La Maestra de la Laguna (96 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Con su sabiduría ancestral, Jim sabía que ver ese animal durante un "viaje" simbolizaba un proceso de iniciación, el final de algo y el renacer de cosas nuevas. Como en el desprendimiento del seno materno, el Murciélago deja su cueva umbría para salir al mundo y afrontar los temores de lo desconocido. Jim vio oscuridad y temor en el alma del hombre de la laguna, la identidad oculta que necesitaba salir a la luz y así cumplir con la finalidad para la que el Murciélago Guía brinda su ayuda: dar la bienvenida a un nuevo modo de entender las cosas. Renacer.

Jim mantuvo la invocación para promover esa curación espiritual, sólo en bien de Pequeña Brasa. Si Francisco Peña y Balcarce expulsaba su veneno, ella viviría feliz a su lado.

Ya estaba hecho. Podía irse en paz.

EPÍLOGO

Escuela Normal del Tucumán, abril de 1872

Querido Julián:

¡Con cuánta alegría recibo tu última carta, la que me escribes desde París! Mi suegra nos visita a menudo desde que volví a quedar en estado y me la trajo hace dos días. Ya ves, te respondo cuando la escuela y los niños me dejan algo de tiempo. No me reproches la demora, que la tengo justificada. Ser madre y maestra ocupa todas mis horas, sin contar las labores domésticas, pese a la ayuda de los criados. Aquí todos son criados que van y vienen, hasta los estudiantes los emplean para llevarles los libros. Es una práctica viciosa que debemos erradicar. Con paciencia y tesón lo lograremos, como logramos también que funcione aquí una escuela normal como las que quiere el Presidente.

A propósito: ¿te conté lo que me dijo en la visita que le hice en Buenos Aires? Espero no estar repitiéndome, es que fue tan gracioso... Entraba yo en su despacho como la primera vez, secundada por la querida Aurelia. Al ver mi enorme vientre se dejó caer en el sillón y, con los ojos agrandados por la sorpresa, preguntó si yo venía a dimitir, como tantas otras. Le contesté que por el momento sí, dada mi condición, pero que con mi esposo, Francisco Balcarce, habíamos llegado a un acuerdo. Al pronunciar ese nombre, Sarmiento se echó a reír con gran estrépito, desconcertándonos a todos. Se giró hacia la ventana que da al río y haciendo gestos con el puño, exclamó: "¡Por fin, viejo y peludo, se te cumplió el deseo! Ya empieza a arder la fragua que alimentará a esta tierra".

Aurelia también reía, y al verme excluida del chiste, se apresuró a explicar que Sarmiento se estaba dirigiendo a un tal Alberdi, con el cual tuvo bastantes "agarradas", como dicen por acá. Parece que el doctor Alberdi confiaba en la inmigración para forjar una sangre vigorosa en el país y que hasta ahora ninguna de las maestras convocadas había cristalizado ese deseo, ya que las que se casaron lo hicieron con sus compatriotas. Sarmiento dijo, con su ironía habitual, que "las cazaron" las familias inglesas. Y que yo era la primera en dejarme atrapar por un hombre de estos pagos. Creo que la expresión "atrapar" fue de lo más acertada, ¿no lo crees?

Fran te manda sus saludos y sus recriminaciones por tardar tanto en venir a conocer a tu ahijado. ¡El pequeño Santos ya cumple tres años! Te estás ganando fama de padrino desalmado. No puedo creer que te hayas convertido en un dandy allá, en Francia. Recuerda que el país está cambiando y te espera para sorprenderte.

Aquí, en Tucumán, el cultivo de la caña de azúcar ha dado dinamismo a la región, y el año que viene llegará el Ferrocarril. Claro que hay atraso en muchas otras cosas: el paludismo es una enfermedad corriente y hay costumbres que el Director de nuestra Escuela, el señor John William Stearns, repudia por completo. Es un hombre áspero, muy distinto a su hermano George, sin embargo nos llevamos bien. Creo que, muy a su pesar, ama el Tucumán y siente que está haciendo algo duradero con estos niños.

Tus padres ofician de abuelos siempre que pueden. Fran ha llevado a Santos más de una vez a El Duraznillo, riéndose de mis temores de madre. Tiene un poni sólo para él, llamado Mustafá, y tu padre dice que pronto le amansará un potrillo bayo que ha nacido en los corrales. Yo no quiero verlo montar siendo tan pequeño, pero no puedo hacer nada frente a dos hombres entusiasmados como chiquillos con las gracias de mi hijo.

Me encuentro muy feliz en esta provincia, Julián. Casi lamento que finalice mi contrato y debamos regresar a Buenos Aires. Sin embargo, si Dios lo dispone por algo será. Dice Aurelia que me destinarán a una escuela nueva, para el curso de aplicación. Me agrada tratar con los más pequeños de la clase, me recuerdan a mis alumnos de la laguna. Los extraño, me gustaría saber de ellos, sobre todo de algunos que llevo prendidos en mi corazón.

Me ofrecieron trabajar también en la American School, la escuela de Emma Trégent. Me rehusé, pues comulgo más con la modalidad de escuela pública de Sarmiento. Esas escuelas privadas, en definitiva, están destinadas a niñas de clase acomodada, para que acompañen luego a los esposos en los salones y eduquen a sus hijos para ser futuros dirigentes. Espero que compartas mi criterio y que los europeos no te hayan transformado en un hombre remilgado y presuntuoso. Odiaría eso, Julián querido.

Me despido, no sin hacerte antes una observación: aquí en la República se habla mucho del ministro Avellaneda como futuro Presidente. Tuve ocasión de conocerlo la vez que firmé mi segundo contrato. Es un hombre encantador, parece frágil por su aspecto refinado, pero sus ojos negros hablan por sí solos de la pasión que lo anima. Cuando supo de nuestras andanzas por la zona de la laguna, aseguró conocerte y saber que estabas viajando por el mundo, aunque de buena fuente tenía la certeza de tu pronto regreso. ¿Es eso cierto? ¿Nos darás a todos esa alegría, sobre todo a tus padres? Que así sea, pues el tiempo corre y se lamentan las horas pasadas sin el apoyo y el consuelo de los que nos aman.

Respóndeme apenas puedas, quiero saber todo sobre las fiestas a las que te invitan a diario. ¿Hay, acaso, algún corazón que te retiene? Si es así, que sea ella la que cambie de aires. No pensarás quedarte en aquel continente de fríos inviernos. Recuerda los soles de tu patria, que entibian cualquier tristeza.

Mi más hondo cariño va junto con el de Fran y el de Santos,

Tuya,

Elizabeth

Elizabeth colocó la pluma en el tintero y sacudió la hoja para secar la tinta. Tenía prisa en enviar esa carta, pues si Julián Zaldívar estaba a punto de regresar de su largo viaje alrededor del mundo debían comenzar los preparativos para recibirlo. Los Zaldívar organizarían una bienvenida en Buenos Aires o en El Duraznillo, y si la llegada coincidía con su propio regreso a la ciudad, tanto mejor, pues ansiaba encontrarse con el hombre bueno y sensible al que en algún momento imaginó como esposo, en medio de sus azarosas circunstancias. Deseaba para él la misma dicha serena que en el presente coronaba sus días.

Distraída con sus divagaciones, no escuchó los pasos que se acercaban por detrás, hasta que unas manos fuertes la tomaron de la cintura.

—Mmm... va creciendo.

Ella se giró, enfurruñada.

—No me recuerdes a cada momento que estoy volviéndome una vaca.

Fran levantó las manos, en señal de rendición.

—No tuve esa intención, lo juro. No pude resistirme a visitar a mi adorada esposa antes de su clase, por si quería saber que el pequeño Santos ya escribe.

El semblante de Elizabeth cambió por completo, iluminándose con una sonrisa de arrobamiento. Francisco degustó esa imagen encantadora antes de decirle:

—Palos, palitos y palotes, con mano firme y trazo seguro.

—Muéstrame.

Sabiendo de antemano que su esposa le pediría pruebas, Fran sacó del bolsillo un papel doblado en cuatro que desplegó ante la impaciente mirada de Elizabeth. Se veían marcas finas y gruesas que formaban filas, como soldaditos en marcha, y cubrían la página por completo. Elizabeth las contempló como si fuesen una obra de arte y tomó la hoja, que se mezcló con la carta de Julián. Fran observó de reojo la escritura y frunció el ceño.

—¿Otra vez le escribes?

Ella, sin dejar de admirar los trazos de su hijo, respondió:

—Creo que está a punto de volver.

La expresión de Francisco se suavizó con un gesto de anhelo. ¡Julián, por fin, de vuelta! Pese a sus desencuentros, no había habido lugar para otro amigo en su corazón y quería compartir con él lo más sagrado que le había dado la vida: su familia.

Se sentía completo, renovado su espíritu con el nacimiento del pequeño Santos y el anuncio del futuro niño que, para dar gusto a su esposa, rogaba que fuese niña. ¿Qué podía temer? Recuperado gracias al milagroso tónico del doctor Ortiz de aquella enfermedad que lo hizo pensar en la muerte, habría sido injusto caer presa de los celos. Sería ingrato con el destino que, de un golpe de timón, había dirigido su rumbo hacia un mar sin turbulencias, con Elizabeth a su lado y su madre, que ahora vivía sola en la casa de Flores, en feliz retiro de su matrimonio desdichado.

La vida le sonreía a Francisco de todos los Santos Balcarce, un hombre nuevo surgido de las cenizas del otro, el que se hundía en la soledad y el oprobio. Había hecho falta hundirse hasta el fondo, sin embargo, para renacer y ver la luz con nuevos ojos.

"Ojos de lince" que ya no estaban ciegos, pues veían con la claridad que sólo da el corazón.

—¿Qué dices? ¿Es un pequeño genio tu hijo? —bromeó. Elizabeth le propinó un golpe con la hoja doblada.

—No me tomes por tonta. Soy maestra y me doy cuenta del valor que tiene esto.

—Que es mucho, ¿verdad?

—A su edad, y considerando el poco tiempo que dedico a enseñarle...

—Lo dicho, es un genio. No me asombra, se parece a su padre.

Elizabeth se echó a reír y la risa cantarina azuzó los sentidos de Francisco, que sintió la urgencia de besarla. La tomó en sus brazos y, con la carta de Julián entre ambos, acercó el pecho voluptuoso de ella, disfrutando de la sensación antes de tomar los labios carnosos entre los suyos. El beso se prolongó, creando otras necesidades que no podían satisfacer en el aula de la escuela, de modo que Elizabeth se zafó del abrazo, se acomodó la toquilla y, carraspeando, comenzó a ordenar sus papeles.

—Toma, lleva la carta al despacho, urgente —y, tras unos segundos de duda, agregó—: léela, si quieres. Después de todo, en ella hablo de ti tanto como de mí y de nuestro hijo.

Francisco sonrió con cierta vergüenza.

—No hace falta, confío en mi esposa.

Y se marchó con paso aplomado, la espalda poderosa y la cabeza erguida, hasta desaparecer por el pasillo de la galería.

Elizabeth se quedó mirándolo, ensimismada. ¡Cuánto había cambiado su esposo durante el tiempo que llevaban juntos! Ella no habría creído posible que un tónico pudiese obrar el milagro de sanarlo de cuerpo y espíritu, y así era, ya que no había tomado otra cosa que aquella receta. Agradecía a Dios que hubiese puesto en su camino al doctor Ortiz.

Ella misma estaba cambiada. Tiempo atrás, no se habría imaginado en una provincia alejada, dictando clases en una escuela normal de las que formaban maestros para la Argentina, cumpliendo el sueño de un hombre que había contagiado de optimismo a los que lo rodeaban, transformando lo imposible. Tampoco imaginó que Francisco encontraría allí un trabajo en la plantación de caña, labrándose un porvenir como administrador, algo que podría desempeñar luego en cualquier parte del país, con sus conocimientos de economía y la experiencia de campo adquirida a lo largo de los años.

La vida le sonreía a Elizabeth O'Connor, la arriesgada joven de Boston que había apostado todo a un sueño: enseñar.

—Misely, estoy lista.

Elizabeth contempló el rostro delicado de Livia. La niña estaba cumpliendo otro anhelo, el de la abuela que la había criado en el desierto: sería maestra, como soñaba cuando era una alumna silenciosa en la escuelita de la laguna. Vestía guardapolvo y llevaba el cabello rubio trenzado tan tirante que le rasgaba más aún los ojos verdes y hermosos. Se había convertido en una muchachita espigada que llamaba la atención con sus rasgos exóticos, fruto del mestizaje.

Elizabeth había enviado un recado al Padre Miguel para que le informase de la suerte de sus niños y, cuando supo que Livia deseaba seguir estudiando, no lo pensó dos veces. Removió cielo y tierra y consiguió que la llevasen al Tucumán, donde la recibió en su propia casa del piso superior de la escuela. Una de las madres de las niñas mayores se ofreció luego a albergarla hasta que obtuviese su título.

El "normalismo" se estaba extendiendo por todo el país como una mística, y cada vez eran más los niños que acudían a las "escuelas de Sarmiento", como las llamaban. La diferencia con la modalidad anterior era abrumadora: la enseñanza se organizaba sobre la base de planes de estudio, los maestros tenían formación científica y aplicaban métodos comprobados, y los alumnos egresaban con títulos que les permitían trabajar, en especial las mujeres, puesto que la profesión de maestra adquirió un matiz sagrado y todos respetaban a las maestras normales. Muchas podían, incluso, atreverse a iniciar una educación universitaria mientras trabajaban enseñando en las escuelas. Elizabeth se regodeaba al advertir tales cambios. Habían quedado atrás los problemas del principio: la irregularidad en los pagos, la desconfianza de las madres y la hostilidad de la Iglesia, aunque de esto todavía conservaban resabios algunas provincias. Los escollos se salvarían, no lo dudaba. Jamás había visto tanto empeño en educar a un pueblo, ni siquiera en su Massachusetts, puesto que en el sur de América las condiciones eran más primitivas y el camino a recorrer muy sinuoso. Sin embargo, contemplando a Livia vestida de modo impecable, sonriente el rostro moreno, con sus cuartillas bajo el brazo, presintió que aquella misión iba a llegar mucho más lejos de lo que ella misma podría ver. Se imaginó a sí misma rodeada de hijos y de nietos, del brazo de un esposo todavía buen mozo, recibiendo a sus antiguos alumnos con la satisfacción del deber cumplido, y una lágrima de emoción rodó, inoportuna, por su mejilla. ¡Qué trastorno el embarazo! La tornaba melancólica.

—Misely —murmuró sorprendida Livia—, ¿está triste?

—Claro que no —repuso Elizabeth con premura—. Es que acabo de saber que mi hijito escribe sus primeros trazos y me emocioné, es todo. Vamos, Livia, que la campana sonará dentro de un momento y creo que no borré la pizarra todavía.

—Yo lo hago, Misely. ¿Sabe? Nunca se lo dije allá en el pago... pero siempre quise borrar lo que usted dejaba escrito en la pizarra de la escuelita.

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