Read La luz de Alejandría Online

Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (20 page)

BOOK: La luz de Alejandría
5.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Entonces, ¿has abierto otros? —pregunté admirado de que un tipo tan joven hubiera prosperado en aquella ciudad frenética.

—Otros siete, aunque no todos en Shanghái. Actualmente tengo más de trescientos empleados. Los ricos de aquí se han cansado de los rollitos de primavera. Les encanta probar cosas de fuera, sobre todo los platos que incluyen cerdo o arroz.

En aquel momento, una camarera puso sobre nuestra mesa un plato de jamón de bellota y una bandejita de pan con tomate.

—Esto y la paella valenciana es lo que más triunfa.

Aunque no hacía tanto tiempo que estaba fuera de casa, mentalmente me sentía en las antípodas, así que me hice un montadito de jamón con pan con tomate. Tras este bocado celestial, recordé que estábamos allí por un motivo concreto, así que aproveché la camaradería que nos ofrecía Luismi, tal como se había presentado.

—Estamos de viaje de novios —mentí para ver qué cara ponía Sarah—. Un amigo de Barcelona nos recomendó que viniéramos aquí. Se llama Marcel. ¿Te acuerdas de él?

Hice una rápida descripción del tipo mientras Luismi se acariciaba el mentón, pensativo. Finalmente chasqueó los dedos y dijo:

—¡Ya sé quién es! Un tipo raro. Estuvo leyendo un libro durante toda la cena, y se dejó incluso la mitad de una ración de jamón como ésta. Era gentileza de la casa, así que puse cara de ofendido cuando el camarero se lo llevó. Vuestro amigo entonces se disculpó. Dijo que había tenido un mal día pero que agradecía mucho mi hospitalidad. Cuando salí para traerle un licor de nuestra tierra ya se había ido. Dejó un propinón, eso sí.

Crucé una mirada expectante con Sarah, quien finalmente se atrevió a hablar:

—Vaya, eso no nos lo dijo. Esta ciudad es espectacular. ¿Cómo pudo tener un mal día?

—Eso mismo me preguntaba yo —dijo Luismi—. En Shanghái se come de maravilla, el dinero corre a raudales y existen las mujeres más bellas de China. Hay que ser tonto para pasarlo mal aquí.

—Igual lo que leía le puso de mal humor —traté de enderezar la conversación—. ¿Cómo era el libro?

—No acostumbro a fijarme en esas cosas, me falta tiempo para leer. Creo que era un libro de tapas blancas, pequeño y muy bien encuadernado. Como estas biblias que hay para niños.

Respiré hondo, excitado con aquella pista que podía ser crucial. Traté de fingir despreocupación.

—Tal vez le afectaba el calor de Shanghái. ¿Recuerdas el título de ese librito?

—No llego a tanto —repuso sorprendido ante aquel interrogatorio—. En cualquier caso, si es amigo vuestro sólo tenéis que preguntárselo.

La magnificencia de los años pasa como las flores

Desconocedores de que estábamos sentados sobre una bomba a punto de estallar, pasamos el sábado por la noche como un matrimonio europeo cualquiera. De esos que eligen un hotelito de Shanghái para sentirse en una película de Wong Kar Wai cuando el director tenía poco presupuesto.

Mientras regresábamos en taxi a Nanjing Road, recordé que había visto
Deseando amar
en una de mis primeras citas con mi ex mujer tras habernos conocido en Rusia. Aquella película de imágenes sobrecogedoramente bellas era tan lenta que invitaba a las parejas del cine a evadirse haciendo cualquier otra cosa.

Me había sorprendido que, traducido literalmente del original, se titulase
La magnificencia de los años pasa como las flores
.

Entre besos, achuchones y toqueteos, recordé que la cosa iba de un periodista que se echa una amante, a la que va leyendo sus primeros escarceos como escritor. Me había producido angustia ver el estoicismo con el que aquella dama esbelta y de una elegancia sin límites aguantaba el tostón del novelista en ciernes. Impecablemente trajeado, el hombre leía tediosamente un folio tras otro en lugar de arrancarle el vestido de seda y hacer lo que un amante debería hacer.

De vuelta a nuestra habitación de camas separadas, me dije que Sarah y yo tampoco éramos tan distintos de aquellos dos. La diferencia era que, en lugar de leerle escritos de mi cosecha, le comentaba los artículos mistéricos que su hermana iba colgando en la página de Marcel de forma incansable.

Esta vez el damnificado había sido Sócrates.

Jenofonte escribió sobre él: «No hablaba como la mayoría de los otros, acerca de la naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos».

Quienes conocieron a Sócrates decían que era un hombre sencillo y alegre, de estatura baja, rellenito y con tripa prominente, labios gruesos, nariz respingona y ojos saltones, algo que hacía que la gente se mofara de su aspecto. No ayudaba a embellecerlo el hecho de que siempre fuera desaliñado y su indiferencia por las comodidades. Siempre vestía lo mismo: una túnica con un manto de tela sin sandalias, abrigo o adornos.

Según cuentan, en una ocasión, paseando con uno de sus discípulos por el mercado, observó toda la clase de objetos y manjares que allí había y dijo: «Me encanta ver tantas cosas que no necesito para ser feliz», puesto que era austero consigo mismo hasta en temas de comida y bebida.

Con una familiaridad que me había sorprendido, ante la escasa potencia de nuestro aire acondicionado, Sarah leía sobre su cama vestida sólo con camiseta y bragas. Aprovechando que estaba concentrada en la biografía novelada de una adolescente china,
La muñeca de Pekín
, de vez en cuando yo admiraba de reojo sus largas piernas, que flexionaba con la gracia de una antigua actriz de cine.

Luego volvía la vista a aquella reseña sobre el maestro ateniense. Estaba convencido de que Lorelei sabía ya el nombre de los siete faros y que, por lo tanto, aquél era el número seis.

En su atribulada existencia había algunos datos curiosos, como su participación heroica en varias batallas, y su capacidad de soportar el frío intenso y el hambre como si su cuerpo no necesitara lo mismo que el resto de los mortales. En las campañas militares por el norte, podía pasear descalzo sobre el hielo sin mostrar signo alguno de sufrimiento.

Aquello me hizo pensar en los lamas voladores y en otros milagros atribuidos a santos y santones. Pese a estar separados por siglos y continentes, sin duda había algo en común entre ellos.

Buscando pistas que me permitieran extraer alguna conclusión general sobre la investigación suicida de Bellaiche, traté de apartar los sentidos de mi bella compañera para centrarme en la ironía que hizo célebre al sexto faro de la humanidad.

A partir de una respuesta del oráculo de Delfos, que dijo que Sócrates era el hombre más sabio de Atenas, el filósofo decidió buscar realmente al hombre más sabio, pues en absoluto se consideraba de tal modo a sí mismo. Por mucho que buscó, lo único que encontró fueron hombres que creían saber más de lo que sabían. Todos ellos creían poseer alguna clase de gran verdad que nadie más conocía, así que Sócrates intentó abrirles los ojos a la realidad, haciéndoles ver su propia ignorancia a través de lo que posteriormente se llamaría
ironía socrática
.

Una de sus anécdotas irónicas más conocidas es la del triple filtro. Dicen que, en una ocasión, se le acercó un conocido para contarle lo último que había oído acerca de uno de sus amigos y Sócrates le detuvo en el acto diciéndole: «Antes de decirme nada quisiera que pasaras por un pequeño examen que llamo el triple filtro»; a lo que el otro accedió y el filósofo pasó a preguntar: «¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto?»; su interlocutor pensó y dijo: «No», a lo que Sócrates añadió: «¿Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo?»; el hombre negó con la cabeza y dijo: «No, por el contrario…», y el filósofo continuó: «¿Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo?». Su conocido se encogió de hombros y respondió: «La verdad es que no», a lo que Sócrates concluyó: «Bien, si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno, e incluso no me es útil, ¿para qué querría yo saberlo?».

—¿Cómo progresa mi hermanita? —preguntó Sarah, socarrona, sin apartar los ojos de la novela.

—Progresa adecuadamente, cada vez escribe mejor. Pero me parece inútil su intento de hallar la dimensión mistérica de cada maestro. Lo leo para tratar de encontrar una pauta, esa mentira que condenó a Marcel. Aún no he logrado dar con ella.

—Yo de ti no prestaría tanta atención a los trabajos de mi hermana. Lo hace sólo para impresionarte. Sabe que estás conmigo y eso la corroe por dentro. Siempre ha luchado por tener lo que yo tengo. Incluso camino del Everest sigue compitiendo.

—¿Crees que es eso? —pregunté sorprendido—. Por otra parte… ¿qué significa que estás conmigo? Después de aquella noche en Beirut no hemos vuelto a… bueno, ya sabes.

—Yo sólo sé que no sé nada, como Sócrates. —Sonrió irónica—. Aunque la verdad es que tampoco haces grandes intentos.

—¿Quieres ponerme a prueba?

—Vamos, juguemos a algo. Las andanzas de esta colegiala china metida a punk me están poniendo enferma. Quizás porque me recuerda demasiado a Lorelei.

Tras repasar mentalmente lo que acababa de leer, le lancé el desafío:

—Voy a examinarte de filosofía y, si suspendes, esta noche podré hacer contigo lo que yo decida.

—De acuerdo —dijo, divertida, mientras se abrazaba las piernas.

—Ahí va la pregunta… ¿por qué un hombre patriota como Sócrates, fiel a Atenas y a sus amigos, fue condenado a tomar cicuta?

Sarah apoyó la barbilla sobre las rodillas desnudas antes de decir:

—Creo que se negó a colaborar con el régimen de los veinte tiranos.

—Eran treinta —la corregí.

—Eso no es importante.

—¿Cómo que no? Diez tiranos más pueden hacer mucho daño. Dado que tu respuesta no ha sido del todo correcta, tendrás que responder a una pregunta suplementaria: ¿cuáles fueron las últimas palabras de Sócrates antes de morir? Una pista: se las dijo a su discípulo Critón.

Sarah se puso de pie, indignada, y se plantó ante mí.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Eso no entra en un examen de filosofía.

Ocultando la excitación que me producía tenerla tan cerca y con tan poca ropa, imposté una voz autoritaria al declarar:

—Aquí lo que entra y lo que no entra lo decido yo. Sócrates dijo a Critón: «Le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides».

El simposio

Tras otra noche sin cumplir mis deseos, el domingo bajamos a las diez y media para desayunar en la cafetería del albergue. Luego el recepcionista nos transcribió en ideogramas chinos la dirección del local que sería inaugurado por Raymond Liu al mediodía.

Aunque la nota publicada en prensa especificaba que había que inscribirse para tomar parte en la inauguración —no especificaba de qué—, habíamos decidido presentarnos sin avisar.

El tráfico aquel domingo era tan infernal como cualquier otro día en China, supuse, pero una hábil conductora logró escapar de la maraña rodada para desembarcarnos en menos de media hora en el Bund.

Aquel noble paseo frente al río, con los rascacielos de Pudong al otro lado, debía de ser el lugar más caro de todo Shanghái para abrir una galería o cualquier otra cosa. De ello se deducía que el pintor de
La gran ola
era un potentado, además de tener los contactos para encontrar un espacio en una zona tan privilegiada como ésta.

El local se hallaba en el octavo piso —cómo no— de un edificio art nouveau de principios del siglo XX con una lujosa oficina bancaria en la planta baja.

—Pasan diez minutos de la hora —comenté a Sarah mientras subíamos en un ascensor forrado de maderas nobles y remaches dorados.

—Es mejor así. Puesto que no hemos anunciado nuestra presencia, nos conviene entrar cuando la inauguración haya empezado y no se fijen en nosotros.

—Si el ambiente es como en el Baladí —bromeé—, va a ser imposible pasar inadvertidos. Es igual que cuando pillaron al corrupto jefe de la Guardia Civil en Laos y él no entendía cómo lo habían detectado.

—Deja de contar batallitas y abre bien los ojos.

Al llegar al octavo piso, vimos que no había un solo cuadro ni nada que hiciera pensar en una exposición. Salimos a una sala donde charlaban una docena de fumadores, la mayoría de aspecto occidental. Unos biombos de caoba separaban aquel improvisado recibidor de un amplio auditorio con espectaculares vistas sobre el río y sobre Pudong.

Un detalle sobre el estrado donde se iba a dar la charla llamó, no obstante, mi atención. Era algo parecido a un disco de plomo en el que siete rayos divinos convergían en una ola que se alzaba furiosa, como si quisiera escapar del pesado marco que la contenía.

Recordé el mito del disco con las revelaciones rescatado de la biblioteca de Alejandría, pero aquella pieza que lucía sobre el estrado tenía un aspecto moderno. No dudé de que guardaba relación con los Hijos de la Luz y que no tardaríamos en destapar más de lo que deseábamos saber.

Casi todos los asientos de la diáfana sala, frente a una tarima vacía, estaban ocupados por un público elegantemente vestido. A lado y lado del paso entre los biombos había dos azafatas que marcaban cada ingreso en la lista de invitados.

Como si tuviera experiencia en colarse en fiestas donde no ha sido invitada, Sarah avanzó con decisión hacia una de ellas y le dijo en inglés:

—Este caballero es el comisario de la exposición de la galería 798 de Pekín. No nos hemos inscrito en la lista, pero mister Liu nos ha rogado que asistamos al acto.

—Pero… no me han comunicado nada —dijo la azafata con expresión perpleja—. Si espera aquí un momento, voy a hablar con…

Antes de que pudiera terminar la frase nos metimos en el auditorio y ocupamos dos sillas libres en la primera fila. Un lugar engorroso para un desalojo, ya que estábamos a la vista de todo el mundo.

En cada asiento había un librito de tapa dura. La portada era blanca con una gran ola superpuesta de un blanco más oscuro. Miré de reojo a Sarah, que había reconocido uno de los cuadros de Liu que habíamos visto en Pekín.

El título en inglés, también blanco, se distinguía por el relieve brillante con el que estaba impreso:

LA NUEVA ERA AXIAL

—Doctor Raymond Liu—

Antes de que pudiera abrir el libro —sin duda se trataba de la «pequeña Biblia» que había llevado Marcel al restaurante—, una mujer esbelta vestida con traje chaqueta subió a la palestra entre una nube de aplausos.

BOOK: La luz de Alejandría
5.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Summer Unplugged by Sparling, Amy
The Green Turtle Mystery by Ellery Queen Jr.
The Scarlet Thread by Evelyn Anthony
The Focaccia Fatality by J. M. Griffin
Don't Stand So Close by Luana Lewis
Angelica by Sharon Shinn