La Maestra de la Laguna (91 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Nada. Ni un miserable humo de fogón sobrevuela la techumbre de paja. El Centinela está abandonado, como la cáscara de un fruto podrido.

Cien, cincuenta, veinte metros... diez metros...

Adentro, la tensión crece a medida que el indio se acerca. ¿Sabrá el capitán lo que hace? La duda carcome el corazón de algunos, que ya sienten el olor a grasa de potro en sus narices.

Ocho metros...

Hasta el resuello de los indios se escucha.

—¡Fuego!

Se desata un infierno de explosiones, aullidos de dolor y rabia, gritos de triunfo y maldiciones, mezclados con el polvo que levantan los salvajes en su huida. Los que quedan después del ataque traicionero huyen a pie, dejando que los caballos busquen su propio refugio. El resto de la tropa salinera retrocede también, por instinto, formando nuevas figuras en torno al fortín que, de repente, es una lengua de fuego. Alguien ha conseguido arrojar una lanza encendida sobre el pajar del techo.

—¡Apaguen, carajo! —se escucha en el fragor de la carga.

Los soldados luchan contra el fuego desatado en el interior, procurando que no llegue a la comandancia, mientras cargan sus armas y alimentan los cañones que les permitirán rechazar el ataque que se viene. Repuestos de la sorpresa, los indios se arrojarán, ebrios de odio, buscando aniquilarlos.

El capitán Pineda ordena a Pereyra que coloque más hombres en la parte trasera, pues el círculo se ha cerrado en torno al fortín. Se santigua y avanza hacia la línea de combate, para fogonear los ánimos de sus hombres contra el indio.

—¡Hagan bosta con los crinudos, soldados!

La indiada opta por cabalgar en torno al Centinela, gritando y enarbolando lanzas, y también disparando, pues tienen algunos Remington. Y hasta cañones, como puede comprobar el capitán al recibir un balazo en el centro mismo del puente. Tratarán de pasar por allí, aunque los distraerán primero, para atacar los flancos o desde atrás.

Los recibirá como se debe.

—¿Cuánto podremos resistir, capitán? —inquiere, siempre ansioso, el segundo.

—Lo que dé la pólvora, Valdés —es la respuesta tajante.

Y los disparos se suceden sin interrupción, creando ecos de muerte en la llanura, levantando un humo acre que se mezcla con la tierra y oscurece el cielo, tan límpido en ese amanecer.

La lucha es desigual, sin embargo. Afuera, la pampa alzada los aguarda, mientras que adentro, un puñado de hombres intenta repeler la furia que, a lo largo de los siglos, ha amamantado a los indios. Imposible pasar a la ofensiva. Son demasiados. Y ya superaron la sorpresa inicial.

Un tumulto se forma en la empalizada, del lado de adentro: algunos indios consiguen saltar y caer sobre los soldados con sus facones, sus boleadoras, la mueca de rabia desfigurando sus rostros. Ruedan los cuerpos entrelazados, los puñales se clavan en la tierra, en los pechos, en las espuelas, en cualquier parte, porque los ojos no ven en esa polvareda de sangre y tierra. Se chucea al azar, caiga el que caiga. Es difícil acertarle al enemigo en esa confusión.

—¡Cuidado, mi capitán! —grita Valdés, antes de caer bajo el cuchillo que tajea su cuello.

Otra clarinada resuena en la llanura. Llegan refuerzos, ¿de quién? Por un momento, el aire se hiela en los pechos de los soldados. La suerte, otras veces esquiva, hoy está de su lado: son aliados del gobierno, los indios de Catriel y la gente de Quiñihual.

"Por fin el taimado da la cara", piensa Calfucurá, y le hierve la sangre en ansias de venganza.

La indiada se recompone en nueva formación y ataca en tropel, sin dar resuello a los caballos. Hay un entrevero que debilita a una de las facciones aliadas: los indios catrileros se niegan a pelear. En vano los azuza y amenaza su cacique, ellos sienten el llamado de la raza y se plantan. A la orden de Catriel, un milico de galones fusila al capitanejo instigador y eso decide a los otros a volver a la lucha. Se renuevan los gritos, las blasfemias, los quejidos, los disparos y el ruido espeluznante de las lanzas, hendiendo el aire en busca de la carne. Renovada, la carga catrilera hace estragos en la caballería araucana.

Calfucurá arremete, ciego de furia, con su reserva de quinientos jinetes, sin ver que el general Ignacio Rivas le sale al encuentro con sus trescientos lanceros. El choque se produce detrás del fortín. Los milicos de Rivas abren una brecha que divide en dos las fuerzas del jefe salinero, golpe de gracia que hiere de muerte al atacante.

Cara y cruz de un mismo destino. Todos son hijos de la tierra, los indios y los criollos; todos creen defender la causa legítima y dan la vida por ella. Siglos de enfrentamiento se deshacen en la victoria total de unos y la desbandada de otros. Calfucurá fue por la gloria y vuelve con la derrota.

Divididos en grupos que todavía luchan, los indios comienzan a retirarse hacia el oeste, seguidos con saña por los defensores de la plaza. La tierra queda marcada por las huellas de la persecución y los cadáveres yacen, superpuestos, sin importar la raza ni el color, tiñendo con su sangre la pampa, que ya no es del indio.

Es el ocaso de Calfucurá. Salinas Grandes no será su reino, su gloria se ha extinguido.

Las tribus regresan, agotadas y en silencio, a sus toldos. Hay tantos muertos... Sobre todo, muertas las ilusiones de grandeza, que el caudillo araucano supo acrecentar con sus luchas y sus acuerdos, sus traiciones y sus lealtades. La tristeza de Calfucurá es infinita, sólo se agotará cuando entre al País de los Muertos, la
huenu mapu,
la tierra de donde no se vuelve sino en el humo de los recuerdos.

En el fortín destrozado, por sobre el llanto de las mujeres y los gemidos de los agonizantes, se escucha la voz serena del capitán Pineda:

—Alférez, ice la bandera.

En medio de los restos humeantes y los cadáveres, los soldados se enjugan la frente y alguna lágrima, para seguir adelante con la misión. Recogen los trozos de artillería, los cuchillos perdidos, los quepis de los compañeros muertos. Habrá que darles sepultura de inmediato. En el cielo de la mañana, más claro al disiparse la humareda, ya planean los primeros buitres.

Francisco cabalgaba junto con las huestes que huían hacia el sudoeste, mezclado entre los indios como si fuese uno de ellos. No habría tiempo de explicar nada si los alcanzaba la tropa. Y, después de todo, él seguía siendo medio indio. En ese momento luchaba por su vida, igual que los otros.

La polvareda impedía ver hacia dónde se dirigían, aunque la caballada parecía reconocer cada recodo del camino, cada piedra, cada medanal. Avanzaron varios kilómetros en huida desenfrenada, hasta que los primeros en la línea se detuvieron, creando confusión entre los jinetes.

Un hombre les impedía el paso.

Francisco alcanzó a escuchar una exclamación, mezcla de rabia y sorpresa. Aguzando la vista, descubrió que se trataba de un anciano guerrero que aguardaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, la lanza clavada a sus pies, en claro mensaje de guerra. Nadie se movió. Parecían esperar alguna orden para actuar. Se formó un hueco entre los jinetes, haciendo lugar a otra figura, que entró en la escena.

Calfucurá. La ira le permitió reponerse de su vergüenza y encarar al más detestado de sus enemigos, el que se decía su amigo: Quiñihual.

Los dos hombres se midieron en silencio, mientras las tribus de ambos se mantenían apartadas, con un temor casi reverencial hacia sus caciques.

Francisco captó un movimiento sutil del indio viejo, al que reconoció como el huésped de Armando Zaldívar. El hombre parecía mirarlo a él, distinguiéndolo entre todos los otros jinetes. Fue un instante tan fugaz que Fran dudó de que realmente hubiese ocurrido.

Calfucurá avanzó unos pasos, disfrutando de la venganza por anticipado. Mataría al traidor, después de hacerle saber que mataría también a su hijo, aquel mozo que capturó para que la muerte de Quiñihual le supiera más dulce, atormentada por el sufrimiento de los suyos. Estaba a punto de decir las palabras que saboreaba en su boca cuando la aparición de otros personajes lo detuvo en seco.

Francisco creyó que toda su sangre se le escurría de las venas.

Elizabeth, desgreñada y sucia, se acercaba acompañada por un peón de igual traza que ella. Ambos subían con dificultad el médano que los separaba de las tribus. El hombre la ayudaba, tomándola del codo, y ella se recogía las faldas para que no la estorbasen. ¿Sabrían aquellos insensatos adonde se dirigían? ¿Verían a los temibles guerreros enfrentados, delante de ellos, o todavía no se daban cuenta de su situación?

Fran estaba a punto de lanzar el grito cuando Quiñihual se dio vuelta y señaló hacia Elizabeth. Ese gesto lo silenció, sumiéndolo en el pavor. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaba Armando? ¿Habrían atacado El Duraznillo?

Desde donde estaba no podía escuchar las palabras, aunque los gestos elocuentes de los indios le dieron a entender que Quiñihual quería llamar la atención de Calfucurá sobre Elizabeth. ¡Indio desgraciado! ¡Estaría ofreciéndosela como cautiva! Fran no esperó a confirmar su sospecha y se abalanzó a través de los jinetes, atropellando con su potro, sembrando la confusión. La galopada obligó a los dos caciques a mirarlo, cada uno con distinta expresión: Calfucurá tenía los ojos rojos de furia, mientras que en los de Quiñihual se percibía una chispa de satisfacción.

Francisco se detuvo a pocos pasos, clavando su mirada en Elizabeth. Ella levantó la suya y lo miró con adoración. Con el cabello enredado y lleno de cardos, la ropa rota, el chal torcido y las mejillas arañadas, manchadas de tierra y sudor, él la vio hermosa como nunca. Su esposa, su Elizabeth terca y orgullosa, atada a su vida sin remedio.

La mujer a la que amaba.

"¡Está vivo, Fran está vivo!", fue lo único que pensó ella. Aunque vistiera como un indio y acompañara a los salvajes, aunque la hubiese abandonado para volver con su gente, sintiéndose comprometido con la causa o indeciso entre pertenecer al mundo de los blancos o al de los indios, lo entendía. Podía comprender esa lucha interna del que se siente fuera de lugar en todas partes. ¿Acaso no lo habían vivido tantos antes que él en la historia de los pueblos? Lo importante era que estaba bien. Ya tendrían ocasión de hablar y decirse lo que faltaba aclarar entre ellos.

—Quiñihual hizo lo que debía —se escuchó decir, a través del viento—, lo que deben hacer todos para evitar muertes.

La voz del anciano resonaba entre los matorrales y sobre las dunas.

Calfucurá lo miraba con odio.

—Quiñihual hizo lo que haría un traidor —respondió con veneno—. No vale como jefe, es un esclavo del blanco, se vendió a su yerba, a su azúcar y a su tabaco.

—Calfucurá también se vendió a las mercancías del blanco. Las cuentas de las remesas del gobierno lo prueban. ¿O no tiene el jefe los documentos de tantos tratados?

Calfucurá apretó los dientes y replicó:

—No habrá paz en mi espíritu hasta que no vea aplastado al último traidor. Quiñihual debe morir.

—Puede ser —dijo con serenidad el anciano—. Pero antes, Calfucurá debe saber algo.

El caudillo se impacientaba. No quería parlamentar, sino dar un escarmiento. Y se le presentaba en toda su magnitud, con el hijo mestizo de Quiñihual delante. Podría vengarse por partida doble: anunciaría la muerte de Pulquitún y luego mataría al mozo ante los ojos del padre, para lancear después al propio Quiñihual frente a sus hombres.

Las palabras de su antiguo aliado lo desconcertaron:

—La mujer blanca aguarda un hijo que es nieto de Calfucurá, un legado de la estirpe de los Curá, tal vez el último.

Hubo una pequeña conmoción, en especial entre la gente de Namuncurá, que miró hacia donde su padre se mantenía, impertérrito, sobre el caballo. El silencio envolvió a los protagonistas de esa escena, congelándolos en sus posturas. Calfucurá contempló a Elizabeth, que parecía casi una niña.

—¿Quién lo dice? ¿Un traidor a la sangre?

—Lo dice la mujer, que es esposa del hijo a medias de Calfucurá. Las palabras de Quiñihual conmocionaron al caudillo hasta su fibra más íntima. "Hijos a medias" tenía a montones. Entre las cautivas y las esposas indias de su aduar, el jefe salinero era un padre prolífico que no desamparaba a ninguno de sus hijos, si bien tenía sus predilectos, como Namuncurá. ¿De qué hijo le hablaba Quiñihual?

Viendo que su parlamento había causado cierto efecto, el anciano cacique prosiguió.

—Ese hombre —y señaló a Francisco— es hijo del león del desierto. Lleva su sangre, como se puede apreciar en su porte.

El más sorprendido era el propio Francisco. Sabía que había sido engendrado por un cacique indio y no renegaba de ello, pero que su padre fuese el mismo demonio cuyo nombre se pronunciaba con temor religioso por toda la pampa, y hasta en Buenos Aires, era una confesión que excedía sus imaginaciones más audaces. No sabía si sentirse orgulloso de ese origen o denostarlo.

Todos los ojos estaban fijos en él. Los de Calfucurá empequeñecidos, analizando los rasgos del que se decía hijo suyo. Podía ser, tenía algo... No se parecía en nada a Namuncurá, aunque siendo de madre blanca... ¿En cuál de ellas lo habría gestado? Pensó en una en especial, una mujer hermosa que se le resistía hasta que la tomó por la fuerza, sin contemplaciones. Después la colmó de regalos y le puso una tienda para ella sola, pero aquella cautiva nunca recuperó la sonrisa. Un día, una partida de milicos la rescató y nunca supo más de ella. ¿Sería éste el hijo de la mujer? La incertidumbre le carcomía el pecho. El había dado por cierto que el mocito Peña y Balcarce era el hijo perdido de Quiñihual, y sobro esa certeza construyó su venganza, pero las cosas podían torcerse, ser de otra manera. Sólo los dioses lo sabían, y a veces se reían de los hombres con sus encrucijadas. Su gente le había informado que aquel mozo sufría de un mal del espíritu, que se perdía en los sueños del mismo modo que él durante sus borracheras.

Podía tratarse también de una estratagema de su enemigo, para confundirlo y así salvar el pellejo de su hijo. La duda cruel, sin embargo, había horadado su corazón. Ya no podría tomar venganza sin que se le presentara el espíritu de aquel mozo para reclamarle, en caso de ser su verdadero hijo.

Rumió la nueva situación hasta que pudo responder:

—Si es hijo mío, vendrá con mi gente a los toldos porque ése es su lugar, pero no hay sitio en mi pueblo para un traidor.

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