Cambiaba de tema, según la acusación de Betriz, cuando las respuestas le parecían demasiado difíciles. Eso era lo que había intentado hacer con los dioses. Al parecer, no había conseguido engañarlos del todo.
Ista había tenido su oportunidad de acabar con la maldición, y había fracasado; y había fracasado, se diría, en nombre de toda su generación. Si él fallaba, tenía la sospecha de que no se le concedería una nueva ocasión. ¿Serían entonces Iselle o Bergon o ambos el nuevo Orico, intentando contener el torrente hasta que les fallaran las fuerzas, para crear una nueva oportunidad?
La suerte les dará la espalda con sus hijos
. Lo supo de repente, con fría certeza. Todos sus planes de paz y orden dependían de la esperanza de tener un heredero fuerte y capaz que perpetuara su obra. Se agotarían hasta el desfallecimiento con embarazos malogrados, bebés muertos, locos, exiliados, traicionados…
Arrasaría el cielo por ti, si supiera dónde está.
Él sabía dónde estaba. Estaba al otro lado de cada persona viva, de cada criatura viva, tan próximo como el reverso de una moneda, el otro lado de una puerta. Todas las almas eran un portal en potencia para los dioses.
Me pregunto qué ocurriría si nos abriéramos todos al mismo tiempo
. ¿Se inundaría el mundo de milagros, se secaría el cielo? Tuvo una súbita visión en la que los santos eran el sistema de irrigación de los dioses, como el que rodeaba Zagosur; un racional y meticuloso sistema de compuertas que se abrían y cerraban para proporcionar a cada modesto sembrado de almas su porción justa de agua. Con la salvedad de que esto parecía más bien una presa con los diques resquebrajados.
Los fantasmas eran exiliados en la frontera equivocada, gente vuelta del revés. ¿Por qué no funcionaba a la inversa? ¿Qué se sentiría al ser un anti-fantasma de carne y hueso suelto en el mundo de los espíritus? ¿Sería uno frustrantemente invisible a la mayoría de los espectros, impotente, como invisibles eran los fantasmas a la mayoría de los hombres?
Y
si puedo ver a los fantasmas apartados de sus cuerpos, ¿por qué no puedo verlos cuando siguen habitándolos?
¿Acaso lo había intentado? ¿Cuántas personas lo rodeaban en esos momentos? Cerró los ojos e intentó verlas en la oscuridad con su visión interior. Sus sentidos seguían estando confundidos por la materia; en algún lugar del círculo externo de esteras, alguien empezó a roncar. Se despertó con un gruñido de sobresalto cuando su malhumorado acompañante le propinó un codazo. Ojalá funcionara de ese modo… sería como asomarse a una ventana y ver el cielo.
Si los dioses veían las almas de la gente pero no sus cuerpos, del mismo modo que las personas veían los cuerpos pero no las almas, quizá eso explicara por qué los dioses eran tan indiferentes a cualidades como la apariencia u otras funciones corporales. ¿Como el dolor? ¿Sería el dolor una ilusión, desde el punto de vista de los dioses? Quizá el cielo no fuera un lugar, sino un simple punto de vista, un enfoque, una perspectiva.
Y
en el momento de morir, nos escurrimos. Perdemos el asidero de la materia, a cambio de… ¿qué?
La muerte era un agujero entre los mundos.
Y si una muerte practicaba un pequeño agujero en el mundo, que rápidamente volvía a cerrarse, ¿qué haría falta para abrir un agujero más grande? No un mero portal batiente por el que colarse, sino una amplia brecha, excavada y ampliada, por la que pudieran entrar los ejércitos sagrados.
Si muriera un dios, ¿qué clase de agujero se abriría entre la tierra y el cielo?
¿Qué era la maldición-bendición del General Dorado, esta
cosa
del otro lado? ¿Qué tipo de portal había abierto para sí mismo el genio roknari, qué clase de canal había estado…?
El abultado estómago de Cazaril se contrajo y giró un poco de lado para paliar el dolor.
En estos momentos soy un lugar de lo más peculiar
. Dos exiliados del mundo de los espíritus estaban atrapados en su carne. El demonio, que no pertenecía aquí en absoluto, y Dondo, que tendría que haberse marchado pero estaba anclado por sus pecados irredentos. Dondo no deseaba reunirse con los dioses. Dondo era un cuajo de voluntad propia, una traba de plomo que se le clavaba en el cuerpo con garras por garfios. De no ser por Dondo, podría escapar.
¿Podría?
Se lo imaginó… se imaginó que esa ancla letal se alzaba repentina y —ja— milagrosamente. Podría salir corriendo… pero entonces nunca sabría qué podría haber ocurrido.
Ese
Cazaril. Si hubiera resistido otro día, otro kilómetro, podría haber salvado el mundo. Pero se rindió una hora demasiado pronto…
Bueno,
ésa
era una condena que conseguía que los fantasmas aislados parecieran un mero entretenimiento. Toda una vida —¿una eternidad?— cuestionándose lo adecuado de su elección.
Pero la única manera de saberlo a ciencia cierta consistía en aguantar hasta su destrucción.
Santos dioses, seguro que me he vuelto loco. Creo que sería capaz de arrastrarme hasta el infierno del Bastardo sólo para satisfacer esta espantosa curiosidad mía.
A su alrededor, oyó que los demás respiraban, alguien se movía. La fuente borbotaba suavemente. Los sonidos lo reconfortaron. Se sentía muy solo, pero al menos estaba bien acompañado.
Bienvenido a la santidad, Cazaril. Merced a las bendiciones de los dioses, puedes obrar milagros. La pega es que no se te permite elegir cuáles…
Betriz lo había expresado al revés. No era cuestión de arrasar el cielo. Era cuestión de dejar que el cielo te arrasara a ti. ¿Podía un viejo maestre de asedios aprender a rendirse, a abrir sus puertas?
En vuestras manos, señores de la luz, pongo mi alma. Haced lo que debáis para arreglar el mundo. Estoy a vuestro servicio.
El cielo clareaba, desprendiéndose del gris del Padre Invierno para adoptar el limpio azul de la Hija. En el patio en penumbra, Cazaril vio que las siluetas de sus compañeros comenzaban a cobrar volumen y profundidad gracias al regalo de color de la luz. La fragancia de las flores de los naranjos flotaba pesadamente en el húmedo amanecer y, más sutil, el perfume de los cabellos de Betriz. Cazaril se puso de rodillas, aterido y entumecido.
En algún rincón del palacio, el alarido de un hombre hendió el aire antes de ser bruscamente interrumpido. Una mujer soltó un grito.
Cazaril apoyó una mano en el pavimento y se impulsó para incorporarse. Apartó su capa chaleco de la empuñadura de su espada. En torno a él, los demás también se levantaban y miraban a su alrededor alarmados.
—De Tagille. —Bergon hizo una seña a su compañero ibrano—. Ve a echar un vistazo.
De Tagille asintió y salió corriendo.
De Cembuer, con el brazo derecho todavía en cabestrillo, abrió y cerró la mano izquierda, descubrió con torpeza el pomo de su espada y partió en pos de él a paso largo.
—Deberíamos asegurar las puertas.
Cazaril paseó la mirada por el patio y miró la arcada de azulejos. Su decorativa puerta de hierro forjado se había quedado abierta de par en par tras de Tagille. ¿Había otra entrada?
—Rósea, róseo, Betriz, no podéis quedaros atrapados aquí dentro. —Corrió detrás de de Cembuer, con el corazón martilleando. Si pudiera sacarlos antes de que el…
Un paje frenético apareció en el momento en que de Cembuer llegaba a la arcada.
—¡Señores, ayuda, unos hombres armados han entrado en el palacio! —Miró aterrado a su espalda.
Y aquí los tenemos
. Dos hombres, espada en ristre, corrían tras los pasos del paje. De Cembuer, que intentaba empujar la puerta para cerrarla con la espada en la zurda, apenas si consiguió esquivar el primer golpe. Luego Cazaril llegó hasta ellos. Su primera estocada fue algo precipitada, y su objetivo la detuvo con un repiqueteo que despertó ecos en todo el patio.
—¡Salid! —gritó por encima del hombro—. ¡Aunque sea saltando por los tejados! —¿Podía trepar Iselle con su traje de corte? No podía mirar para ver si obedecían su orden, pues su oponente se había recuperado y contraatacaba con fuerza. Los mercenarios, soldados o lo que fuera que fuesen, vestían ropas de calle corrientes, sin colores ni insignias que los identificaran… tanto mejor para infiltrarse en la ciudad en grupos reducidos, mezclados entre los asistentes al festival, sin duda.
De Cembuer hirió a su hombre. El pesado contraataque cayó sobre su brazo roto, y él palideció y retrocedió conteniendo un grito. Apareció otro soldado al doblar la esquina y corrió hacia la arcada, vestido con los colores baocios verde y negro, y por un momento Cazaril conoció la esperanza. Hasta que reconoció en él al capitán de la guardia sobornado de Teidez… todo un experto en traiciones a estas alturas, al parecer.
El capitán baocio replegó los labios al ver a Cazaril y empuñó su espada amenazadoramente, colocándose al lado de su camarada. Cazaril no tenía tiempo ni una mano libre para intentar cerrar la puerta de nuevo, y además, el rival de de Cembuer se había desplomado en el camino. Cazaril no se atrevía a retroceder. Esta estrecha boca de embudo los obligaba a enfrentarse a él de uno en uno, la mejor probabilidad que conseguiría ese día. Se le estaba entumeciendo la mano a causa de las violentas vibraciones que transmitía su hoja hasta la empuñadura, y sufría retortijones. Pero cada jadeo compraba un paso más hacia la huida de Bergon, Iselle y Betriz. Un paso, dos pasos, cinco pasos… ¿Dónde estaba de Tagille? Nueve pasos, once, quince… ¿Cuántos hombres vendrían después de éstos? Su filo cortó un pedazo del mentón de su primer atacante y el hombre retrocedió profiriendo un grito empapado de sangre, pero no consiguió sino proporcionar al capitán de la guardia un mejor ángulo desde el que atacar. El hombre aún conservaba el anillo verde de Dondo, que centelleaba mientras su arma brincaba y paraba. Cuarenta pasos. Cincuenta…
Cazaril combatía presa de un terror exaltado, obligado a defenderse de tal modo que los riesgos sobrenaturales de conectar con éxito una estocada, de que el demonio de la muerte le arrancara el alma del cuerpo junto a la de su víctima moribunda, parecían ocupar un lugar secundario. El mundo de Cazaril se redujo; ya no aspiraba a ganar ese día, ni esa pelea, ni su vida, tan sólo otro paso más. Cada paso era una pequeña victoria. Sesenta y… algo… estaba perdiendo la cuenta. Empieza otra vez.
Uno. Dos. Tres…
Probablemente ahora muera de nuevo
. Con dos veces no bastaba. Aulló en su fuero interno al pensar en el desperdicio que suponía, enloquecido por el arrepentimiento de saber que no podría morir lo
suficiente
. Le temblaba el brazo a causa de la fatiga. Esta puerta requería un espadachín, no un secretario, pero la vigilia religiosa privada de la rósea sólo incluía unos cuantos nobles. ¿No acudiría nadie en su ayuda? Al menos los viejos sirvientes podrían coger cualquier cosa y utilizarla como arma arrojadiza…
Veintidós
…
¿Podría replegarse cruzando el patio hasta llegar a las escaleras? ¿Habría subido ya las escaleras el cortejo real? Echó un vistazo desesperado a su espalda, un error que le hizo perder el ritmo; con un rechinar de metal, la espada del capitán le arrebató la suya de los dedos adormecidos. Su hoja repicó en la piedra, girando. El baocio empujó violentamente a Cazaril de espaldas y lo tiró al suelo frente a la arcada. Dos de los asaltantes, prudentes y experimentados, le propinaron sendas patadas al pasar junto a él para que siguiera tumbado. Seguía sin saber quiénes eran, pero no le cabía ninguna duda sobre
a quién
servían.
Tosiendo, giró de costado a tiempo de ver a de Jironal, que atravesaba las puertas entre maldiciones tras la estela de otra media docena de hombres. De Cembuer seguía postrado, encogido, con los dientes apretados a causa de la agonía. ¿Estarían a salvo Bergon e Iselle? ¿Habrían bajado las escaleras de servicio, habrían subido al tejado? Quisieran los dioses que no hubieran sucumbido al pánico y se hubieran encerrado en sus aposentos… De Jironal corrió hacia las escaleras de la galería, donde un reducido número de sus hombres se disponía a cargar en tromba.
—¡Martou! —aulló Cazaril, esforzándose por incorporarse hasta erguirse de rodillas.
De Jironal giró sobre sus talones como una peonza.
—¡Tú! —A una señal suya, el capitán de la guardia baocio y otro soldado prendieron a Cazaril por los brazos, doblándoselos a la espalda, y tiraron de él hasta ponerlo de pie.
—¡Llegas demasiado tarde! —exclamó Cazaril—. Se ha casado y ha consumado el matrimonio, no hay manera de que puedas deshacerlo. Chalion ha comprado Ibra por el precio más justo que se haya pagado jamás, y todo el país celebra su buena fortuna. Ella es la Hija de la Primavera y la elegida de los dioses. No puedes enfrentarte a ella. ¡Ríndete! Salva tu vida, y la de tus hombres.
—¿Que se ha casado? —gruñó de Jironal—. ¡Enviudará, si es necesario! ¡Es una maldita demente traidora, la zorra de Ibra, y no pienso tolerarlo! —Encaró las escaleras de nuevo.
—¡Tú eres la prostituta, Martou! ¡Tú vendiste Gotorget a cambio del dinero roknari que yo rechacé, y me vendiste a las galeras para cerrarme la boca! —Cazaril paseó la mirada enfervorizado por los indecisos soldados.
Cincuenta y cinco, cincuenta y seis, cincuenta y siete
…—. Este mentiroso vende a sus propios hombres. ¡Seguidlo y veréis cómo os traiciona en cuanto crea que puede obtener algún beneficio con ello!
De Jironal se volvió de nuevo y desenvainó la espada.
—¡Haré que te calles, necio miserable! Sujetadlo.
No, un momento…
Los dos hombres que retenían a Cazaril se separaron un poco, con los ojos desorbitados, cuando de Jironal dio el primer paso adelante, preparándose para asestar un mandoble mortal.
—Mi lord, eso sería asesinato —musitó el hombre que inmovilizaba el brazo izquierdo de Cazaril. El arco decapitador fue bloqueado por los captores de Cazaril y de Jironal cambió en plena carrera a una violenta estocada baja, abalanzándose con todo el peso de su furia.
El acero penetró en el brocado de seda, la piel y el músculo, hasta alojarse en las entrañas de Cazaril. La fuerza del impacto lo levantó casi en vilo del suelo.
Se hizo el silencio. La espada se hundía en él tan despacio como una perla en un tarro de miel, y casi igual de indolora. El semblante enrojecido de de Jironal se había congelado en un rictus de ira. A ambos lados de Cazaril, sus captores se agacharon y se apartaron, con las bocas entreabiertas a punto de proferir sendos gritos sobresaltados que no llegaron a escucharse.