La mano izquierda de Dios (47 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Inquieta, Arbell les preguntó qué pensaban que iba a ocurrir, y todos se mostraron de acuerdo en que los Materazzi hacían bien en quedarse donde estaban, porque Princeps se vería obligado a atacar antes o después. Lo mirara como lo mirara, a Cale le parecía que la situación de los redentores era completamente desesperada.

—¿Ha visto alguien a Simón? —preguntó Arbell.

—Estará con el Mariscal —respondió IdrisPukke. Durante los últimos días, Simón y el Mariscal se habían vuelto inseparables.

—Parecen padre e hijo —bromeó Kleist, de manera que no lo pudiera oír Arbell.

Aún preocupada, Arbell estaba a punto de enviar a dos criados en busca de su hermano cuando se les acercó un grupo de cinco soldados montados a caballo. Uno de ellos era Conn Materazzi. No se había acercado a Cale desde su pelea.

—Me envía el Mariscal de Campo Narcisse para comprobar que os encontráis segura.

—Completamente segura. ¿Habéis visto a mi hermano?

—Sí. Creo que sí, hace como una hora. Estaba en la Tienda Blanca con el ganso que le hace de intérprete.

—No tenéis derecho a llamar así a Koolhaus. Os lo ruego, buscad a Simón y aseguraos de que viene aquí.

A continuación, Arbell se volvió hacia sus dos criados y los envió a la Tienda Alta con las mismas instrucciones.

Por primera vez, Conn Materazzi miró a Cale.

—Aquí no correréis ningún riesgo, supongo.

Cale no respondió nada. Conn dirigió entonces la atención a Kleist.

—¿Y vos? Si tenéis el valor suficiente para venir y no dejar que otros luchen en vuestro lugar, os conseguiré un lugar en la primera línea.

Kleist puso cara de interés.

—Vale —respondió en tono amable—. Tengo que arreglar aquí un par de cosas, pero id delante y esperadme, que llegaré en unos minutos.

Conn no tenía mucho sentido del humor, pero hasta él comprendió que se estaba burlando.

—Al menos vuestros empalagosos amigos de ahí tienen el valor de luchar por sí mismos. Vosotros tres os limitáis a quedaros ahí y dejar que otros lo hagan por vosotros.

—¿Para qué vamos a discutir —respondió Kleist, como si hablara con alguien corto de entendederas— si allí se pelean por ponerse delante?

Pero no era fácil burlarse de Conn, pues las burlas le hacían poco efecto debido a que desde niño estaba acostumbrado a considerarse inmensamente valioso.

—Tenéis más motivos que nadie para participar en esta batalla. Si pensáis que es divertido, entonces no necesito la apostilla de un bufón para comprender lo que sois.

Y tras decir él mismo su apostilla, volvió el caballo y se fue. La verdad es que esto hizo poco efecto en Henri el Impreciso, ninguno en absoluto en Kleist, pero sí le molestó a Cale. Su victoria sobre Solomon Solomon le había demostrado que su destreza dependía de un terror que podía aparecer o desaparecer en cualquier momento. ¿De qué servía poseer dones como el suyo si el pánico podía neutralizarlos? Sabía que lo que le mantenía en la cima del monte era el hecho de que aquella no era, estrictamente hablando, su lucha, que el deber tanto como el amor le destinaban a proteger a Arbell Materazzi; pero también lo hacía el recuerdo de sus temblores, su debilidad y sus tripas revueltas: el horrible miedo al miedo.

Entonces se presentó otro visitante en la cima del monte Silbury, alguien cuya aparición causó revuelo y fascinación en las más importantes personas reunidas allí. Aunque había llegado en coche al pie de la colina, había pasado a una silla de manos completamente cubierta, del tipo que usaban las damas Materazzi para viajar por las estrechas calles del corazón de la ciudad vieja, donde no cabían los carruajes. Ocho hombres, claramente agotados por el ascenso, llevaban la silla y otros diez iban vigilando.

—¿Quién es? —preguntó Cale a IdrisPukke.

—Bueno, no puedo decir que se me sorprenda con facilidad, pero esto me maravilla.

—¿Es el Arca de la Alianza?

—No se trata de lo más alto, sino de lo más bajo. Si el demonio mismo pudiera quedar poseído, esta es la criatura que podría lograr semejante cosa: es Kitty la Liebre.

Cale se quedó lógicamente impresionado y no dijo nada por un instante, mientras observaba a los once guardias.

—Parecen peligrosos.

—Deben de serlo. Son mercenarios lacónicos. Deben de costar un dineral.

—¿Qué hace aquí? Creí que se hablaba de él, pero nunca se le veía.

—Seguid burlándoos. Molestad a Kitty, y lo lamentaréis. Seguramente ha venido para echar un vistazo a sus inversiones. Además, hoy tenemos la oportunidad de contemplar un trozo de historia, mientras permanecemos a salvo.

Entonces se abrió la puerta de la silla de mano y salió de ella un hombre. Cale lanzó un gruñido de decepción.

—Ese no es Kitty —explicó IdrisPukke.

—Gracias a Dios. Me preocupaba que Belcebú no tuviera el aspecto adecuado para el cargo.

—A veces se me olvida que todavía sois un niño. Si alguna vez tenéis la oportunidad de conocerlo —añadió IdrisPukke, señalando al hombre—, recordad, jovencito, que será mejor que encontréis un compromiso urgente en otra parte.

—Ahora sí que me dais miedo.

—Sois un gallito de mierda, ¿verdad? Este que veis aquí es Daniel Cadbury. Mirad en el
Diccionario General
del doctor Johnson, en la entrada «esbirro», y veréis su nombre. Podéis encontrarlo también en «asesino», «magnicida» y en «ladrón de ovejas».

Pero es un tipo encantador, dispuesto a prestarte su culo y quedarse él cagando por las costillas.

Mientras Cale intentaba desentrañar esta interesante afirmación, el sonriente Cadbury se dirigía hacia ellos.

—¡Cuánto tiempo, IdrisPukke! ¿Muy ocupado?

—Hola, Cadbury. ¿Qué os trae por aquí, venís a estrangular a algún huérfano?

Cadbury sonrió como si realmente apreciara la pulla de IdrisPukke y, alto como era, dirigió desde arriba una mirada a Cale llena de satisfacción.

—Es muy chistoso vuestro amigo, ¿verdad? Vos debéis de ser Cale —añadió en un tono que implicaba que eso era algo importante—. Estuve en la Opera Rosso cuando os cargasteis a Solomon Solomon. No podía ser mejor chico. Casi nada, jovencito, casi nada. Deberíamos comer juntos un día, cuando acabe todo este asunto tan desagradable. —Y con una inclinación que mostraba respeto a Cale, pero como procedente de un igual del que era importante recibir ese respeto, se volvió a la silla de mano.

—Parece muy majo —comentó Cale, queriendo decir todo lo contrario.

—Sí, y lo es, hasta que llega el momento en que se ve obligado, con gran dolor del corazón, a rebanarte la garganta.

Henri el Impreciso les gritó para llamar su atención. Había revuelo en las filas de los redentores. En diez filas, los seis mil arqueros y los mil novecientos soldados de infantería avanzaban lentamente. Cincuenta metros más allá, al borde de la parte arada del campo que llegaba hasta los Materazzi, se detuvieron y las filas frontales se hincaron de rodillas.

—¿Qué demonios hacen? —preguntó IdrisPukke.

—Cogen un puñado de tierra —dijo Cale— para recordarse que son polvo y volverán al polvo.

A continuación, la primera fila se levantó y avanzó por el campo arado. La fila de detrás avanzó, se arrodilló, cogió un puñado de tierra y siguió a los de delante, y así hicieron sucesivamente todas las filas. En menos de cinco minutos, todo el ejército de los redentores había vuelto a retomar su formación poco precisa y caminaba lentamente sobre la irregular superficie, sin llevar el paso. Todo cuanto les quedaba por hacer a los Materazzi y los que observaban desde el monte Silbury era esperar y ver.

—¿Cuándo iniciarán el asalto? —preguntó IdrisPukke.

—No lo harán —respondió Henri el Impreciso—. Los Materazzi no tienen arqueros, así que la distancia a la que pueden matar es... ¿qué, dos metros? No tienen necesidad de apresurarse.

Llevaban ya diez minutos avanzando y, habiendo cubierto casi setecientos metros de los novecientos que les separaban antes del frente del ejército Materazzi, los centenarios (cada uno de los cuales controlaba a cien hombres) gritaron una orden. El avance se detuvo.

Se oyeron más gritos apagados procedentes de los centenarios, y los arqueros y soldados de infantería se hicieron a derecha e izquierda para dejar sitio, de manera que la línea frontal ocupó entonces toda la anchura del campo de batalla. En menos de tres minutos, habían terminado la reorganización del orden de batalla y se encontraban separados por menos de medio metro. Las siete filas detrás de la primera se habían colocado en diagonal, para que los arqueros pudieran ver y disparar más fácilmente por encima de las cabezas de los arqueros que tenían delante.

Durante unos minutos había dado la impresión de que cada redentor llevaba lo que parecía una lanza de casi dos metros de longitud. Pero ahora que se habían parado y estaban mucho más cerca, resultaba patente que, fuera lo que fuera aquello, era demasiado grueso y pesado para tratarse de una lanza. Los centenarios gritaron una nueva orden, y entonces pasó a resultar evidente cuál era su utilidad. Durante un buen rato se oyó infinidad de golpes, pues los arqueros estaban clavando en ángulo en el suelo, con pesadas mazas que también llevaban consigo, lo que ahora se veía claramente que eran estacas defensivas.

—¿Para qué preparan esa línea de defensa? —preguntó IdrisPukke.

—No lo sé —respondió Cale—. ¿Y vosotros?

Kleist y Henri el Impreciso se encogieron de hombros.

—No tiene sentido. Los Materazzi los harán picadillo. —Cale miró nervioso a IdrisPukke—. ¿Estáis seguro de que los Materazzi no atacarán?

—¿Por qué iban a desperdiciar semejante ventaja?

En aquel momento los redentores se afanaban en afilar la punta de las estacas.

—Quieren provocarlos para que ataquen ellos —explicó Cale al cabo de un momento. Se volvió hacia IdrisPukke—. Están al alcance de las flechas. Cuatro mil arqueros, seis flechas por minuto: ¿Pensáis que los Materazzi aguantarán veinticuatro mil flechas cada sesenta segundos?

IdrisPukke tomó aire, pensativo.

—Algo más de doscientos metros es una distancia enorme. Me da igual cuántos sean. Los Materazzi van cubiertos de acero de los pies a la cabeza. Una flecha no puede atravesar el acero a tal distancia. No digo que me apetezca encontrarme yo mismo bajo semejante lluvia, pero los redentores tendrán suerte si una de cada cien flechas encuentra algo de carne donde clavarse. Y tan solo tendrán un par de docenas de flechas cada uno, que no serán suficientes para mantener esa lluvia durante mucho tiempo. Si ese es su plan... —IdrisPukke se encogió de hombros para mostrar que no le parecía muy bueno.

Cale miró hacia un grupo de cinco Materazzi señalizadores, que observaban a los redentores desde el mirador de monte Silbury. Uno de ellos partía con la noticia de que estaban clavando en el suelo estacas defensivas, algo que sería difícil de ver desde el frente del ejército Materazzi. Les había llevado bastante tiempo averiguar qué era lo que hacían los redentores, y decidir si era lo bastante importante como para enviar un mensajero.

Tras ver al mensajero desaparecer por el borde de la cima de la colina, Cale se volvió de cara a los redentores. Una docena de portaestandartes levantaban en alto banderas blancas con la efigie del Ahorcado Redentor pintada en rojo. Los centenarios dieron la orden de apuntar, en voz demasiado leve para ser oída con precisión desde allí, pero clara para los miles de arqueros, que tensaron los arcos y apuntaron a lo alto. Hubo una breve pausa, después un breve grito de los centenarios, y cayeron las banderas. Cuatro nubes de flechas describieron en el aire un arco de treinta metros de alto y se dirigieron como rayos contra la fila frontal de los Materazzi.

Tres segundos después las flechas impactaron en los Materazzi, que agachaban la cabeza para evitarlas. Las cinco mil flechas repicaron en el acero y rebotaron en la línea de armaduras. Los Materazzi se encogían ante aquella lluvia de flechas, como hubieran hecho ante una tormenta de viento y granizo. De los flancos llegaban los relinchos de los caballos heridos. Otras cinco mil flechas estaban ya en camino. Y diez segundos después, otras cinco mil más. La lluvia siguió cayendo sobre los Materazzi durante dos minutos. Pocos murieron, y tan solo algunos resultaron heridos. IdrisPukke había tenido razón al pronosticar que la armadura que cubría a los Materazzi resistiría. Pero imaginad el ruido, el tintineo interminable del metal, la breve espera tras la cual vuelven a caer las flechas, los relinchos de los caballos, los gritos de los infortunados a los que una flecha les ha alcanzado en el ojo o en el cuello, y tened en cuenta que ninguno de ellos había soportado jamás una embestida tan terrible. ¿Qué sentido tenía quedarse allí, esperando una flecha de algún cobarde meapilas que no tenía ni la preparación ni la habilidad ni el valor para luchar cuerpo a cuerpo?

Fue la caballería, a los flancos, la que rompió las filas, en primer lugar la del flanco izquierdo, con cierta inseguridad al ver caer a dos de sus estandartes. ¿Se trataba de una señal? No era fácil saberlo entre los relinchos de los caballos heridos, el propio corcel aterrorizado y a punto de desbocarse, y observando el cuadro que lo envuelve a uno por tan solo una rendija del yelmo. Tres de los caballos se lanzaron hacia delante, asustados. ¿Era una carga? Nadie quería parecer cobarde echándose atrás. Como los atletas en una carrera, que observan tensos y cuando uno sale en falso, quiebran todos tras él la línea de salida, así se rompió la formación entera. Los gritos que llegaban desde atrás reclamando que siguieran en su puesto se perdieron en el ruido, y entonces cayó otra tanda de flechas.

Repentinamente, los caballos del flanco izquierdo avanzaron. La impaciencia, la furia, el terror y la confusión los hizo arrancar.

Narcisse, observando desde la Tienda Blanca, lanza maldiciones, pero pronto comprende que no puede hacerlos volver. Entonces decide agitar las enseñas para indicar al flanco derecho que ataque también. Solo entonces llega el mensajero procedente del monte Silbury para advertirle de las estacas clavadas en tierra entre los arqueros de los flancos.

Desde lo alto del monte Silbury, Cale observa, incrédulo y horrorizado, el avance de la caballería, los jinetes que espolean a sus caballos para formar se funden rápidamente en tres filas y, con las rodillas de unos pegadas a las de otros, recorren los más de doscientos metros para arremeter contra la fila de arqueros que tienen delante. Al principio mantienen una velocidad no mucho mayor que la de un hombre que corre, echando el peso sobre los estribos, la lanza bajo el brazo derecho, sujetando las riendas con la izquierda. Durante casi los doscientos metros, recorridos en cuarenta segundos, los caballos mantienen el ritmo, soportando una lluvia de veinte mil flechas mientras se lanzan a la carga. En los últimos cincuenta metros, dos mil puntitos de hombre, bestia y acero se disponen a arrollar a los arqueros.

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