Mientras ocupaban su lugar, en medio del rumor apagado de las sillas, Elizabeth observó que la tía lanzaba miradas furibundas a los dos hombres.
"Metí la pata con mi comentario", pensó, y decidió ser más prudente en sus aseveraciones. Ella pasaría allí una temporada y cuanto más agradable fuese la estadía, mejor para todos.
Una criada joven acudió presurosa a servir el vino, que no era el carlón habitual sino de cosecha italiana. Sin duda, los negocios de su tío permitían lujos que otros no gozaban. Una imagen fugaz de las costumbres más sencillas de Aurelia y del propio Presidente le vino a la mente, mientras escanciaban el brebaje en su copa tallada. Se desilusionó un poco al ver que no conocería manjares exóticos en esa oportunidad, ya que sus tíos hacían honor a la comida extranjera: guiso de cordero con papas, sopa de cebolla y hojuelas con salsa de jengibre. La única concesión a los sabores criollos fue la fuente de empanadas del primer plato, que a Elizabeth le supieron exquisitas.
—Son de carne fresca, querida, no salada —aclaró la tía, vanagloriándose de cambiar las costumbres locales con mayor refinamiento culinario.
En la sobremesa, el tío Dickson se levantó para fumar en el despacho, dejándolos con la tía Florence, que jugueteaba con su copa y parloteaba:
—De modo que allá en el norte las muchachas salen a trabajar. En fin, los tiempos modernos... No puedo hacer más que darte buenos consejos, hija mía. En mi opinión, éste es el sitio más inadecuado para que una jovencita salga a las calles a ganar dinero, aunque sea de manera honesta. Los hombres no ven con buenos ojos esa conducta y, además, está el tema del peligro. Quién sabe, allá tal vez las calles estén más custodiadas o la gente sea más civilizada, pero aquí...
—En eso debo dar la razón a mi madre —apostilló Roland—. La calle no es lugar para una mujer de buena familia. Sólo las criadas salen a diario, las lavanderas, o...
—Pero primo, yo no trabajaría "en las calles" propiamente, sino en una escuela. ¿Es que no las hay? Roland levantó los ojos al techo.
—Las hay y, gracias a Sarmiento, en ellas se codea todo tipo de gente, desde la más encumbrada hasta la más pelada, porque él quiere que la educación sea igual para todos. ¡Como si el hijo de un matarife fuese comparable al de un doctor en leyes o un ministro!
Elizabeth pensó en el entusiasmo de Aurelia y en el del propio Sarmiento. Sabía que los cambios eran siempre resistidos, por eso no le hizo mella el rechazo de su primo a la educación igualadora. Ella la compartía, lo mismo que los educadores del este de los Estados Unidos, que habían acudido a enseñar a los más pobres del sur. La única garantía de igualdad era educar a todos los niños del mismo modo, fuera cual fuese su origen social o condición.
—No serán iguales, Roland, pero pueden tener las mismas oportunidades. Creo que ésa es la idea del Presidente.
Roland abrió mucho los ojos y se inclinó sobre la mesa, exclamando con vehemencia:
—¡Te ha convencido! Ese loco te inculcó sus ideas reformistas en apenas un rato de conversación. Sí, es un loco arbitrario que arrasa con todo. Dicen —y aquí el primo bajó la voz, como si alguien en la casa ignorase el secreto— que ha dejado a su mujer para engancharse con la hija del "viejo" Vélez Sarsfield, esa que te recibió en el puerto.
—No conozco detalles de la vida privada de las personas, Roland —interrumpió con suavidad Elizabeth—. Y la señorita Aurelia me ha parecido una mujer de principios y de ideas. Me atrevo a decir que es una persona leal, pese a que la he tratado poco.
—Bueno, sí, a su modo lo es, aunque se corren rumores de que su esposo ha matado por ella.
El tono de voz de Roland no era tan bajo como para que la tía Florence, absorta de modo extraño en el fondo de su copa, no escuchase.
—Querido, no difames. No sabemos bien qué ocurrió, nadie lo sabe.
—Nadie lo comenta en voz alta, querrá decir. Todo el mundo rumorea que era un hombre prestigioso en su profesión y muy admirado, incluso por el mismo Sarmiento, y que se desgració al matar por celos a un cortejante de su esposa, recién casada, además. Es de esas mujeres que compiten con los hombres, Lizzie, no te conviene frecuentarla. Va sola a todos lados y se mete en cuestiones de política. Verás cuánto más divertidas son mis amigas. Y van a quedarse encandiladas contigo.
—Es curioso cómo las ideas son tan diferentes según los países. De donde vengo, hay muchas mujeres que se meten en cuestiones públicas. Si no es por ellas mismas, lo hacen a través de sus esposos. Y también van solas por la calle, primo, a nadie le parece impropio.
—¿Por eso viajaste sola? —se sorprendió Roland—. Ya me parecía raro.
—No tan sola, ¿no es así, querida? Un apuesto señor vino a traer tus baúles esta mañana. No puedo decir que me haya sorprendido. Una joven como tú debe haber atraído la atención de todo el barco.
Elizabeth sintió que el rubor le calentaba las mejillas. Su primo salió al cruce oportunamente:
—Un caballero, sin duda, que vio la necesidad de ayudar a una dama desvalida.
—Que no habría tenido esa necesidad si hubieses acudido al muelle cuando te dije —intervino de mal modo la tía Florence.
A Roland le tocó el turno de ruborizarse y a Elizabeth de salvar la situación:
—Es mi culpa, tía Florence. Como no conocía las caras de ninguno de ustedes, me apresuré a declararme desolada y el señor Morris se dio cuenta y se ofreció a ayudar. Es un verdadero caballero.
—¿Morris? —murmuró la tía, atraída por ese nombre—. No me suena para nada. No es de las familias inglesas de por aquí.
—Viene por negocios, a lo mejor se queda poco tiempo —aventuró Elizabeth, cada vez más molesta por la conversación.
—Por negocios vienen todos, querida. Después terminan quedándose porque, a decir verdad, la ciudad es muy hospitalaria. Pero volviendo al tema de por qué no fuiste, Roland...
—¡Sí que fui, madre! ¿No escuchó a la prima Liz? Es que ella no me reconoció y desapareció rápido entre la gente. Además, si la "petisa" se la llevó de allí...
—¿La petisa?
—Aurelia Vélez. Le dicen así los íntimos. ¿No viste lo bajita que es?
—Casi como yo —sonrió Elizabeth.
Roland se sonrojó por segunda vez y se apuró a dar por terminada la conversación.
—No te compares, nada que ver una con otra. Ven, prima, voy a mostrarte el resto de la casa y después podrás ir a descansar a tu habitación.
Dejaron a la tía Florence sumida en sus pensamientos y ninguno vio cómo la mujer hacía señas a la criada para que le llenase la copa de nuevo con aquel vino espumante tan rico.
Los primeros días de Elizabeth en Buenos Aires transcurrieron de fiesta en fiesta, de las tertulias a los saraos, de las caminatas por el Paseo de Julio, bordeando el río, hasta las recorridas en carruaje por el camino de las quintas. Los Dickson poseían una en los suburbios de Palermo, construida al mejor estilo de los palacetes europeos, con imponente reja en la entrada, un jardín de sicómoros y sauces, la glorieta al fondo y una escalinata de mármol que culminaba en la galería de recargados frisos. En honor a Elizabeth, pasaron allí algunos días, recibiendo a todo el Buenos Aires que se preciara de fino, organizando excursiones en sulky y meriendas campestres. Al cabo del tercer día, Elizabeth ya estaba saturada de tanta charla intrascendente, tanto cortejo fatuo y tanto esfuerzo en sostener conversaciones que no iban más allá de algún que otro comentario sobre los nuevos artículos que llegaban al puerto, o sobre qué pensaban los políticos al aceptar la entrada de tanta gentuza sin control. "Una cosa son los ingleses", decían, "que ya están afincados entre nosotros y son gente pujante". "O los norteamericanos", agregaban en deferencia a Elizabeth. "Y otra bien distinta todos estos mercachifles, que van a inundar la ciudad de baratijas", refiriéndose con desprecio a los nuevos inmigrantes que, de a poco, iban dando colorido a Buenos Aires: alemanes del Volga, italianos, franceses, turcos, polacos... todos huyendo de las guerras europeas, buscando una vida pacífica donde pudieran, por fin, cosechar el fruto de sus esfuerzos.
Elizabeth era consciente de que muchos amigos de su primo Roland la cortejaban por venir de una nación que se perfilaba como progresista, si bien albergaban algunas dudas, ya que la atracción de lo europeo era muy fuerte. América del Norte aún era una promesa, como la región del Plata. Y Elizabeth O'Connor se sentía norteamericana hasta la médula.
En cuanto a las jóvenes damas de aquella sociedad elitista, sintieron tanta atracción como antipatía hacia ella. Elizabeth no encajaba en sus expectativas de cazar un marido que las mantuviese y les diera una vida de lujo. Apenas captaron esa diferencia tomaron cierta distancia, aunque siguieron pendientes de ella, cosa que su primo atribuyó a los celos, puesto que la prima Liz estaba concitando la atención de los solteros más codiciados. Una de las más enconadas fue su propia prima, Lydia Dickson. Vivía hacia el norte de la ciudad, donde aún no había edificios lujosos. Su esposo, un médico bastante reconocido, parecía un hombre bueno y paciente, sin duda puesto a prueba mil veces por el carácter agrio y caprichoso de su esposa. Los primeros celos de Lydia se debieron a la simpatía que captó entre su padre y Elizabeth. Como primogénita, se creía merecedora de toda la atención de sus padres, aunque el carácter que fue desarrollando la alejó incluso de su familia. Roland apenas la toleraba y la tía Florence la sufría cada vez que los visitaba. No había tenido hijos, y esa falta agregó un motivo más de acidez a su vida. En una oportunidad, cuando Elizabeth comentó las ideas de la señora Mann, en el sentido de que toda mujer debía enseñar a los hijos ajenos primero, para luego tener los propios, Lydia comentó, despectiva:
—¿Y malgastar energías en otros? Ya no quedaría paciencia para los hijos. Por eso yo no me he decidido todavía a tenerlos. Son una gran responsabilidad y una pierde su libertad al criarlos.
—Espero que no pierdas también la oportunidad, hermana, cuando se te pase el cuarto de hora.
La tía Florence ahogó una protesta hacia Roland, tras mirar el rostro colérico de su hija.
Elizabeth sintió pena por el comentario, que revelaba la amargura de aquella mujer, sin duda decepcionada también del matrimonio, a juzgar por la frialdad con que trataba a su esposo. Frialdad que también encontraba Elizabeth en el trato que Florence dispensaba al tío Fred. Su primera impresión sobre el tío fue cambiando. Ya no le parecía indiferente como su tío Andrew, sino un hombre solitario que encontraba una vía de escape en los negocios y los debates políticos que proliferaban por doquier en Buenos Aires.
Entre las señoras encopetadas que frecuentaban a los Dickson, había una que atraía las miradas lujuriosas de casi todos los hombres. Se trataba de la esposa de un distinguido senador que, dedicado de lleno a sus asuntos públicos, solía dejarle tiempo libre para sus devaneos. Elizabeth percibía en ella una disimulada malicia que la impulsaba a eludirla. Una tarde en que se vio obligada a desempeñar el insoportable papel de alentar a los hombres mientras jugaban cricket, descubrió que la mujer la observaba con interés desde su sitial bajo la sombra de un paraíso. Algo incómoda, Elizabeth simuló estar atenta al juego, lo que no impidió a su observadora comentar:
—Siempre me pregunté cómo podría vivir una mujer bajo las reglas de una sociedad tan puritana como la de su país, Miss O'Connor. Ha de ser insoportable. Entiendo que venga usted a refrescarse un poco a otras latitudes.
Elizabeth se erizó por dentro, pero encontró la serenidad para contestar.
—Las reglas no molestan si son justas, señora.
—Me llamo Teresa —dijo la otra— y he viajado a Norteamérica con mi esposo, el senador Del Águila. Visitamos las hermosas tierras de Florida, donde todo es bello y exuberante, las señoras visten trajes espléndidos y los hombres son verdaderos caballeros, muy distintos a los palurdos que ahora los dominan.
Las otras damas se abanicaron con nerviosismo, puesto que las filosas palabras de Teresa parecían dedicadas a ofender a la parienta de los Dickson en especial.
—Qué puede esperarse de hombres que no saben distinguir la superioridad de las razas —continuó—. Tengo entendido que, después de la guerra, los negros que sirvieron en el ejército se encuentran más pobres que antes. Menudo favor les hicieron al liberarlos, ¿no cree usted? Claro que eso ya es agua pasada en su caso, Miss O'Connor, cuando se encuentra aquí, rodeada de festejantes que le harán olvidar los sinsabores de la guerra y sus secuelas.
Elizabeth miró a Teresa del Águila y sintió en carne propia el dardo de la maldad. Ella no conocía a esa mujer ni había dicho nada que la perjudicara. Sin embargo, la otra se complacía en hostigarla sin motivo. Hasta que la voz de Lydia Dickson le permitió entrever la razón de aquella actitud: los celos.
—Mi prima es una mujer "liberada", Teresa. No la creas tan mojigata. Vino sola en barco y hasta se trajo un pretendiente a bordo.
—¿Ah, sí? —exclamó con interés la belleza morena—. ¿Y cómo pudo flirtear de ese modo, Elizabeth, sin perder la virtud más estimada, la reputación?
La joven abrió la boca para dar una respuesta cortante, cuando Lydia la sorprendió diciendo:
—Mamá dice que es un don nadie. No se conoce su nombre en la ciudad, ni se sabe para qué vino. Ella le tiene reservado uno de los porteños más codiciados, el hijo de los Peña y Balcarce.
Pese a su sorpresa al verse así, vapuleada como una mercadería en oferta, Elizabeth advirtió un cambio sutil en la señora Del Águila al escuchar las palabras de su prima. Los ojos negros se entrecerraron y la mirada bajo las pestañas se tornó fría, en tanto que los labios carnosos se afinaron en un rictus desagradable.
—Eso se llama disparar al aire, querida —dijo, con estudiada indiferencia—. No existe la mujer capaz de hacer sentar cabeza al mayor de los Peña y Balcarce.
Y volvió su atención al juego, mientras se abanicaba con aire indolente.
Por fin, sus tíos decidieron regresar y Elizabeth pudo refugiarse de nuevo en la casa de La Merced, aunque las tertulias seguían sucediéndose, lo mismo que las visitas de cortesía que se veía obligada a efectuar, acompañando a Florence.
Una tarde lluviosa, cuando se le hizo insoportable el tedio de la vida mundana y ociosa, Elizabeth decidió visitar a Aurelia. Le parecía que sólo en ella encontraría el tipo de conversación que su espíritu necesitaba. Quería resarcirse de tanta frivolidad y aprovechó la ausencia de su tía, que se había retirado a su cuarto con la excusa de una jaqueca, y la de su primo, que por las tardes solía reunirse en un club de amigos del que nunca daba demasiadas explicaciones en presencia de su prima.