La Maldición de Chalion (58 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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De joven, en Cazaril, había seguido el camino común a la mayoría de los muchachos de buena familia y se había convertido en un dedicado seglar de la Orden del Hermano, con sus promesas y aspiraciones militares. Había dirigido sus rezos, cuando se molestaba en rezar, por costumbre al dios que le había sido asignado por género, edad y rango. En la torre, a oscuras, pensó que seguir aquel camino sin hacer preguntas lo había conducido, paso a paso, a esta trampa imposible, abandonado por los suyos y por su dios.

Guardaba la medalla del Hermano debajo de la camisa desde la ceremonia de su dedicación, cuando contaba trece años de edad, poco antes de salir de Cazaril para entrar como paje al servicio de la casa del viejo provincar. Aquella noche en la torre, con la cara bañada de lágrimas de fatiga y desesperación —y sí, rabia— se la había arrancado y la había arrojado desde la almena, rechazando al dios que le había vuelto la espalda. La sinuosa estela de oro se había perdido en la oscuridad sin hacer ningún ruido. Y él se había tumbado sobre las piedras, igual que ahora, y había jurado que podía cogerlo el dios que quisiera, o ninguno, siempre y cuando los hombres que confiaban en él pudieran escapar de aquella trampa. En cuanto a él, le daba igual. Igual.

No había ocurrido nada, evidentemente.

Bueno, al poco empezó a llover.

Se levantó del suelo, avergonzado por su pataleta, agradecido porque no lo hubiera visto ninguno de sus hombres. Llegó el siguiente relevo y él bajó en silencio. No pasó nada durante algunas semanas, hasta la llegada de aquel orondo cortesano portador de la noticia de que habían resistido en vano, que toda su sangre y su sacrificio iba a canjearse por oro para las arcas de de Jironal.

Y sus hombres fueron conducidos a la libertad.

Y sólo sus pies siguieron otro camino…

¿Qué había dicho Ista?
Las maldiciones más salvajes de los dioses se ciernen sobre nosotros en respuesta a nuestras plegarias. Rezar es un acto peligroso
.

De modo que, al decidir compartir la voluntad propia con los dioses, ¿bastaba con elegir una vez, igual que alistarse en una compañía militar determinada con un juramento? ¿O tenía uno que elegir, y elegir, y volver a elegir, todos los días? ¿O ambas cosas? ¿Podía salirse de este camino cuando quisiera, subir a un caballo y cabalgar, digamos, hasta Darthaca, hasta un nuevo nombre, una nueva vida? Como los cientos de otros cazariles que postulaba Umegat, los que ni siquiera habían aparecido para cumplir con su deber. Y abandonar, desde luego, a todos los que confiaban en él, Iselle, Ista, la provincara, Palli, Betriz…

Pero no, desgraciadamente, a Dondo.

Se revolvió un poco en la esterilla, incómodamente consciente de la presión en su estómago, intentando convencerse de que se debía al banquete del Zorro y no a que el tumor estuviera desarrollando otra espantosa formación. Corriendo hacia algún tipo de grotesca eclosión, a la espera únicamente de que vacilara la mano de la Dama. ¿Quizá los dioses hubieran aprendido también algo del error de Ista, de las dudas de de Lutez? ¿Quizá esta vez pensaban asegurarse de que su mula no desertara a medio camino igual que de Lutez…?

Salvo causa de muerte. Esa puerta siempre estaba entreabierta. ¿Qué lo esperaba al otro lado? ¿El infierno del Bastardo? ¿Una disolución fantasmagórica? ¿La paz?

Bah.

Al otro lado de la plaza del templo, en la casa de la Hija, lo que le esperaba era una agradable cama mullida. El que su cerebro hubiera llegado a hilvanar esa urdimbre febril le indicaba que debería acostarse. De todos modos, esto tampoco era rezar, sino discutir con los dioses.

Rezar, pensó mientras se incorporaba y levantaba del suelo, era poner un pie delante del otro. Moverse a pesar de todo.

23

En el último instante, con todos los principios acordados, redactados los tratados en múltiples copias con delicada letra cortesana, firmados por todas las partes y sus respectivos testigos, y sellados, los trámites se interrumpieron casi por completo. El Zorro, no sin motivo, en opinión de Cazaril, rehusaba enviar su hijo a Chalion con tan exiguas garantías para su seguridad personal. Pero el roya no tenía ni los hombres ni el dinero en su royeza desangrada por la guerra para reunir una gran fuerza con que proteger a Bergon, y Cazaril se temía el efecto que pudiera tener sobre Chalion el que las armas traspasaran sus fronteras, aun por tan noble causa. El debate se acaloró; el Zorro, avergonzado por el recordatorio de que debía la vida de Bergon a Cazaril, dio en rechazar las peticiones del castelar de un modo que por fuerza a éste le recordaba a Orico.

Cazaril recibió la primera carta cifrada de Iselle, gracias al relevo de correos de la Orden de la Hija que había repartido a lo largo de su ruta de salida. Había sido redactada tan sólo cuatro días después de que él abandonara Cardegoss, y era breve; simplemente confirmaba que los ritos fúnebres de Teidez se habían desarrollado sin incidentes, y que Iselle saldría de la capital esa misma tarde junto a su cortejo para celebrar el entierro en Valenda. Anotaba, con evidente alivio:
Nuestras oraciones han sido escuchadas; los animales sagrados demostraron que el Hijo del Otoño lo había aceptado después de todo. Rezo para que encuentre descanso en compañía del dios
. Añadía:
Mi hermano mayor vive, y ha recuperado la vista de un ojo. Pero sigue estando muy hinchado. Permanece en casa, acostado
. En tono más frío, informaba:
Nuestr
o
enemigo ha nombrado a dos de sus sobrinas damas de compañía de mi casa. No podré escribir a menudo. Que la Dama acelere vuestra misión
.

Buscó en vano una posdata de Betriz, y a punto estuvo de pasarla por alto hasta que hubo dado la vuelta a la hoja. Había unos números diminutos escritos con su inconfundible caligrafía, medio ocultos bajo la cera resquebrajada del lacre. Rascó los restos con el pulgar. La breve nota revelada lo remitía a una de las últimas páginas del libro, una de las plegarias más líricas de Ordol: una apasionada súplica por el bienestar de un ser amado que se encontraba lejos del hogar. ¿Cuántos años —décadas— hacía que no rezaba sólo por él alguien lejano? Cazaril ni siquiera estaba seguro de que se supusiera que él debiera ver eso, o si estaba reservado para los ojos de los dioses, pero se acercó el discreto código en secreto a los cinco puntos sagrados, demorándolo un poco en los labios, antes de abandonar su cámara para reunirse con Bergon.

Compartió la otra cara de la carta con el róseo, que la estudió, y el sistema de codificación, con fascinación. Cazaril compuso una escueta nota en la que hablaba del éxito de su misión, y Bergon, con la lengua firmemente apresada entre los dientes, se esforzó por cifrar una carta de su puño y letra para adjuntársela a su prometida.

Cazaril hizo un cálculo mental de los días. Era imposible que de Jironal no tuviera espías en la corte de Ibra. Tarde o temprano, sería informado en Cardegoss de la presencia de Cazaril en el castillo del Zorro. ¿Cuándo? ¿Sospecharía de Jironal que las negociaciones de Cazaril en nombre de Iselle habían cosechado un éxito tan asombroso? ¿Secuestraría al róseo, calcularía el próximo movimiento de Cazaril, intentaría interceptar a Bergon en Chalion?

Tras varios días de discusiones en torno a la seguridad del róseo, Cazaril, en un arrebato de genialidad, pidió a Bergon que defendiera su propio caso. Era éste un enviado al que el Zorro no podía dar largas, ni siquiera en sus aposentos privados. Bergon era joven y enérgico, su imaginación estaba apasionadamente disparada, y el Zorro era viejo y estaba cansado. Para empeorar las cosas, o quizá, desde el punto de vista de Cazaril, para mejorarlas, una ciudad de Ibra del Sur perteneciente al bando del difunto Heredero se alzó en armas a causa de cierto incumplimiento del tratado, y el Zorro se vio obligado a reunir a sus hombres para ir a pacificarla de nuevo. Frenético por el dilema, debatiéndose entre sus grandes esperanzas y sus grandes temores por su único hijo superviviente, el Zorro dejó la decisión final en manos de Bergon y su camarilla.

Decisión, estaba descubriendo Cazaril, era algo que no le faltaba a Bergon. El róseo aprobó enseguida el plan de Cazaril de viajar ligeros y de incógnito por la franja hostil que separaba la frontera ibrana de Valenda. Bergon eligió como escolta, aparte de a Cazaril y los de Gura, a sólo tres íntimos compañeros: dos jóvenes lores ibranos, de Tagille y de Cembuer, y el marzo de Sould, ligeramente más veterano.

El entusiasta de Tagille propuso hacerse pasar por una partida de mercaderes ibranos que se dirigieran a Cardegoss. Cazaril insistió en que todos los hombres, nobles o humildes, que viajaran con el róseo tendrían que ser expertos en el manejo de las armas. El grupo se reunió un día después de que Bergon hubiera tomado la decisión, en lo que Cazaril rezaba para que fuera secreto, en una de las mansiones que tenía de Tagille a las afueras de Zagosur. Cazaril descubrió que al final la compañía no era tan pequeña; sumando los siervos, contaban más de una docena de hombres a caballo y un tren de equipaje de media docena de mulas. Además los sirvientes llevaban cuatro ponis monteses ibranos, todos blancos, con los que agasajar a la prometida del róseo, al tiempo que se añadían a las monturas de refresco.

Emprendieron el viaje animados; los acompañantes evidentemente se lo tomaban como una aventura noble y emocionante. Bergon se mostraba más sobrio y pensativo, lo que agradaba a Cazaril, que se sentía como si estuviera guiando una excursión de niños a las cavernas de la locura. Aunque, al menos en el caso de Bergon, no a ciegas. Lo que ya era algo más de lo que habían hecho los dioses por
él
, reflexionó sombríamente Cazaril. Se preguntó si la maldición no estaría tendiéndole una trampa, conduciéndolos a la guerra y no fuera de ella. Tampoco de Jironal había sido tan corrupto desde el principio.

Restringidos por la velocidad de la recua de mulas, el paso no era tan doloroso como lo había sido la carrera hasta Zagosur. El ascenso desde la costa hasta la base de los Dientes del Bastardo duró cuatro días completos. Allí alcanzó a Cazaril otra carta de Iselle, ésta escrita unas dos semanas después de que él saliera de Cardegoss. Informaba de que Teidez había sido enterrado con las debidas ceremonias en Valenda, y del éxito de su plan de permanecer allí, prolongando su visita a sus afligidas madre y abuela. De Jironal se había visto obligado a regresar a Cardegoss ante la noticia de que la salud de Orico empeoraba. Lamentablemente, había dejado atrás no sólo a sus espías femeninas sino también varias compañías de soldados para proteger a la nueva Heredera de Chalion.
Estoy pensando en cómo podría deshacerme de ellos
, decía Iselle, una elección de palabras que erizó el vello de la nuca a Cazaril. Adjuntaba también una carta privada para Bergon, que Cazaril le entregó sin abrir. Bergon no compartió con él su contenido, pero sonrió frecuentemente sobre las páginas de Ordol mientras la descifraba, con la cara pegada a las velas de la pequeña habitación de su posada.

Más alentador resultaba el hecho de que la provincara hubiera incluido una carta a su vez, en la que declaraba que Iselle había recibido la promesa privada de apoyo a su enlace ibrano no sólo por parte de su tío, el provincar de Baocia, sino también de otros tres provincares más. Bergon tendría quien lo defendiera a su llegada.

Cuando Cazaril enseñó esta nota a Bergon, el róseo asintió con decisión.

—Bien. Seguiremos adelante.

Sufrieron una demora, de todos modos, cuando unos viajeros desanimados que regresaron a su posada esa noche les informaron de que la reciente nevada había bloqueado el paso. Cazaril, tras consultar el mapa y su memoria, optó por guiar a la compañía un día más de viaje hacia el norte, hasta un paso más elevado y menos transitado que se decía estaba despejado. Los informes resultaron ser exactos, pero dos caballos se lastimaron las corvas en la subida. Cuando se acercaban a la línea divisoria, el marzo de Sould, que afirmaba sentirse más cómodo en la cubierta de un barco que a lomos de un caballo, y que llevaba toda la mañana mostrándose cada vez más callado, se inclinó de repente a un lado de su silla y vomitó.

La compañía se detuvo apelotonada en el sendero, mientras Cazaril, Bergon y Ferda parlamentaban, y el habitualmente ingenioso de Sould farfullaba azoradas y aturrulladas disculpas y protestas.

—¿No deberíamos detenernos, encender un fuego e intentar que entre en calor? —preguntó el róseo, preocupado, paseando la mirada por las cimas desoladas.

Cazaril, medio encorvado a su vez, repuso:

—Se siente mareado como si tuviera fiebre, pero no la tiene. Es un hombre de costa. No creo que se trate de ninguna infección, sino de un malestar que sobreviene a veces en las altitudes a los habitantes de las zonas bajas. En cualquier caso, será mejor ocuparse de él lejos de estos miserables páramos rocosos.

Ferda, que lo miraba de soslayo, preguntó:

—¿Cómo estáis
vos
, mi lord?

También Bergon lo observaba con semblante preocupado.

—No es nada que se arregle parándose y quedándose aquí sentados. Sigamos.

Montaron de nuevo, con Bergon cabalgando cerca de de Sould cuando lo permitía el camino. El enfermo se aferraba a su silla con voluntad de hierro. A la media hora, Foix profirió un débil grito de júbilo sin aliento y señaló el túmulo que anunciaba la frontera entre Ibra y Chalion. La compañía rompió en vítores y se demoró un instante para añadir sus piedras. Comenzaron el descenso, más empinado incluso que la subida. De Sould no empeoró, corroborando así el diagnóstico de Cazaril. Éste no mejoró, pero tampoco esperaba hacerlo.

Por la tarde, llegaron al fondo de un árido valle y se adentraron en un poblado pinar. El aire parecía más rico allí, aunque fuera sólo gracias a la penetrante fragancia de los pinos, y el lecho de agujas servía de colchón para los irritados cascos de los caballos. Los árboles susurrantes los resguardaban del azote del viento. Mientras doblaban un recodo, Cazaril escuchó el amortiguado golpeteo de unas pezuñas al trote más adelante en el camino, el primer viajero con el que se cruzaban en lo que iba de día; un jinete solitario, de modo que no suponía ninguna amenaza para la comitiva.

El jinete era un hombre cano de cejas y barba pobladas, vestido con sucias ropas de cuero. Los saludó y, para sorpresa de Cazaril, detuvo su desmañado caballo en medio del camino.

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