La vanguardia de centauros rodó por el cieno, en una confusión de miembros, sangre, y carne carbonizada. La segunda fila saltó sobre sus compañeros, y se estrelló contra el círculo de
dragones
y almogávares.
Un centauro chocó contra el
caballero caminante
como un toro estrellando ciegamente su testa contra otro. El golpe a punto estuvo de desequilibrar al gigante, pero el
titiritero
manejó con habilidad los miembros del autómata impidiéndole caer. Después descargó el pomo de su espada sobre la columna vertebral del centauro, y la partió en dos con un horrible chasquido. El monstruo quedó sobre el barro pateando estertóreamente, y el
caballero
lo roció con
fuego griego
y se alejó a por un nuevo rival.
Guillem giraba alrededor del tronco afilado, lanzando flechas sin descanso contra los centauros. Uno de ellos intentaba alcanzarle con su hacha, pero el arquero se protegía hábilmente interponiendo el tronco entre él y la bestia. El centauro no se acercaba demasiado, al parecer por temor de lastimarse las patas o el abdomen con la aguzada punta del tronco, y Guillem aprovechó para enterrarle varios dardos en el pecho.
Otros centauros saltaron sobre los almogávares, que intentaron inútilmente clavarles los cuchillos sujetos al extremo de sus
pyreions, y
los aplastaron bajo sus cascos mientras seguían aullando como bestias enloquecidas.
Mientras estos combates se desarrollaban, volví mi atención hacia el primer centauro que había visto aparecer entre los árboles. La bestia avanzaba en línea recta hacia mí, arrollando a todo aquel que se interpusiera en su camino. Vi cómo partía en dos a uno de los
dragones
con un solo golpe de su descomunal hacha, y seguía adelante.
La tierra temblaba bajo nosotros, los gases de la pólvora nos atenazaban la garganta y nos vimos en el eje de un huracán de confusión y sangre. Pero los almogávares no se entregaron ni siquiera cuando todo parecía perdido. Replegándose una y otra vez, hasta la distancia efectiva para usar sus
pyreions
, disparaban sin descanso contra los fieros centauros. Pero este retroceso tenía por límite el borde del acantilado.
El
caballero caminante
hacía estragos entre las bestias; había establecido un anillo de fuego a su alrededor, y cercenaba de un mandoble a cualquier centauro que tuviera el valor de atravesarlo. Vi cómo seccionaba a uno de aquellos monstruos en dos partes que parecían un toro sin cabeza, y un hombre sin piernas derramando sus intestinos.
Joanot, que nos protegía a Neléis y a mí con su cuerpo, nos obligó a retroceder hasta la misma línea del abismo, y una vez allí, nos miró impotente sin saber qué hacer.
La enorme silueta de un centauro-toro se plantó entonces frente a nosotros.
Reconocí en él al primero que había visto asomando entre los espinos. Su melena era algo más clara que la de sus compañeros, y poseía algunos reflejos rojizos. Pero su rostro bestial no contenía ningún rasgo humano que pudiera identificar. Los enormes orificios de su nariz estaban dilatados al máximo, y resoplaba por ellos como un toro antes de atacar. Había dejado un surco de muerte tras de sí para llegar hasta nosotros.
Joanot miró hacia el precipicio por encima de su hombro, y nos hizo un gesto para que le dejáramos espacio para pelear. Sujetó su espada con ambas manos, y avanzó hacia el centauro con su rostro fruncido por una expresión llena de determinación.
El valenciano no era ni mucho menos tan fuerte como Sausi, pero era más rápido que el enorme búlgaro, y de movimientos tan nerviosos como Ricard de Ca n'. Y en una lucha tan desigual, la pura fuerza tenía poco que hacer. Esquivó sin dificultad la primera embestida del centauro, cuya hacha pasó rozando el cráneo del adalid almogávar, y lanzó su espada hacia las gruesas patas del monstruo abriéndole una ancha herida.
El centauro se encabritó sobre sus patas traseras, e intentó aplastar el escurridizo cuerpecillo que le había herido. Joanot intentó introducir nuevamente su espada en el flanco descubierto, pero recibió, como un mazazo, el puño del centauro en pleno rostro. Sorprendido, cayó de espaldas, y rodó rápidamente por el barro para evitar ser alcanzado por los cascos delanteros del centauro.
A nuestro alrededor, la batalla continuaba con un halo de esperanza para nuestros compañeros, que habían conseguido crear un núcleo fuerte alrededor del
caballero caminante
, y varios
dragones
usaban sus sifones de
fuego griego
para mantener a los centauros a una distancia en la que los
pyreions
de los almogávares resultaran efectivos.
Pero Joanot tenía demasiados problemas en esos momentos para darse cuenta de este afortunado giro de la batalla. Se había puesto en pie con un salto felino, y dispuesto nuevamente en guardia, con su espada trazando amplios arcos frente a él.
El centauro avanzó un par de pasos hacia el valenciano y se detuvo, como si estudiara cuál podría ser el ataque más efectivo; pero giró su cabezota hacia mí, y me miró con aquellos ojos enormes y terribles.
Intenté retroceder, pero sólo había vacío a mi espalda.
Súbitamente, el centauro saltó hacia mí y me atrapó con su enorme brazo izquierdo, rodeando con fuerza mi tórax e impidiéndome respirar.
Escuche a Neléis gritar, y por el rabillo del ojo vi cómo Joanot se lanzaba al ataque. El centauro lo derribó de un hachazo, pero no logré distinguir si había alcanzado a Joanot con el filo o con el plano de la hoja.
Aquel monstruoso brazo apretaba más y más, y sentí cómo la turbiedad empezaba a envolverme. Todas mis fuerzas, y mis sentidos, estaban concentrados en inhalar una bocanada más de aire, por eso apenas noté cuando el centauro empezó a galopar a toda velocidad. Me apretó contra su velludo e inhumano pecho, y todo se oscureció.
Desperté tumbado boca abajo, mi mejilla derecha pegada a un mármol anaranjado, veteado de rojo. Me puse en pie con dificultad, sintiéndome cansado y dolorido hasta en el último de mis huesos. Miré a mi alrededor; ¿dónde me encontraba ahora?
Estaba en medio de una inmensa llanura pavimentada con grandes placas de mármol de cuatro varas de lado, que formaban una cuadrícula que a mi derecha, a mi izquierda y tras de mí se extendían hasta perderse en la lejana bruma. Pero frente a mí se detenía en una columnata rematada con arcos de medio punto, que también parecía continuar infinitamente a derecha e izquierda, amontonándose a lo lejos sus líneas de perspectiva hasta difuminarse en la niebla. A gran altura sobre mi cabeza se cernía un techo plano de mármol. ¿Qué lugar era éste?
Recordé entonces cómo nos habíamos estrellado con el
Teógides
, y cómo un centauro me había atrapado mientras nos encaminábamos hacia el palacio del
Adversario
. Quizá yo ya estaba muerto, a pesar del dolor de mis huesos. Quizás en el Infierno los dolores que hemos sufrido en vida tienen una continuación eterna.
Caminé hacia la columnata, que era la única particularidad interesante de aquel lugar. Estaba más lejos de lo que había calculado, engañado por el tamaño de las columnas. Cada una tendría, al menos, un centenar de varas de alto.
Los arcos que las unían se curvaban sobre mí a la altura de las bóvedas de las más altas catedrales. Aquel lugar parecía el claustro de un convento de gigantes. Las columnas llegaban hasta el suelo, y se necesitarían al menos veinte hombres cogidos por las manos, para abrazarlas. Eran de mármol anaranjado, como el pavimento que se detenía justo tras ellas. Finalmente llegué a aquel borde del pavimento, y miré hacia el exterior.
Seguía en el mismo siniestro paraje, en el interior de aquella sima diabólica, con el torbellino de nubes central girando frente a mí. Pero estaba a mucha más profundidad, casi toda la luz provenía de las nubes iridiscentes del centro. Vi la espiral de terrazas alinearse sobre mí, pero la abertura estaba tan lejana del punto en el que yo me encontraba que el cielo resultaba invisible.
Por supuesto, seguía en el Infierno, y mi alma se quedaría allí para siempre.
Aquella especie de claustro en el que yo me encontraba, ocupaba completamente una vuelta de la espiral, y se curvaba a un lado y a otro, en torno al torbellino central, con miles de columnas que se reducían hasta casi desaparecer en la distancia.
Hice unos rápidos cálculos mentales; si el claustro ocupaba toda la superficie de una de las terrazas, aquel pavimento debía de cubrir un anillo de una milla de anchura, ¡por setenta millas de circunferencia! Mareaba de sólo pensarlo.
Sentí un presencia tras de mí, y me volví rápidamente.
Era una mujer. Vestía una amplia túnica negra, y sus cabellos, tan negros como su ropa, estaban recogidos a su espalda en una gruesa trenza. Su rostro lucía como una luz dorada en medio de tanta oscuridad.
Mi corazón se detuvo durante un instante en mi pecho porque había reconocido ese rostro tan bello. Retrocedí un par de pasos, hasta que mi espalda quedó apoyada contra una de aquellas descomunales columnas.
—No puede ser —susurré tapándome los ojos con la mano—, tú no puedes estar aquí.
Era mi Amada. Tal y como yo la había conocido durante mi juventud, en el momento de máximo esplendor de su belleza, poco antes de su trágico fin. Yo la había perseguido como un loco endemoniado, pero ella siempre se había mantenido fiel a su esposo, jamás había cedido a mi acoso, porque era una mujer llena de virtud, además de hermosa. Por eso no podía comprender qué hacía en un lugar como ése. Sin duda que yo era merecedor de estar allí, aunque sólo fuera por los pecados de mi juventud de los que quizá no me había arrepentido lo suficiente; pero ella no merecía la condenación. A no ser que yo la hubiera arrastrado a ella con mi acoso; y en ese caso yo era la más ruin criatura que jamás hubiera caminado sobre la tierra.
—No es justo que tú estés aquí —repetí.
Ella alargó su mano hasta rozar mi mejilla. En vida jamás me había tocado.
—Esto no es lo que tú crees, Ramón —dijo con su voz dulce e inocente—; sígueme, estoy aquí para guiarte.
Me tendió la mano, y yo la cogí, notando su calidez encerrada en mi palma. Caminamos juntos en silencio, en dirección opuesta a la columnata. No sé durante cuánto tiempo, pero yo me sentía feliz y triste a la vez por estar allí con mi Amada.
La pared de fondo era de roca viva, y estaba adornada por las ciclópeas estatuas de seres monstruosos, alineadas unas junto a otras hasta donde alcanzaba la vista. Me detuve a contemplar aquellas figuras cuyas cabezas rozaban el techo situado a más de un centenar de varas de altura. Yo era como una hormiga a los pies de un ejército de ogros, grifos, sirenas, centauros, e innumerables y monstruosas criaturas. Aquellas moles de piedra parecían capaces de retornar a la vida en cualquier momento.
Mi Amada tiró suavemente de mí, y me condujo hasta una enorme escalera de piedra que ascendía paralela a las estatuas de los monstruos, hasta una plataforma de mármol cercana al techo. Subimos penosamente los mil peldaños —los conté— de aquella escalera. Muerto o no, el agotamiento físico, y el dolor de huesos, parecían seguir formando parte de la naturaleza humana en aquel lugar.
Sobre la plataforma creí ver más estatuas de centauros, éstas de tamaño real.
Pero los centauros se movieron, y avanzaron hacia nosotros.
Reconocí al que iba en cabeza; su pata delantera izquierda estaba cubierta por una costra de sangre seca que cubría la herida que Joanot le había infligido.
Era el que me había arrastrado hasta allí.
—No temas —dijo mi Amada—; son amigos.
No lo son
, pensé contemplando sus hoscos rostros, pero dejé que los centauros nos escoltaran en silencio hasta la pared de roca.
No había allí estatuas de monstruos ciclópeos, sino una gigantesca puerta redonda, de metal, cubierta de extraños símbolos dispuestos en anillos concéntricos, como si fuera una representación o un plano del lugar en el que nos encontrábamos.
Al acercarnos, la puerta se abrió lentamente, descubriendo la oscuridad de su interior. Sentí una ráfaga de aire pestilente saliendo de aquella cueva circular.
Los centauros se habían dispuesto formando dos filas a ambos lados de la puerta, y mi Amada parecía desear que penetráramos ambos en aquellas tinieblas, pero yo me sentía incapaz de dar un paso más.
—¿Qué hay ahí dentro? —le pregunté con aprensión.
—La
Matre
—dijo ella con una sonrisa llena de extraña alegría.
La
Matre
, es decir; la
Madre
. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué se refería mi Amada? Y entonces recordé que italianos y galos llamaban así a las Parcas, por el cuidado que, según creían, se dignaban tomar para favorecer el tránsito del hombre a la vida.
Árbitros de la muerte de los hombres, arreglaban sus destinos, y todo lo que acaecía en el mundo estaba sometido a su imperio; y no se limitaba este poder a hilar nuestros días, puesto que el movimiento de las esferas celestes y la armonía de los principios constitutivos del mundo, seguían también sus dictados.
Las Parcas habitaban, según Orfeo, en una caverna tenebrosa del Tártaro y servían de ministros al monarca de los infiernos. Según Ovidio habitaban un palacio donde los destinos de los hombres están grabados en planchas de metal, de modo que ni el rayo de Júpiter, ni el movimiento de los astros, ni los trastornos de la naturaleza puede borrarlas. Pero otros, y entre ellos Platón, afirmaban que su morada eran las esferas celestes, donde las representaban con vestidos blancos sembrados de estrellas, coronadas, y sentadas en tronos luminosos, para demostrar que son las dictadoras y que guardan esa armonía admirable en que consiste el orden del Universo.
—Entra —insistió mi Amada—; la
Matre
te espera.
Si ése era mi destino, ¿cómo iba a oponerme a él? Caminé hacia la oscuridad.
Mi Amada se quedó atrás, y pensé si sería realmente ella, o sólo un demonio que había adoptado forma humana para conducirme hasta la entrada al
tártaro
.
¿Qué extraños sentimientos ocupaban mi mente que me hacían contemplar las cosas más extraordinarias y temibles con una tranquilidad que me asombraba a mí mismo? Con esa misma tranquilidad avancé como un espectro, como si mi voluntad no me perteneciera ya, y fuera otro el dueño de mis actos. Una sensación que era casi agradable.