La mano izquierda de Dios (38 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—¿Qué problema tienes?

—Tú.

—¿Por qué?

—Porque hiciste como que no sabías exactamente lo que iba a suceder cuando te preguntó si le discutías su prioridad a elegir la carne.

—Yo estaba primero. Eso lo sabes.

—Vas a matar o morir por... ¿unas piezas de carne?

—No: voy a matar o morir por la docena de palizas que me dio sin motivo. Nadie me volverá a hacer una cosa así.

—Solomon Solomon no es Conn Materazzi, y tampoco es un puñado de redentores medio dormidos que no te vieron llegar. Estás haciendo el imbécil. Puede matarte.

—¿Puede matarme?

—Sí.

—Espero que esté de acuerdo contigo en que soy un imbécil, porque entonces se llevará una sorpresa aún mayor cuando lo haga puré.

30

La Ópera Rosso es un magnífico anfiteatro semicircular con vistas a la Bahía de Menfis capaz de dejar atónito incluso al viajero más experimentado. Las gradas se alzan sobre la arena de manera tan empinada que se sabe que algunos espectadores demasiado apasionados han encontrado la muerte al caer desde las gradas superiores. Pero el propósito de «il Rapido», como se llama a su vertiginosa ascensión, es permitir a una multitud de treinta mil personas reunirse en torno al campo que circunda teniendo la sensación, incluso desde los puestos más elevados, de que la acción transcurre al alcance de la mano.

Los duelos eran de dos tipos: simplex y complex. En los primeros, el mero derramamiento de sangre podía dar por finalizada la lucha; en los segundos, uno de los combatientes tenía que morir. La oposición del Mariscal a los duelos complex se debía no tanto a la compasión, aunque con la madurez había dejado de encontrar placer en semejantes espectáculos sangrientos, como en los enormes problemas que ocasionaban. Las riñas, enemistades y venganzas a que daba origen una lucha a muerte causaban tanto dolor que el Mariscal había decidido emplear todos los medios a su alcance, formales e informales, para asegurarse de que no tenían lugar. Las luchas a muerte eran algo que solo podía causar problemas en general y, en particular, rebajar entre las clases populares el respeto hacia las clases dirigentes. Por aquellos días, a la Opera Rosso se acudía solo a contemplar corridas de toros y hostigamientos de osos, aunque estos últimos habían pasado de moda. También tenían lugar allí los combates de boxeadores profesionales y las ejecuciones. No podían perderse, por tanto, la ocasión de contemplar a sus superiores (y nadie sabía la diferencia que había con respecto a Cale) matándose en público unos a otros. ¿Quién sabía cuándo se volvería a presentar otra ocasión semejante?

Desde primeras horas de la mañana la enorme plaza que había delante de la Opera Rosso estaba ya abarrotada. Las colas ante las diez puertas constaban ya de miles de personas, y los que enseguida comprendían que no iban a entrar pululaban por los mercados y puestos que aparecían en aquellas grandes ocasiones formando una pequeña ciudad. Había policías y antidisturbios por todas partes, atentos a los ladrones y a cualquier otro problema, sabiendo que la frustración por no poder entrar podía dar lugar a duras peleas. Todos los pillos y tribus de la ciudad se encontraban allí: los «cabezas de gamuza», con sus chalecos de rojo y oro y las botas de plata; los «vándalos», con sus tirantes blancos y sombrero negro de copa; los «roqueros», con sus bombines, monóculos y finos bigotes. Las chicas también estaban bien representadas: las «lolardas» con sus largos gabanes, botas hasta el muslo y cabeza afeitada, las «tiquitas» con sus labios rojos en forma de arco de Cupido, sus corpiños rojos ajustados y sus largas medias, negras como la noche. Había llamadas, gritos, risas y abucheos, música repentina y fanfarrias cuando aparecían, rodeados de admiradores, los jóvenes Materazzi.

Y por cada centavo ganado, la mitad iba a parar a Kitty la Liebre.

En las ejecuciones, el vulgo solía arrojar gatos muertos a los condenados. Aunque eso se consideraba totalmente adecuado para criminales y traidores, tal comportamiento estaba estrictamente prohibido en ocasiones como aquella, pues bajo ningún pretexto podía consentirse la falta de respeto a los Materazzi. Sin embargo, tales prohibiciones no impedían que los vecinos lo intentaran y, conforme avanzaba la mañana, iban creciendo ante las diez puertas grandes montones de gatos muertos, junto con comadrejas, perros, armiños y hasta algún cerdo hormiguero.

A las doce sonaron fanfarrias por la llegada de Solomon Solomon. Diez minutos después, Cale, acompañado por Henri el Impreciso y por Kleist, hacía su aparición sin ser reconocido por la multitud, llamando la atención tan solo cuando los policías que vigilaban las colas las hicieron detenerse y observaron con curiosidad morbosa la entrada de los muchachos en la Ópera Rosso.

31

En las umbrías cámaras que había por debajo de la Ópera reservadas a los Materazzi que estaban a punto de salir a matarse entre sí, estaba Cale sentado en silencio, junto con Kleist y Henri el Impreciso, dándole vueltas a lo que iba a suceder. Hasta dos días antes, sus pensamientos habían sido solo de rabia y deseos de venganza, sentimientos potentes pero completamente familiares. Sin embargo, todo había cambiado tras dormir desnudo, bajo lujosas sábanas de algodón, con Arbell Cuello de Cisne, y comprender por primera vez en su vida el sorprendente poder de la felicidad. Imaginad lo que fue para Cale (Cale, el que pasaba hambre, el que sufría tratos inhumanos: Cale el asesino) ser envuelto por los brazos y piernas de aquella hermosa mujer, desnuda y enormemente apasionada, que le acariciaba el pelo y le cubría de besos. Y ahora aguardaba en una oscura cámara que olía ligeramente a humedad, mientras por encima de él, la Ópera estaba abarrotada con treinta mil espectadores que habían ido a verlo morir. Hasta dos días antes, lo que le movía era la voluntad de supervivencia, una voluntad intensa, animal, llena de rabia; pero siempre había una parte de él a la que le resultaba indiferente vivir o morir. Ahora, sin embargo, morir le preocupaba, y mucho, y por eso, por primera vez en su vida, tenía miedo. Amar la vida es, desde luego, algo maravilloso, pero no lo era precisamente aquel día.

Así que los tres estaban sentados, Kleist y Henri el Impreciso captando de manera semejante aquella sensación de terror completamente extraña, proviniendo de alguien a quien habían llegado a ver, les gustara o no, como intocable. Ahora, con cada aclamación o grito apagado, con cada golpe sordo de puertas y montacargas, de máquinas nunca vistas que sonaban y retumbaban, la expectación y la seguridad se veían reemplazadas por la duda y el miedo.

Cuando faltaba media hora, se oyó un suave golpe en la puerta. Abrió Kleist para dejar pasar al Señor Vipond e IdrisPukke. Le hicieron preguntas con voz suave, intimidados por el extraño clima que se respiraba en la oscura cámara.

¿Estaba bien?

—Sí.

¿Necesitaba algo?

—No. Gracias.

Y entonces se hizo un silencio mortuorio. IdrisPukke, testigo de la terrible matanza de redentores que había contradicho todas las posibilidades en el paso de la Cortina, estaba desconcertado. El Canciller Vipond, tan sabio y astuto, que sabía que nunca había conocido una criatura semejante a Cale, veía ante él a un joven que acudía a una horrible muerte ante el griterío de la multitud. Aquellos duelos le habían parecido siempre insensatos e injustificados, pero ahora le parecían grotescos e inaceptables.

—Dejadme que vaya a hablar con Solomon Solomon —le pidió a Cale—. Esto es una estupidez criminal. Presentaré disculpas. Dejadlo de mi cuenta.

Se levantó para irse, y Cale sintió algo sorprendente, algo que pensaba que no iba a volver a sentir nunca.

«Sí, déjale. Yo no quiero esto, no lo quiero».

Pero cuando Vipond estaba llegando a la puerta, otra cosa que no era orgullo, sino la honda comprensión de la realidad, le hizo llamarlo.

—Por favor, Canciller Vipond. Eso no serviría de nada. El tiene más ganas de quitarme la vida que de conservar la suya propia. Nada de lo que podáis decirle le hará cambiar de opinión. Le daréis sobre mí una ventaja a cambio de nada.

Vipond no discutió con él, porque comprendió que tenía razón. Se oyó un golpe fuerte en la puerta.

—¡Quince minutos!

Entonces se abrió.

—¡Ah, el vicario ha venido a veros!

Un hombre sorprendentemente pequeño y de amable sonrisa entró en la cámara vestido con traje negro y con una banda blanca alrededor del cuello que parecía un alzacuellos.

—He venido —dijo el vicario— para daros la bendición. —Se detuvo—. Si queréis que lo haga.

Cale miró a IdrisPukke, que evidentemente esperaba que echara al vicario con cajas destempladas. Viendo aquello, Cale sonrió y dijo:

—Daño no me hará.

Le tendió la mano a IdrisPukke, y este la estrechó.

—Buena suerte, muchacho —dijo él, y salió rápidamente. Cale inclinó la cabeza ante Vipond, y el Canciller respondió con el mismo gesto, dejando solos a los tres muchachos y el vicario.

—¿Empezamos? —preguntó el vicario con simpatía, como si estuviera oficiando una boda o un bautismo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plata. Abrió la tapa y le mostró a Cale el polvoriento contenido.

—Son cenizas de la corteza de un roble —explicó—. Se piensa que representan la inmortalidad —añadió, como si ese fuera un punto de vista al que él, naturalmente, daba poco crédito—. ¿Puedo? —Metió el índice en la ceniza y lo extendió en una breve línea que trazó en la frente de Cale—. Recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo volverás —entonó con alegría—. Pero recuerda también que aunque tus pecados sean como escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean tan rojos como el carmesí, serán de lana. —Cerró la tapa de la cajita de plata y se la volvió a guardar en el bolsillo, con el aire del que ha concluido un trabajo bien hecho—. Eh... hum... buena suerte.

Cuando se dirigía a la puerta, Kleist le preguntó:

—¿Le habéis dicho lo mismo a Solomon Solomon?

El vicario se volvió y miró a Kleist como haciendo un esfuerzo por recordar.

—¿Sabéis? —dijo, sonriendo de manera extraña—. Me parece que no.

Y diciendo eso, se fue.

Recibieron otra visita. Oyeron un golpe flojo en la puerta, abrió Henri, y entró Riba en la cámara. Henri se puso colorado cuando ella le apretó brevemente la mano antes de entrar. Cale miraba al suelo, como perdido. Ella aguardó un instante hasta que él levantó la vista, y se sorprendió.

—He venido a desearte buena suerte —dijo ella, hablando de manera nerviosa y apresurada—, y a pedirte perdón y a darte esto. —Le ofreció una nota. Cale la cogió y rompió el elegante sello:

«Te quiero. Por favor, regresa conmigo».

Durante un minuto, nadie dijo nada.

—¿Por qué me pedías perdón? —preguntó Cale.

—Es culpa mía que estés aquí.

Kleist lanzó un resoplido desdeñoso, pero no dijo nada. Cale la miró mientras le pasaba la nota a Henri para que se la guardara.

—Lo que pretende decir mi amigo es que la culpa solo es mía —terció Cale—. No trato de ser amable: es la verdad.

Como podría pasarle a cualquiera de nosotros en aquella situación, ella quería estar segura de su perdón, y por eso llevó su angustia demasiado lejos:

—Sigo pensando que es culpa mía.

—Está bien, como tú quieras.

Ella dio la impresión de quedarse tan entristecida al oír esto, que Henri el Impreciso se compadeció de ella al instante, volvió a ponerle la mano entre las suyas, y la acompañó al oscuro corredor que había tras la puerta.

—Soy una idiota —dijo ella, con lágrimas y enfadada consigo misma.

—No te preocupes. El no cree que sea culpa tuya, lo que pasa es que en este momento no quiere pensar en eso.

—¿Qué va a ocurrir?

—Cale vencerá. Siempre vence. Tengo que volver. —Ella le apretó nuevamente la mano y le dio un beso en la mejilla. Henri el Impreciso la miró fijamente, sintiendo cosas extrañas, y regresó a la cámara.

Cuando le quedaban diez minutos, Cale comenzó a hacer, en silencio y de forma automática, los ejercicios para prepararse a la lucha. Kleist y Henri el Impreciso se le unieron, moviendo los brazos, estirando las piernas, resoplando suavemente con el ejercicio, en la penumbra. Entonces se oyó un golpe fuerte en la puerta.

—¡Es el momento, caballero, por favor!

Los muchachos se miraron unos a otros. Hubo un breve silencio, y entonces sonó un golpe cuando se descorrió el pestillo de una segunda puerta en el otro extremo de la cámara. Se abrió lentamente con un chirrido, y apareció un rayo de luz en la penumbra, como si el mismo sol lo aguardara al otro lado de la puerta. El resplandor trazó un arco en la cámara antes oscura con toda la fuerza de una ráfaga de viento que quisiera hacerlo retroceder de nuevo a la seguridad de la penumbra.

Al empezar a avanzar, Cale pudo oír las últimas palabras de ella: «Huye. Vete. Por favor, ¿qué más te da? Escapa».

Unos pasos después, estaba en el umbral, y a continuación fuera, bajo el sol de las dos en punto.

Junto con la segunda explosión de luz, asaltó sus sentidos el bramido alocado de la multitud, como proveniente del fin del mundo. Al avanzar tres, luego cuatro, luego seis metros, y mientras los ojos se acostumbraban, distinguió no el muro de rostros de los treinta mil espectadores que se agitaban y abucheaban, cantando y gritando, sino al principio tan solo al hombre que lo esperaba en el centro de la arena, sujetando dos espadas enfundadas en sus vainas. Intentó no mirar a Solomon Solomon, pero no pudo evitarlo. Solomon Solomon, veinticinco metros a su izquierda, caminaba derecho, con los ojos fijos en el hombre que lo aguardaba en el centro de la arena. Era enorme, mucho más alto y ancho de lo que recordaba Cale, como si hubiera doblado el tamaño desde la última vez que lo había visto. Cale se asombró de cómo el terror lo dejaba sin las fuerzas que lo habían hecho invencible durante la mitad de su vida. La lengua, seca como arena, se le pegaba al paladar; le dolían los músculos de los muslos, que apenas parecían capaces de soportarlo; sus brazos, fuertes como robles, parecían incapaces de la proeza de levantarse a sí mismos, y en los oídos notó un extraño ardor, más fuerte incluso que el clamor de la multitud, los vítores y los abucheos y los retazos de canciones. A lo largo del perímetro del anfiteatro, varios cientos de soldados estaban firmes, cada menos de cuatro metros de distancia, mirando alternativamente a la multitud y a la arena.

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