatro Materazzi.

Conn no pudo responder nada. Se quedó tendido, con tristeza, y cerró los ojos.

—Quisiera haber muerto —dijo al fin.

Cale se rio.

—Tenéis que aclararos. Eso no es lo que decíais esta mañana.

Conn dio la impresión de quedarse aún más abatido, si eso era posible.

—No soy desagradecido —musitó.

—¿No sois desagradecido? —preguntó Cale—. ¿Eso significa que sois agradecido?

—Sí, soy agradecido. —Conn volvió a cerrar los ojos—. Todos mis amigos, todos mis parientes, mi padre, todos han muerto...

—Con mucha probabilidad.

—Con toda certeza.

Seguramente aquello era cierto, así que a Cale no se le ocurrió qué decir.

—Deberíais dormir. No hay nada que podáis hacer salvo recuperaros y responder a los redentores como podáis. Recordad que la mejor venganza es la venganza.

Y tras ofrecerle este sabio consejo, Cale dejó a Conn a solas con sus tristes pensamientos.

Al despuntar el alba a la mañana siguiente, Cale salió a caballo tras decidir que no era necesario despedirse de Conn. Ya había hecho, pensaba, más que suficiente por él y estaba algo avergonzado de haber arriesgado la vida por alguien que, según admitía él mismo, no habría hecho lo mismo por él. Recordaba un comentario hecho por IdrisPukke una noche que fumaban juntos bajo la luz de la luna, en el Soto: «Resiste siempre el primer impulso: suele ser generoso». En aquel momento, Cale pensó que no era más que otro de los chistes de humor negro de IdrisPukke. Ahora comprendía lo que había querido decir.

Pese a su impaciencia por regresar a Menfis para asegurarse de que Arbell Cuello de Cisne se hallaba a salvo, Cale se dirigió hacia el nordeste, trazando un amplio arco a mucha distancia de la ciudad. Por allí habría demasiados redentores y Materazzi deambulando en medio de la confusión, y ninguno de ellos sería muy puntilloso con respecto a quién mataba. Evitó ciudades y pueblos, y compró comida tan solo en las granjas aisladas que se encontraba en el camino. Aun así, las noticias de la gran batalla habían llegado a todos, aunque unas hablaban de una gran victoria y otras, de una gran derrota. El aseguraba no saber nada al respecto, y se iba enseguida. El tercer día se volvió al oeste y se dirigió a Menfis. Al final dio con la vía de Agger, que iba de Somkheti a la capital. Estaba desierta. Esperó en los árboles, por encima de la carretera, durante una hora, y, como no pasaba nadie, decidió correr el riesgo e ir por ella. Este resultó ser su tercer error en cuatro días. Cuanto más se acercaba a Menfis, más incómodo se sentía. Al cabo de diez minutos, una patrulla Materazzi apareció de repente al doblar una curva muy cerrada, y no tuvo posibilidad de evitarlos. Al menos no eran redentores y se sintió aliviado, aunque sorprendido, al ver que el hombre que mandaba la patrulla era el capitán Albin, aunque no podía comprender qué pintaba allí el jefe del servicio de inteligencia Materazzi. Pero la incomprensión se convirtió en sobresalto cuando los veinte hombres de Albin sacaron sus armas. Cuatro de ellos eran arqueros a caballo, y sus flechas le apuntaban directamente al pecho.

—¿Qué sucede? —preguntó Cale.

—Mirad, esto no es decisión nuestra, pero estáis arrestado —explicó Albin—. Sed buen chico, no os resistáis. Vamos a ataros las manos.

Cale no tenía elección, solo podía hacer lo que se le mandaba. Seguramente, pensó, el Mariscal estaba molesto con él por haber dejado a Arbell con Kleist y Henri el Impreciso. Una idea lo sobresaltó de repente:

—¿Está bien Arbell Materazzi?

—Está perfectamente —respondió Albin—, aunque tal vez deberíais haber pensado en eso antes de largaros a donde quiera que os largarais.

—Fui a buscar a Simón Materazzi.

—Bueno, eso a mí no me incumbe. Ahora vamos a taparos los ojos, no deis problemas.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo.

Lo que le pusieron en la cabeza fue un saco pesado que olía a lúpulo. La arpillera de que estaba hecho era tan gruesa que no solo no dejaba pasar la luz, sino casi tampoco el sonido.

Cinco horas después, sintió que el caballo que lo transportaba tensaba los músculos, pues el camino se había vuelto repentinamente empinado. Entonces pudo distinguir, a través de la arpillera, el sonido hueco de las herraduras sobre la madera. Estaban entrando en Menfis por una de sus tres puertas. Pese a la arpillera, esperaba oír mucho más ruido una vez entrado en la ciudad, pero, aunque de vez en cuando se oía algún grito apagado, tan solo la sensación de seguir subiendo le indicaba que se encaminaban hacia el castillo. Su preocupación por Arbell le formó un nudo en el estómago.

Al fin se detuvieron.

—Bajadlo —ordenó Albin.

Dos hombres se le acercaron por el lado izquierdo y tiraron de él con cuidado. A continuación lo dejaron en el suelo, en pie.

—Albin —dijo Cale desde dentro de la arpillera—, quitadme esto.

—Lo siento.

Los dos hombres lo cogieron uno por cada brazo, empujándolo hacia delante. Oyó abrirse una puerta y, enseguida, comprendió que se hallaba en el interior. Lo condujeron por lo que parecía un corredor. Otra puerta chirrió al abrirse, y de nuevo tiraron de él con cuidado. Le hicieron detenerse al cabo de unos metros. Hubo una pausa, y a continuación le quitaron el saco de la cabeza.

En parte, por la suciedad del saco que se le había metido en los ojos y, en parte, por haber permanecido en la total oscuridad durante tantas horas, al principio no logró ver nada. Con las manos atadas, se frotó los ojos para quitarse las motas de lúpulo y miró a los únicos dos hombres que estaban en el salón. Uno de ellos distinguió enseguida que era IdrisPukke, que estaba amordazado y tenía las manos atadas. Pero al reconocer al otro hombre, que estaba de pie a su lado, el corazón le dio un vuelco. Era el Padre Militante: Bosco.

Después de los primeros segundos de sorpresa y odio, Cale sintió el impulso de caer de rodillas y ponerse a llorar como un chiquillo. Y lo habría hecho si no fuera porque el odio se lo impedía.

—Ya veis, Cale —dijo Bosco—, que la voluntad de Dios nos trae de nuevo a donde estábamos. Pensad en ello mientras me miráis con la boca abierta, como un perro furioso. ¿Qué habéis conseguido con toda vuestra ira y vuestras correrías?

—¿Qué le ha ocurrido a Arbell Materazzi?

—¡Ah, ella está bien!

Cale no supo, debido a la impresión recibida, si haría bien en preguntar por Kleist y Henri el Impreciso. No lo hizo.

—¿No os preocupan vuestros amigos? —preguntó Bosco—. ¡Redentor! —gritó en voz alta, al tiempo que se abría una puerta al final del salón y hacían entrar a Kleist y Henri el Impreciso, atados y amordazados. No tenían marcas, aunque ambos parecían aterrorizados—. Hay unas cuantas cosas que quiero preguntaros, Cale, y me gustaría perder el menor tiempo posible con las convencionales expresiones de incredulidad. ¿Acaso os he mentido alguna vez?

Le había golpeado de manera salvaje cada semana de su vida y le había obligado a matar en cinco ocasiones, pero, ahora que le hacía aquella pregunta, Cale tenía que admitir que Bosco, por lo que él sabía, nunca le había dicho una simple mentira.

—No.

—Recordadlo cuando escuchéis lo que estoy a punto de contaros. Tenéis que tener claro que la importancia de lo que voy a deciros va mucho más allá de ese tipo de nimiedades. Y para dejaros clara mi buena fe, voy a dejar libres a vuestros amigos: a los tres.

—Demostradlo —dijo Cale.

Bosco se rio.

—En el pasado, semejante tono en la respuesta habría tenido dolorosas consecuencias. —Alargó la mano, y el redentor Roy Stape le entregó un grueso libro encuadernado en piel—. Este es el Testamento del Ahorcado Redentor. —Cale no lo había visto nunca hasta entonces. Bosco colocó la palma de la mano sobre la cubierta—. Juro ante Dios, y empeño en ello mi alma eterna, que las promesas que hago ahora y todo lo que digo hoy es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. —Miró a Cale—. ¿Estáis satisfecho?

El simple hecho de que entre todas las atrocidades de que le había dado muestras Bosco no se encontrara el perjurio, no urgió a Cale a creerle. Pero un juramento era de importancia central para Bosco. Y, además, no tenía elección.

—Sí —respondió.

Bosco se volvió al redentor Stape Roy:

—Dadles un salvoconducto y lo que necesiten, dentro de lo razonable. Y dejadlos en libertad.

Stape Roy se fue hacia IdrisPukke, lo agarró del brazo y lo empujó hacia Kleist y Henri el Impreciso. Entonces los empujó a los tres hacia la puerta. Cale se sintió bastante convencido de que Bosco podía estar diciendo la verdad: sus instrucciones de que no dieran a los tres demasiado, así como la habitual dureza con que los trataban concedía verosimilitud. Cualquier cosa más generosa, o menos grosera, habría levantado sus sospechas.

—¿Qué me decís de Arbell Materazzi?

Bosco sonrió.

—¿Por qué tanto empeño en descubrir lo engañado que estáis respecto al mundo?

—¿Qué queréis decir?

—Os lo mostraré. Aunque tendréis que consentir que os amordacen y aten, y aceptar quedaros tras esa pantalla, donde no se os vea, y no hacer ningún ruido oigáis lo que oigáis.

—¿Por qué tendría que prometeros tal cosa?

—A cambio de la vida de vuestros amigos, no me parece que sea pedir demasiado.

Cale asintió, y Bosco hizo un gesto a uno de los guardias para que se lo llevara tras el pequeño biombo que estaba en la parte de detrás del salón. Justo antes de llegar al biombo, Cale se volvió hacia Bosco.

—¿Cómo tomasteis la ciudad?

Bosco se rio, quitándose toda importancia.

—Fácilmente y sin luchar. Princeps envió noticias de la gran victoria del Cuarto Ejército en Port Errol en tres horas, y ordenó que la flota se retirara y atacara Menfis sin demora. Aquí la población entera estaba sumida en un canguelo propio de impíos. A ochenta kilómetros de distancia, la flota distinguió barcos que huían de Menfis aterrorizados. Nosotros nos limitamos a llegar sin armar ningún jaleo. Todo ha resultado muy sorprendente pero satisfactorio. Quedaos ahí atrás sin hacer ruido, y lo veréis y oiréis todo.

Diciendo esto, Bosco le hizo una seña para que se escondiera tras el biombo. El guarda se sacó una mordaza del bolsillo y se la mostró a Cale.

—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. A mí me da lo mismo.

Pero Cale estaba impaciente por ver a Arbell y no se resistió. Hubo una pausa de varios minutos. La presencia de Bosco y lo extraño de sus maneras producían en Cale una incomodidad que iba en aumento. Vio cómo colocaban en el centro del salón una mesa y tres sillas. Entonces se abrió la puerta e hicieron pasar al Mariscal y a su hija.

Cale no sabía que era posible experimentar un alivio tan intenso: un potente, jubiloso sentimiento de felicidad. Ella estaba blanca y aterrada, pero no parecía haber sufrido ningún daño, y tampoco su padre, aunque se le veía ojeroso y demacrado. Parecía veinte años más viejo, y veinte años de los peores.

—Sentaos —dijo Bosco con suavidad.

—Matadme a mí —pidió el Mariscal—. Pero os pido con toda humildad que dejéis vivir a mi hija.

—Mis intenciones son mucho menos sanguinarias de lo que imagináis —repuso Bosco con voz todavía suave—. Sentaos, no os lo repetiré. —Esta incómoda mezcla de benevolencia y amenaza intimidó aún más a los dos, e hicieron lo que se les mandaba—. Antes de empezar, quiero que intentéis asimilar que las necesidades y el fervor de aquellos que sirven al Ahorcado Redentor no pueden ser comprendidos por gente como vosotros. No, ni quiero ni busco ser comprendido, pero es necesario, por vuestro bien, que sepáis cómo andan las cosas. —Hizo un gesto de cabeza a uno de los redentores, que acercó la tercera silla, y entonces se sentó él también—. Hablaré con toda claridad: Tenemos el control total de Menfis, y ahora vuestro ejército consiste en no más de dos mil soldados preparados, la mayor parte de los cuales son prisioneros nuestros. Vuestro imperio, con todo lo vasto que es, está empezando a disgregarse. ¿Me creéis cuando digo esto?

Hubo una pausa.

—Sí —dijo al fin el Mariscal.

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