La maldición del demonio (21 page)

Read La maldición del demonio Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
11.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando el noble se acercó a la plataforma, Vanhir se puso silenciosamente de pie con expresión calculadora. Dalvar acabó de tragar un largo sorbo del pellejo de vino y se levantó para saludarlo.

—Mi señor
An Raksha
vuelve a caminar por el mundo de los vivos —comentó con una sonrisa pícara.

Los autarii rieron respetuosamente entre dientes. El urhan no hizo ningún comentario.

—Te doy las gracias, gran urhan, por tu hospitalidad —dijo Malus—, y por tu generosidad para con mis hombres. Espero que no hayan sido apartados de sus deberes por las seducciones de tu buen vino y tu cálido hogar.

El urhan se encogió de hombros.

—De ser así, no es asunto mío.

—Parece que ya casi ha llegado mi turno de vigilar a los nauglirs —comentó Vanhir con tranquilidad, y luego le dedicó a Malus una breve reverencia—. Con tu permiso, mi señor, me retiro.

Malus asintió con severidad, pero el caballero no reaccionó en modo alguno; se limitó a hacerle una reverencia al urhan y salir en silencio del salón.

—¿Y tú, Dalvar? —preguntó Malus.

El hombre de Nagaira se encogió de hombros de forma reveladora.

—El turno de la mañana es el mío, temido señor, pero aún queda mucha noche para dormir. Entretanto, estoy aprendiendo lo que puedo a los pies de estos viejos espectros.

«¿Y qué estarán aprendiendo ellos de ti?, me pregunto», pensó Malus. Desde la última reflexión acerca de Nagaira, su mente había comenzado a hervir de suspicacia. Cuanto antes llegaran a los Desiertos del Caos, mejor. Cuando uno tiene que luchar para conservar la vida, le queda poco tiempo para la traición.

—¿Qué te trae caminando por la nieve a tan altas horas de la noche, urbanita? —preguntó Beg, al mismo tiempo que le dedicaba una mirada dura y calculadora.

El noble le hizo una reverencia al urhan Beg.

—Mi teniente me informó de que deseabas hablar conmigo en cuanto despertara, gran urhan. No quería hacerte esperar.

—Tu «teniente» —se burló Beg—. ¿Una mujer que lleva espadas y armadura en tiempos de paz? Es indecoroso.

Malus se encogió de hombros.

—Las novias de Khaine llevan armas durante todo el año, y nadie las censura. Lhunara Ithil fue a la guerra y descubrió que le gustaba el sabor. Más aún, es muy, muy buena en lo que hace. Sería un estúpido si pasara por alto una destreza semejante por el solo hecho de que ahora Naggaroth no está en guerra. Además, como tú has señalado muy claramente, mis guardias no son asunto tuyo. Y bien, ¿de qué deseabas hablar conmigo?

Beg se inclinó hacia delante en la silla y su mano se desplazó hasta el medallón que le rodeaba el cuello.

—El Ancri Dam es una reliquia poderosa —dijo el jefe mientras frotaba pensativamente el pulimentado ithilmar—. Con él, sé cuándo un hombre me miente. Hace casi cuatro días que no veo a mi hijo Nuall, desde que tú te marchaste a visitar a la Bruja Sauce. ¿Lo viste esa noche?

Malus estudió cuidadosamente a Beg. «Podría estar echándose un farol —pensó Malus—. ¿Corro el riesgo?»

—Sí, lo vi —respondió el noble tras pensarlo un momento—. Esperó hasta que salí del árbol e intentó robarme el medallón.

Varios de los autarii negaron con la cabeza al oír la noticia. No parecían muy sorprendidos. El urhan le dedicó a Malus una mirada funesta.

—¿Lo mataste?

—No, no lo maté.

—¿Lo heriste?

Malus sonrió al mismo tiempo que alzaba el brazo cosido.

—Di tanto como recibí, gran urhan. Pero ellos eran siete.

—Entonces, ¿qué sucedió con Nuall y sus hombres?

—No puedo decíroslo con seguridad —replicó Malus—. Yo tenía el medallón, ellos intentaron quitármelo, y yo escapé. No sé nada más.

Durante un largo rato, el urhan no dijo ni una palabra y permaneció con la vista clavada en los oscuros ojos del noble como si pudiera leer en ellos como en un libro abierto. Finalmente, gruñó con aversión y se recostó en el respaldo de la silla.

—Estúpido muchacho —masculló a medias para sí—. ¿Qué sentido tiene poseer el medallón si no hay nadie a quien pasárselo?

«Eso deberías haberlo pensado antes de lanzarlo contra mí», respondió mentalmente Malus a la vez que reprimía una sonrisa.

Uno de los espectros habló en el momento en que tendía una mano hacia el pellejo de vino.

—¿Qué hay de la historia que ha contado Janghir sobre esos oscuros jinetes de caballos que estaban cerca de la Montaña de los Siete Arboles?

—Jinetes! —le espetó Beg—. ¿Quién trae caballos a estas montañas?

Malus vio que Dalvar se ponía tenso. El bribón le lanzó una mirada subrepticia a Malus, pero éste mantuvo la expresión impasible. «Jinetes oscuros, Beg, llenos de la cólera de Khaine —pensó el noble—. Caballos y hombres que no sufren a causa de las heridas, la fatiga o el miedo. Inmortales, pacientes e implacables...»

—Comprendo la preocupación que sientes por tu hijo, gran urhan —dijo Malus—, y no quiero distraerte de la búsqueda de Nuall y sus hombres, así que nos pondremos en camino y no supondremos más distracción para ti y tu clan. —El noble se irguió en toda su estatura y cruzó los brazos con gesto imperioso—. Necesito un guía que nos lleve hasta la frontera, alguien que pueda conducirme más allá de las torres druchii sin que nos vean, y hasta el límite de los Desiertos del Caos.

—¿Por qué no tomáis el Camino de la Lanza?

—No recuerdo que las preguntas personales formasen parte de nuestro trato, urhan Beg. Basta con que sepas que necesito llegar a la frontera con rapidez y discreción.

—¿A qué parte de los Desiertos del Caos intentas llegar?

Malus apretó las mandíbulas.

—En los Desiertos del Caos hay una montaña que da la impresión de haber sido partida por el hacha de un dios. En algún punto cerca de las estribaciones está Kul Hadar.

Los espectros reunidos se removieron con inquietud e intercambiaron miradas de espanto. Beg le dedicó a Malus una mirada de desconcierto y sus cejas se fruncieron con preocupación.

—¿Vas en busca de Kul Hadar? ¿Por qué?

—¡Preguntas, urhan Beg! ¿Puedes llevarme hasta esa parte de la frontera o no?

El urhan lo meditó durante unos momentos mientras los autarii se pasaban el pellejo de vino unos a otros y susurraban entre sí.

—Sí, puede hacerse —respondió con cautela—. De hecho, puede hacerse con mucha rapidez si vuestro valor está a la altura de la tarea.

—Ahora te pido que hables con claridad, urhan Beg. ¿Qué quieres decir?

Beg se dio unos golpecitos con la caña de la pipa en los manchados dientes inferiores.

—Hay una senda que atraviesa las montañas —dijo—. Una..., una senda que no es enteramente de este mundo. En ciertos momentos es posible recorrerla de una punta a la otra y cubrir un centenar de leguas en una sola noche. Yo mismo lo hice una vez, hace muchos años. Pero no es para los débiles de espíritu.

Malus sonrió.

—Créeme, nuestra experiencia con sitios así no es escasa. Estoy seguro de que estamos a la altura del viaje.

El urhan miró a Malus a los ojos y sonrió por primera vez.

—Sobre tu cabeza caiga la responsabilidad, entonces. Resulta que las lunas y la estación se encuentran en una alineación muy favorable, así que la senda debería ser fácil de seguir. Reúne a tus hombres, Darkblade; partiremos una hora antes del anochecer.

—¿Y mientras tanto?

Beg se reclinó en la silla y sus ojos destellaron a la luz del fuego.

—Mientras tanto, disfruta cuanto puedas del mundo iluminado por el sol.

A última hora de la tarde, Malus ya había despertado a los miembros de la partida de guerra y los había puesto a trabajar en los preparativos del viaje. A pesar de las ominosas advertencias del urhan Beg, estaba ansioso por ponerse en camino una vez más.

Malus le quitó el corcho al frasco de cerámica vidriada y vertió otro chorro del viscoso fluido sobre el paño de seda que tenía en la mano. Por un instante, la piel acusó el tremendo frío de la sustancia venenosa, pero al cabo de unos instantes la zona afectada se había entumecido por efecto de las toxinas. A lo largo del tiempo, la mayoría de los jinetes de gélidos perdían toda sensibilidad en la piel debido a los años de exposición al veneno de nauglir. Pero ésas eran preocupaciones para el futuro. Ese día, Malus necesitaba contar con
Rencor
, y por tanto, pagaba el precio necesario.

Lhunara aguardaba pacientemente en los oscuros confines de la tienda y sujetaba el espaldar de la armadura del noble mientras éste se ponía los ropones y el kheitan.

—¿Alguna señal de Beg? —preguntó Malus.

—Ninguna, mi señor. La vieja que hay en su tienda dice que no lo ha visto desde anoche. No creo que esté en ninguna parte del campamento.

Malus ató las cintas del kheitan, y luego cogió el peto y se lo puso. Con la soltura que da la práctica, Lhunara le puso el ajustado espaldar en torno a los hombros y la cintura, y luego comenzó a unir ambas mitades mediante las correas con hebillas que tenían. Malus gruñó pensativamente mientras Lhunara ajustaba bien las correas.

—Es posible que haya salido a buscar a su hijo, o a planear algún otro tipo de jugarreta. Des a los hombres que mantengan las ballestas preparadas cuando nos pongamos en marcha.

—Sí, mi señor.

El noble hizo una pausa.

—¿Cuánto falta para que expire el juramento de Vanhir?

—Tres semanas más —replicó la teniente—. ¿Sospechas algo?

—Yo siempre sospecho algo, Lhunara. Ha estado hablando mucho con Dalvar, y Dalvar ha comenzado a hablar con el urhan. El juramento no le permite actuar directamente contra mí, pero no le impide compartir lo que sabe de mí con cualquiera que quiera escucharlo.

Lhunara recogió el avambrazo izquierdo del noble y se lo puso para luego deslizarlo hasta el hombro como una articulada manga de acero.

—Nunca debiste aceptar su juramento —dijo ella con tono tétrico—. Habría sido mucho mejor quitarle la vida y acabar con el asunto.

Malus se encogió de hombros, aunque el gesto quedó casi completamente perdido bajo el peso de la armadura.

—Procede de una casa poderosa. Pensé que podría ser útil tener algo con lo que controlar a esa familia. Y en su momento, el hecho de someterlo pareció el castigo más humillante que podía imaginar. Fue una apuesta justa, y su luchador de pozo perdió.

—Fue su nauglir el que perdió —lo corrigió Lhunara—. Estabais apostando por una lucha de gélidos después de los juegos de gladiadores.

Malus frunció el entrecejo.

—¿Ah, sí? No importa; él apostó contra mí y perdió. Y desde entonces, ha observado con escrupulosidad despiadada y
Rencor
osa los detalles del juramento que prestó. A decir verdad, lo admiro enormemente por eso.

—¿Aún tienes intención de matarlo?

—Sí, claro. Tal vez incluso lo mate hoy. No apartes los ojos de él ni de Dalvar. Si Beg intenta traicionarme y cualquiera de ellos trata de ayudar al urhan, asegúrate de matarlos a ambos.

El cielo de la tarde se había vuelto plomizo y en el frío aire se arremolinaban jirones de nubes. Los gélidos estaban ensillados y en formación, bajo los atentos ojos de sus jinetes; cinco días de corral los habían vuelto respondones y malhumorados, a pesar de las comidas regulares de venado y jabalí. Ya estaba oscureciendo bajo las ramas del bosque cubiertas de nieve, y Malus se impacientaba cada vez más. Al percibir el humor de su amo,
Rencor
arañaba con inquietud la tierra helada y gruñía desde las profundidades de la garganta.

Malus se paseaba a lo largo de la columna y fingía inspeccionar a la partida de guerra para ocultar la inquietud. Lhunara permanecía sobre la silla de montar, al final de la fila; la ballesta descansaba sobre su regazo mientras ella sondeaba las sombras que se extendían a ambos lados de la columna.

Dalvar y su montura estaban en el centro de la columna. Malus llegó a la altura del hombre de Nagaira cuando éste comprobaba las correas de la silla de montar.

—Creo que todavía tienes algo mío —comentó el noble al mismo tiempo que le tendía una mano.

El pícaro alzó la mirada para sonreír a Malus, y el pequeño cuchillo de hierro apareció como por arte de magia en su mano.

—¿Estás seguro de que no quieres que lo conserve? —preguntó Dalvar—. Aún tenemos que habérnoslas con el urhan Beg.

—¿Piensas que intentará volverse contra nosotros?

Dalvar se encogió de hombros.

—Por supuesto. ¿Tú, no?

Malus cogió el arma de la mano de Dalvar.

—Has pasado bastante rato en su salón. ¿Qué opinas?

—Opino que cree que mataste a su hijo. Aunque no lo hicieras, lo has avergonzado al recuperar ese medallón cuando Nuall no pudo hacerlo. —El druchii ajustó una última correa y se volvió para mirar a Malus—. Francamente, está obligado a traicionarte. Son rústicos, pero no tan diferentes de nosotros. Si no te vence en este momento, su clan lo creerá débil. Eso no sería un buen augurio de futuro para él.

Malus estudió al guardia con atención.

—¿Y cómo supones que va a hacerlo?

Dalvar negó con la cabeza.

—No lo sé. He intentado sonsacarle algo en los últimos días, pero es un hombre astuto. Si quieres mi consejo, mi señor, mantenlo cerca de ti cuando hayamos emprendido el viaje por esa senda de la que tan ominosamente ha hablado. —El druchii se irguió y miró por encima del hombro de Malus—. Ahí está el viejo lobo.

Al volverse, Malus vio que Beg y dos de sus hombres estaban de pie a la sombra de un cedro cubierto de nieve y hablaban quedamente entre ellos. El noble volvió la mirada hacia sus hombres.

—¡Sa’an’ishar! —exclamó Malus—. ¡Montad!

Mientras los druchii montaban, el noble se acercó al urhan Beg. El jefe autarii lo miró con malevolencia no disimulada.

—Mis hombres están preparados, gran urhan —dijo Malus.

Al tenerlo más cerca, Malus vio que el viejo espectro tenía las botas y los calzones mojados. «Has estado buscando junto al río», pensó Malus.

—¿Preparados? Eso está por verse —se burló Beg—. Pero lo descubriremos bastante pronto. Permaneced cerca; tenemos mucho terreno que recorrer antes de que anochezca.

Dicho eso, los tres autarii partieron a un paso silencioso y ligero, y atravesaron el campamento en dirección norte. Malus tuvo que correr hacia
Rencor
y montar con rapidez antes de que los exploradores se perdieran de vista.

Other books

The Morning After by Clements, Sally
The web of wizardry by Coulson, Juanita
Easy Peasy by Lesley Glaister
Ten Girls to Watch by Charity Shumway
Christmas Past by Glenice Crossland
Mother's Story by Amanda Prowse
Suspicions by Christine Kersey