Ambos sabían que el Reverendo William Goodfellow, pastor de la Iglesia Episcopal Metodista, que había llegado años atrás para actuar de mediador con los maestros que viniesen de Norteamérica, estaba fracasando por los diversos escollos que la misión planteaba y Sarmiento, hombre de pocas pulgas, solía tomar entre manos todo asunto que se retardase.
—Encantada de conocerlo en persona, señor Presidente.
—Aprecio que hable usted el español, señorita O'Connor, eso nos ahorra mucho tiempo. Dígame, su apellido...
—Es irlandés, señor. Es la sangre que corre por mis venas, aunque mi formación es bostoniana, tal como usted dijo preferir.
Sarmiento esbozó una sonrisa que semejaba una mueca burlona.
—No estoy en situación de preferir tantas cosas, señorita. Esta empresa es de por sí harto difícil y su presencia aquí en mi tierra es un regalo tan excesivo como bien apreciado. Puedo asegurarle que, aunque la amable señora Mann hubiese escogido a sus candidatas entre granjeras del Medio Oeste, igual la recibiría con los brazos abiertos, tal es mi necesidad. Pero celebro que, además, venga dotada de tan altos títulos. Yo mismo soy maestro "de media cuchara", así que no me pongo pretencioso.
Elizabeth no entendió aquella expresión, que remitía a la falta de formación académica de Sarmiento, un hombre que había forjado su educación fuera de las aulas, a fuerza de empeño y voluntad. El Presidente hizo un gesto en dirección a la silla opuesta y se sentó tras el escritorio, después de Elizabeth. De inmediato reparó en Aurelia, todavía en el quicio de la puerta.
—Aurelia querida, gracias por traer a la señorita O'Connor. ¿Seré muy abusivo si te pido que la esperes para acompañarla a su residencia?
Aurelia dio dos pasitos hacia adelante como si deseara decir algo más y luego accedió con simpatía:
—La esperaré y la llevaré a casa a tomar el desayuno.
—¡Por Dios, qué desconsiderado soy! Claro que no ha desayunado, es muy temprano. Ordenaré a mi edecán que le sirva un chocolate.
—No se preocupe por mí, señor. Estoy acostumbrada a tomar algo liviano a media mañana, de manera que bien puedo aguardar a estar instalada, gracias.
Sarmiento echó el corpachón hacia atrás, apoyándose en el alto respaldo de su silla. Elizabeth pudo escuchar el ruido de la puerta al cerrarse detrás de ella, antes de que el Presidente la interrogara.
—Debo preguntar, Miss O'Connor. ¿Ha dejado atrás algún pretendiente que pueda tironear de usted en algún momento? Disculpe mi franqueza —agregó, al ver que la joven se envaraba—. Debo saber si, en caso de aceptar el puesto, cuento con su presencia por un tiempo. Sabrá que otras compatriotas han venido antes que usted y se han marchado también.
Elizabeth no estaba acostumbrada a que indagaran de tal modo en su vida privada. En Boston, a nadie se le habría ocurrido formular preguntas íntimas sin conocerse antes, pero debía adaptarse a esa nueva sociedad y, además, ese hombre era el mismísimo Presidente de la República, que la estaba recibiendo con la confianza de un amigo y ofreciéndole desayunar en su despacho. Y, al parecer, no empleaba circunloquios para referirse a ningún tema.
—No tengo en Boston más que a mi madre y a mi tío, señor.
—Y su madre la extrañará, supongo.
—Ella aprueba mi dedicación a la enseñanza, a pesar de que prefiere tenerme cerca, como es natural. Permítame aclarar que en este punto todavía no estoy decidida. En la Escuela Normal de Boston había sitio para mí, pero yo quise...
Vaciló, y Sarmiento se inclinó hacia adelante, mirándola con fijeza, esperando que ella revelara el secreto de su presencia en aquel sitio tan alejado de su civilizada vida bostoniana.
—Quise dedicarme a quienes más me necesitaran, niños que no tuviesen tantas oportunidades. Por eso estuve un tiempo en la escuela para sordomudos de la señora Mann. Luego, durante una reunión en mi casa, ella mencionó la situación de su país y yo pensé que esta empresa superaría todos los desafíos que pudiesen presentárseme.
—No le quepa duda, señorita O'Connor, ninguna duda —murmuró Sarmiento, mientras sus manazas revolvían unos papeles desordenados sobre el tapete—. A mí también me atraen los desafíos. Créame si le digo que me crezco en las peleas. Por lo que vi durante mis viajes y lo que Mary me ha contado en sus cartas —continuó— los problemas del sur de su país son bastante parecidos a los nuestros de por acá. Si no nos sacudimos el polvo de la brutalidad de los sistemas políticos degradantes, nos quedaremos en tinieblas, mientras que el mundo progresista se irá alejando, como un buque que se pierde en la bruma, dejándonos a la deriva. Civilización o barbarie son las opciones, señorita. Espero que coincida conmigo en que hay que educar a todos por igual, sin discriminación de raza o credo. Es más, desearía saber qué religión profesa o si profesa alguna, pues en esto también veo problemas.
Elizabeth sabía que estaba siendo sometida a un verdadero interrogatorio y, a pesar de que el hombre fogoso que tenía ante sí la cautivaba de modo inexplicable, se sintió molesta por tener que exponer su vida privada en la primera entrevista con alguien del país, aunque fuese el Presidente. Sin duda, Sarmiento no tenía la delicadeza de Aurelia Vélez.
—Como buena irlandesa soy católica, señor.
—Bueno —bufó Sarmiento—. Al menos usted no tendrá problemas con eso.
—¿Cómo dice?
—Es que los curas se han propuesto boicotearme el sistema de traer maestras extranjeras, y todo porque la mayoría son protestantes.
Sarmiento golpeó con fastidio la mesa, haciendo saltar los papeles, y se levantó para dar énfasis a sus palabras.
—No tengo nada en contra de la religión. Mi madre y mis hermanas han sido siempre muy devotas. Yo, como todo varón, soy más remiso a la hora de pisar una iglesia, pero no tolero que se utilicen las creencias, que deben estar reservadas a las vidas privadas, como un azote en la vida pública: no hacer esto, no leer aquello. Por eso quiero maestros laicos, sobre todo para las mujeres, a quienes se les suele llenar la cabeza con paparruchadas. ¡Cómo unas formas de mortaja van a educar a las damas! —exclamó, aludiendo a las monjas.
A medida que se encendía la ira en su discurso, Sarmiento paseaba de un lado a otro en la habitación, sin acordarse de Elizabeth, hasta que ella carraspeó con delicadeza.
—Disculpe. Espero que no sea usted una de esas damitas educadas en conventos, o me creerá un hereje.
Elizabeth rió y el Presidente se dejó mecer por el sonido de aquella risa cristalina.
—Claro que no. Aunque mi madre hubiese querido que estudiara en el Convento de los Milagros, mi tío, un hombre radical, se opuso porque en esos tiempos estaba peleado con el vicario rector. De todas maneras, entiendo que usted se refiere al clero recalcitrante, pues se sabe de algunas órdenes religiosas muy progresistas.
—¿Le preocupa a usted la maledicencia, Miss O'Connor? Lo abrupto de la pregunta desconcertó a Elizabeth.
—Se lo pregunto —explicó Sarmiento, sin aguardar respuesta— porque yo, que suelo ser provinciano en Buenos Aires y porteño en las provincias, estoy acostumbrado a ella. Sé que la criticarán a usted una y mil veces. Dirán que es una hereje por venir de la América del Norte, por lo menos hasta que sepan que es católica; deplorarán su virtud, o más bien la falta de ella, por aventurarse hasta aquí sola; criticarán sus métodos sólo por ser extranjeros, en fin, quién sabe cuántas sandeces más que a mí ya no me hacen mella. Tengo bien duro el pellejo. Usted, en cambio, es joven y tierna. Temo que la crueldad de la gente que nada hace y mucho dice termine por dañarla.
Elizabeth comprendió que aquel hombre debía sentirse muy solo en la lucha civilizadora. Ella sabía, por boca de la misma Mary Mann, que también su esposo había debido enfrentar mil escollos para imponer sus ideas y sus métodos, así que simpatizó de inmediato con Sarmiento, pues reconocía en él un espíritu similar. Sólo las mujeres favorecidas por una educación superior podían descollar en alguna actividad y ser aceptadas de igual a igual entre los hombres. Sospechó que el Presidente apreciaba a ese tipo de mujer. Si apostaba a las maestras para cambiar su país, sin duda valoraba la condición femenina.
—Mi único temor sería no contar con suficientes alumnos, Excelencia. Fuera de eso, estoy segura de poder soportar desaires y palabras vanas, si llegara a emplearme como maestra.
Sarmiento dulcificó la mirada bajo el ceño gris al contemplar a la personita que tenía enfrente. Si hubiese escrito una lista de las cualidades que deseaba para su próxima maestra importada, no podría haberlas reunido con tanto acierto como las veía en Elizabeth O'Connor: bonita, educada sin afectación, corajuda y con ideas propias. Una mujer de las que a él le gustaban, y cierto era que le gustaban muchas. Aurelia, sin embargo, había ganado su corazón hacía tanto tiempo que le costaba pensar en ninguna otra ocupando su lugar. La sociedad no lo sabía a ciencia cierta, si bien sospechaba que Aurelia Vélez, veinticinco años menor, era la amiga y la amante del Presidente de la Nación quien, además y para escándalo de los moralistas, estaba separado de su esposa. ¿Convivir con una mujer como Benita, tan cruel en sus celos insidiosos y sus persecuciones enfermizas, habiendo por el mundo féminas de la talla de Aurelia Vélez y Elizabeth O'Connor? Mujeres inteligentes, bellas, fieles en la amistad, generosas en su entrega, sin retaceos ni ocultas intenciones. El también, al igual que el capitán Flannery y Jim Morris, veía la joya oculta bajo la piedra. Elizabeth O'Connor era la indicada, aunque debía ser honesto y advertirle.
Volvió a su asiento y acomodó los papeles para darse tiempo.
—Mary Mann le habrá hablado de mi país, supongo, y de las condiciones de contratación.
—Dijo que el tiempo estipulado era de tres años y que el gobierno ofrecía ciento cincuenta pesos oro. Bien sobrado, debo decir. Una mujer sola no necesita más.
—Ése es otro punto, señorita O'Connor —Sarmiento estuvo a punto de levantarse de nuevo para pontificar y se contuvo—. Todos le dirán que su mejor oportunidad es quedarse aquí en Buenos Aires, y yo seré el primero en recomendárselo. Tendrá comodidades, vida social y pocos contratiempos.
—¿Y sin embargo? —aventuró Elizabeth, sorprendiendo al mandatario.
—Sin embargo, como bien adivina usted, no era ésa mi intención al traerla aquí. Las maestras son necesarias en todas partes, y nunca tanto como tierra adentro. Es allí donde la barbarie echa raíces con mayor profundidad, puesto que las provincias han vivido años de caudillismo y violencia y todo eso conspira contra la educación. Ahora mismo estoy, de tanto en tanto, sofocando rebeliones en algunas de ellas, además de recoger las miserias de una guerra con países hermanados en la historia y... —aquí su voz bajó un tono, llamando la atención de Elizabeth— velando todavía a un hijo perdido en esa guerra.
La expresión adusta de aquel hombre, capaz de aplastar una cabeza con sus manos o de fulminar a un enemigo con la mirada, se convirtió en la máscara de dolor de un padre que añora al hijo que no volverá a abrazar. Elizabeth no sabía de la muerte de Dominguito, herido de guerra en plena juventud. No obstante, le bastó mirar el fondo turbio de los ojos del hombre para sentirse en comunión con su alma.
—Lo siento —susurró, conmovida.
Sarmiento se demoró en dirigirle la mirada. En los ojos de la joven maestra vio reflejada la luz de sus propios proyectos: hacer de toda la República una escuela, que los niños se educaran en la igualdad y que hasta el gaucho, su anatema predilecto, se convirtiese en hombre útil. ¡Ya verían los enemigos y críticos de lo que era capaz con la gente adecuada! ¡Y que el demonio lo llevara si Elizabeth O'Connor no era la más adecuada de todas!
Dos golpes discretos interrumpieron el interludio y Sarmiento recuperó su vozarrón.
—¡Adelante!
De nuevo el edecán tembloroso, sosteniendo una bandeja con una pavita y un mate, cubiertos con una servilleta de lino.
Sarmiento hizo un gesto invitando al mozo a entrar con confianza.
—Francis, deja todo eso acá y dame razón de Aurelia, que la necesito para escoltar a la señorita O'Connor.
El joven balbuceó algo como "faltaba más", "yo la acompaño", "descuide usted", pero Sarmiento detuvo todo ese torrente con otro gesto rotundo.
—Que venga ahora mismo, no vaya a escapársenos la única maestra que no le hace asco a la vida rural —y sonrió a Elizabeth para después agregar, mientras hacía sonar la campanilla con furia—. Redáctame ya mismo una autorización en mi nombre para que la dama aquí presente viaje a la provincia como maestra calificada. Cuando ella lo desee —aclaró, mirando a la joven—. Y llama al doctor Espinosa para que vaya preparando el contrato sin tardanza. No olvides aclarar el destino que podría llevar la señorita O'Connor. Aurelia te dará los datos. ¡Apresúrate!
El joven, que no había alcanzado a cumplir el primero de los mandatos, salió de la estancia dando tumbos, y mientras el Presidente comenzaba el rito del mate de la mañana, Elizabeth se dedicó a contemplar el recinto en el que acababa de pasar casi una hora.
Se trataba de una habitación cuadrada con un amplio ventanal y paredes blanqueadas que mostraban paisajes de París, un viejo reloj suizo y un perchero de bronce del que pendían un sombrero y un bastón. Llamó su atención un cuadro donde se habían enmarcado hojas de otoño de unos árboles que ella conocía bien, pues provenían de los bosques de Concord. Unas sillas lujosas, confiscadas al mariscal Solano López, dictador del Paraguay, de un cargamento que aquél enviaba desde Europa a su amante, Madame Lynch, completaban el mobiliario. Sobre el tapiz delicado de una de esas sillas reposaba, oronda, la figura de un enorme gato de Angora que Elizabeth no había visto al entrar. El animal se desperezó y ronroneó, llamando la atención de Sarmiento.
—Ah, sí —dijo, como si hubiese olvidado presentarlo—. Con éste me entiendo mejor que con algunos compatriotas. Y no le digo nada de mis perros, podrían ser mis consejeros con más prudencia que muchos.
Elizabeth se acercó con cautela. Le gustaban los gatos, aunque en su casa el tío Andrew no los toleraba debido a sus constantes alergias. Una lástima, ya que podrían haber alegrado un poco la vida de su mamá.
En esa actitud la descubrió Aurelia al entrar y rió con ganas cuando el gato se escabulló entre las piernas de la señorita O'Connor.