La Maldición de Chalion (27 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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Al carecer de Sanda de parientes próximos por los que esperar, el funeral se celebró al día siguiente. Los servicios contaron con la sombría presencia del róseo y la rósea, acompañados de sus respectivas casas, por lo que también asistieron diversos cortesanos ávidos de sus favores. La ceremonia de despedida, celebrada en la cámara del Hijo frente al patio principal del templo, fue breve. Cazaril cayó en la cuenta de cuán solitario había sido de Sanda. No hubo amigos que se amontonaran a la cabecera de su féretro para verter prolijos elogios con los que consolarse mutuamente. Sólo Cazaril pronunció unas palabras formales de pesar en nombre de la rósea, consiguiendo recitarlas sin el bochorno de tener que consultar el papel sobre el que las había compuesto apresuradamente esa misma mañana, y que guardaba en una manga.

Cazaril se apartó del féretro para dejar sitio a la bendición de los animales y fue a situarse junto al pequeño grupo de asistentes ante el altar. Los acólitos, vestido cada uno con los colores del dios de su elección, trajeron sus criaturas y rodearon el féretro situándose en cinco lugares equidistantes. En los templos campestres, se utilizaban para este rito los más variopintos animales; Cazaril había visto cómo se celebraba uno —con éxito— en el que la difunta hija de un hombre pobre era asistida por un solo acólito cargado con un cesto lleno con cinco gatitos, cada uno con un lazo de distinto color rodeándole el cuello. Los roknari a menudo utilizaban pescado, aunque de cuatro en cuatro, no cinco; los divinos quadrenos los señalaban con tintes e interpretaban la voluntad de los dioses según los dibujos que resultaban de su deambular por una bañera. Con independencia de los medios, la profecía era el único y diminuto milagro que concedían los dioses a todas las personas, por humildes que fueran, en el momento de su muerte.

El templo de Cardegoss disponía de los recursos necesarios para ofrecer los más bellos de los animales sagrados, seleccionados apropiadamente en función de su color y sexo. La acólita de la Hija, con sus hábitos azules, portaba una bonita hembra de arrendajo azul, nacida aquella primavera. La mujer de la Madre, de verde, sostenía en un brazo un gran pájaro verde, pariente cercano, pensó Cazaril, de los que mimaba Umegat en el zoológico del roya. El acólito del Hijo, con sus ropajes rojos y naranjas, traía un espléndido perro zorro, cuyo pelaje bruñido parecía refulgir como el fuego en las lóbregas sombras de la resonante cámara abovedada. El acólito del Padre, de gris, llegó precedido de un robusto, anciano, e inmensamente dignificado lobo gris. Cazaril esperaba que la acólita del Bastardo, vestida de blanco, trajera uno de los cuervos sagrados de Fonsa, pero en vez de eso se presentó con un par de rollizas e inquisitivas ratas blancas.

El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.

El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.

El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.

Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.

Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.

También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.

La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.

A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora
su
palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.

Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.

El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.

—Bonito anillo —dijo, al cabo.

El capitán apartó la mano, ceñudo.

—Lo mismo pienso yo.

—Espero que no pagarais demasiado por él. Me parece que la piedra es falsa.

—¡Mi lord, es una esmeralda auténtica!

—Yo que vos, la llevaría a un especialista en piedras preciosas, y lo comprobaría. No deja de sorprenderme la cantidad de mentiras que están dispuestos a decir los hombres hoy en día con tal de sacar provecho.

El capitán se tapó una mano con la otra.

—El anillo es bueno.

—Comparado con lo que os ha costado, yo diría que es basura.

El capitán apretó los labios. Se encogió de hombros y se alejó.

Si esto es un asedio
, pensó Cazaril,
estamos en desventaja
.

El tiempo se volvió frío y lluvioso, aumentó el caudal de los ríos, conforme la estación del Hijo tocaba a su fin. Durante el concierto posterior a la cena de una noche de aguacero, Orico se acercó a su hermana, y murmuró:

—Preséntate ante el trono con los tuyos mañana al mediodía, y asistid a la investidura de de Jironal. Luego haré un feliz anuncio ante toda la corte. Y ponte tus mejores galas. Ah, y las perlas… lord Dondo me comentó anoche que no te ve nunca con ellas encima.

—Creo que no me favorecen —repuso Iselle. Miró de soslayo a Cazaril, que estaba sentado en las proximidades, y luego se miró las manos, tensas sobre el regazo.

—Bobadas, ¿cómo no van a sentar bien las perlas a una doncella? —El roya se enderezó en su asiento para aplaudir la animada pieza que acababa de terminar.

Iselle no volvió a mencionar esta sugerencia hasta que Cazaril hubo escoltado a sus damiselas hasta la antecámara que le servía de despacho. Se disponía a darles las buenas noches y dirigirse, bostezando, directo a su cama, cuando la rósea espetó:

—No pienso ponerme las perlas de ese ladrón de lord Dondo. Se las regalaría a la Orden de la Diosa, pero juro que la diosa se sentiría insultada. Están manchadas. Cazaril, ¿qué puedo hacer con ellas?

—El Bastardo no es un dios remilgado. Dáselas al divino de su inclusa, para que las venda y recaude dinero para sus huérfanos.

Iselle sonrió.

—Eso sí que enojaría a lord Dondo. ¡Y ni siquiera podría protestar! Buena idea. Llévaselas a los huérfanos, con mis mejores deseos. Y en cuanto a mañana… me pondré la capa chaleco de terciopelo rojo encima del vestido de seda blanco, resulta adecuado para una fiesta, y el juego de granates que me regaló mamá. Nadie podrá recriminarme por llevar encima las joyas de mi madre.

Nan de Vrit intervino:

—Pero ¿a qué creéis que se refería vuestro hermano con lo de un
feliz anuncio
? ¿No será que ya ha decidido con quién desposaros?

Iselle se quedó paralizada, parpadeando, antes de decir, tajante:

—No. No puede ser. Antes debe haber meses de negociaciones… embajadores, cartas, intercambios de regalos, tratados referentes a la dote… y mi consentimiento. Han de hacerme un retrato. Y yo
he
de recibir un retrato del hombre, quienquiera que resulte ser. Un retrato fiel y sincero, realizado por el artista de mi elección. Si mi príncipe está gordo, o es bizco, o está calvo, o tiene un labio leporino, sea, pero su retrato no puede engañarme.

Betriz torció el gesto imaginándose al pretendiente descrito por la rósea.

—Esperó que se fije en ti un lord apuesto, cuando llegue el momento.

Iselle suspiró.

—Estaría bien pero, a juzgar por la mayoría de los grandes señores que he visto, no es probable. Debería contentarme con que esté sano, creo, y dejar de incordiar a los dioses con plegarias imposibles. Que goce de buena salud, y que sea quintariano.

—Muy sensato —comentó Cazaril, que favorecía esta visión tan pragmática pensando que le facilitaría la vida en el futuro.

Betriz repuso, nerviosa:

—Este otoño ha habido un gran tráfico de delegados roknari en la corte.

—Mm. —Iselle tensó los labios.

—No hay muchos quintarianos de renombre entre los que elegir, entre los grandes señores —dijo Cazaril.

—El roya de Brajar ha vuelto a enviudar —apostilló Nan de Vrit, con la duda reflejada en su rictus.

Iselle agitó la mano.

—Cielos, no. Tiene cincuenta y siete años, y gota, y ya tiene un heredero hecho y derecho y casado. ¿Qué sentido tiene que yo críe un hijo partidario de su tío Orico, o de su tío Teidez, si diera la casualidad, si no gobierna en sus tierras?

—Está el nieto de Brajar —dijo Cazaril.

—¡Pero si tiene siete años! Tendría que esperar otros siete…

Lo que no ser
í
a necesariamente algo malo
, pensó Cazaril.

—Ahora es demasiado pronto, pero eso es demasiado tarde. Puede pasar de todo en siete años. La gente muere, los países van a la guerra…

—Cierto —dijo Nan de Vrit—, vuestro padre el roya Ias prometió vuestra mano a un príncipe roknari cuando contabais dos años de edad, pero el pobre muchacho murió poco después por culpa de unas fiebres, de modo que todo se quedó en nada. De lo contrario, hace dos años que os hubierais trasladado a su principado.

Bromeando, Betriz propuso:

—También el Zorro de Ibra es viudo.

Iselle se atragantó.

—¡Pero si tiene más de setenta años!

—Sí, pero no está gordo. Y supongo que no tendrías que soportarlo mucho más tiempo.

—Ja. Seguro que viviría otros veinte años sólo para fastidiarme… creo que se le da bien. Y su Heredero también está casado. Me parece que su segundo hijo es el único róseo del país casi con los mismos años que yo, y no es el heredero.

—Este año no se os ofrecerá ningún ibrano, rósea —dijo Cazaril—. El Zorro está sumamente enfadado con Orico por su torpe mediación en la guerra en Ibra del Sur.

—Sí, pero… dicen que todos los nobles ibranos se entrenan como oficiales navales —dijo Iselle, adoptando una expresión introspectiva.

—Bueno, ¿y de qué le sirve eso a Orico? —rezongó Nan de Vrit—. Chalion no tiene ni un metro de costa.

—Para nuestro pesar —murmuró Iselle.

—Cuando Gotorget estaba en nuestro poder —dijo Cazaril, con amargura—, y reteníamos sus pasos, tuvimos una ocasión inmejorable para apoderarnos del puerto de Visping. Ahora hemos perdido esa ventaja… en fin, da igual. Mi intuición, rósea, me dice que seréis prometida a un lord de Darthaca. Así que más nos vale repasar esas declinaciones la semana que viene, ¿eh?

Iselle torció el gesto, pero suspiró su asentimiento. Cazaril sonrió y se despidió con una reverencia. Si Iselle no iba a contraer matrimonio con un roya regente, a él no le importaría que fuera con un lord fronterizo darthaco, reflexionó mientras bajaba las escaleras. Al menos el señor de alguna de las provincias septentrionales más cálidas. Tanto el poder como la distancia le vendrían bien a Iselle para protegerse de las… dificultades, de la corte de Chalion. Y cuanto antes, mejor.

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