—Lo sé —dije señalándole mi brazo en cabestrillo.
—Es una sensación extraña, ¿verdad? Ves tu herida abierta, pero no te duele; y las heridas están hechas para que duelan, ¿verdad?, pero eso no parece importarles mucho a estas gentes. En fin, creo que éste es un lugar por el que vale la pena luchar.
—Tú ya lo has hecho —le dije—, y con bravura. Descansa ahora, recupérate de tu herida lo más rápido posible. Puede que esta gente te necesite antes de nuestro regreso. Por eso está bien que tú te quedes aquí. Cuando regresemos, quizá, Dios lo quiera, te traigamos la noticia de que el
Adversario
ha sido destruido.
—Que así sea —dijo Ricard con un suspiro.
Me despedí de él, sin pensar —como así resultó ser—, que jamás volvería a ver a aquel bravo guerrero.
Los dos aeróstatos que habían sido cuidadosamente pertrechados para el largo viaje, el
Teógides
y el
Paraliena
, abandonaron sus mástiles de sujeción, apenas el sol empezaba a despuntar por el horizonte, y tomaron rumbo tramontana.
Dejamos rápidamente atrás la ciudad sitiada, y sobrevolamos el campamento tártaro silenciosos como grandes águilas vengadoras.
Yo viajaba a bordo del
Teógides
, bajo el mando de Vadinio Vivaldi; junto a Joanot y a la consejera Neléis. En el
Paraliena
viajaban Sausi y la capitana de
dragones
Mirina. Ambas naves habían sufrido importantes modificaciones en su diseño; la más importante de las cuales era una especie de balconada que rodeaba la bodega por el exterior, y que permitía a los hombres acceder a cualquier punto de la nave sin necesidad de atravesar toda la bodega. Ésta, a su vez, había sido dividida en diferentes compartimentos gracias a unas ligeras mamparas movibles. Dos
caballeros caminantes
viajaban en cada una de las naves, estibados cuidadosamente en la zona delantera de la bodega. Eran los cuatro primeros a los que ya les habían sido instalados los sifones de
fuego griego
.
En las dos naves viajaban, además, cien almogávares y cien
dragones
de la ciudad, repartidos entre los dos aeróstatos. Herófilo, el médico de Apeiron que más sabía de los
rexinoos
iba a bordo del
Teógides, y
con cuatro paneles se le había separado un pequeño espacio de la bodega como enfermería.
Neléis haría las funciones de embajadora de Apeiron en aquella expedición.
Yo no entendí bien el sentido de esto.
—Ya has visto cómo actuamos en estas cosas —me explicó la mujer—. Nuestra ética nos impide luchar sin antes darle una oportunidad a las palabras. Si hiciéramos esto, no seríamos mejores que esos
protohumanos
.
—Pero, la última vez que intentasteis dialogar con esos demonios —apunté—, a punto estuvo de costamos la vida. Es evidente que ellos no conocen otra ética que la sangre, y que no podéis aplicarles vuestros parámetros morales a criaturas semejantes.
La consejera hizo una mueca de desagrado, y dijo:
—Hay un punto en el que jamás lograremos ponernos de acuerdo, Ramón; y es ese en el que tú consideras que el
Adversario
es un demonio, o el mismísimo Satanás en persona, y sus ejércitos están formados por seres básica e irrecuperablemente malvados.
—¿Y no es así? —protesté—. Yo he presenciado hasta qué extremos puede llegar su depravación y su insania. Les he visto masacrar a una ciudad entera; niños y mujeres, y hacer una torre con sus cráneos. Les he visto cometer actos de una naturaleza tan aberrante y
contra natura
, que me siento incapaz de repetir aquí.
La consejera meditó un instante antes de decir:
—En una ocasión me contaste cómo Roger de Flor, al que consideráis en tu tierra un gran héroe, y sus almogávares exterminaron a un poblacho entero de nómadas turcos, sin respetar siquiera a las mujeres ni a los ancianos…
Abrí la boca para rebatirle, pero la volví a cerrar consciente de la pobreza de los argumentos que iba a emplear. ¿Cómo iba a responder a algo así?
—No te preocupes, Ramón —siguió diciendo Neléis—, podemos comprender cómo son las cosas al otro lado de los muros de Apeiron. La dureza de la lucha por la existencia convierte a los hombres en lobos; la ignorancia y la pobreza los hace insensibles al sufrimiento ajeno; la falta de energía y recursos obliga a unos hombres a convertir en esclavos a sus semejantes. Y la esclavitud es el auténtico origen de toda degradación moral. Si un ser humano encuentra natural el disponer de la vida de otro, es porque no puede concebir que ese esclavo posea la misma profundidad psíquica que él. Aristóteles decía que: «los de la clase inferior son esclavos por naturaleza, y lo mejor para ellos como para todos los inferiores es que estén bajo el dominio de un amo…». Pero no te equivoques, Ramón, nosotros no somos mejores; los mismos instintos egoístas nos dominan, y tan sólo la tecnología nos hace actuar de modo diferente.
—Explícame eso —dije—; porque no lo entiendo.
—Es fácil —respondió Neléis haciendo un amplio gesto con sus manos—; la tecnología de Apeiron nos permite disponer a todos, y a cada uno de sus ciudadanos, de más poder y recursos de los que disfruta un reyezuelo del exterior o un noble cargado de esclavos trabajando de sol a sol para él. Nosotros no tenemos esclavos, pero las máquinas trabajan para nuestro beneficio, y permiten que más gente disfrute de la recompensa de la riqueza y la sabiduría. Los hombres con sus necesidades básicas cubiertas, y con tiempo para estudiar el mundo y a sus semejantes, acaban por desarrollar fuertes compromisos éticos. Pero, a la postre, es tan sólo nuestra tecnología la que nos hace mejores, no nuestra filosofía ni nuestra ética.
—Parece una base moral bastante cínica —le dije.
—Pero es la verdad.
—En cualquier caso —dije sacudiendo la cabeza—; nada de eso se aplica al
Adversario
. Ni siquiera vosotros podéis considerarlo como un semejante.
—Pero tampoco como un demonio —replicó ella—; no podemos creer que exista un ser de naturaleza intrínsecamente perversa.
—Pero… —las palabras se agolparon en mi boca—. ¿Cómo puedes decir eso? Os ha perseguido durante siglos; os ha obligado a permanecer ocultos tras los muros de Apeiron. Se comporta como si toda la humanidad fuera su enemiga; como si no tuviese otro objetivo que nuestra destrucción.
—Es posible —admitió Neléis—; pero, según creen nuestros científicos, es un ser nacido en otro mundo, y debe poseer un comportamiento y unos valores diferentes a los nuestros; si éstos suponen una amenaza ineludible a nuestra existencia, no tendremos otra opción que destruirlo; sin remordimientos; pero quisiera tener la oportunidad de intentar ver el mundo tal y como él lo ve; al menos durante un instante antes de acabar con él para siempre.
—¿Y si esa visión de su mundo te demuestra que realmente es un demonio?
La consejera me miró durante un largo instante, pero no me contestó.
—Ni siquiera puedes creer en esa posibilidad —le dije—, ¿no es cierto?
—Tienes razón —admitió ella—. No puedo creer en eso.
—En una ocasión me preguntaste si sería capaz de aceptar la Verdad, aunque ésta estuviera en contra de todas mis creencias. Yo te contesté afirmativamente, y creo con sinceridad, que así sería. Pero no creo que tú fueras capaz de admitir mi Verdad si se te presentara nítida y sin ninguna sombra de duda.
La consejera me dirigió una mirada de tristeza y dijo:
—En la ciudad aprendimos a enfrentar el mundo de las ideas a la refutación de las pruebas materiales. Si el
Adversario
es un ser sobrenatural, eso alteraría toda la concepción del universo que a lo largo de dieciséis siglos hemos ido desarrollando en Apeiron. Pero si esto quedara demostrado, puedes estar seguro de que lanzaríamos todas nuestras teorías por la ventana y volveríamos a empezar de nuevo. Esto está en la misma esencia de nuestra filosofía.
Recordé un pasaje notable del libro
Opus Maius
; en él, mi hermano en la fe, Roger Bacon, exponía una regla fundamental para el progreso de las ciencias: el sentido crítico con que deben abordarse. No es conveniente adherirse a todo lo que oímos y leemos, sino que debemos examinar minuciosamente las opiniones de los mayores, para añadir lo que les falta a ellos y corregir lo que está equivocado, todo con modestia y justificación. Me pregunté si los ciudadanos de Apeiron seguirían tan fielmente este principio como pretendían sus teorías.
Sobrevolamos el desierto de sal y arena, y rebasamos las impresionantes murallas de piedra que mantenían aquellas tierras secas. Durante horas volamos sobre el mar
Caspia
, que pronto empezó a escindirse en una serie de pequeñas lagunas que salpicaban aquellas tierras áridas.
Tras dejarlas atrás, penetramos en otro mar, esta vez de hierba y rastrojos.
Fue entonces cuando conseguí reunir el suficiente estómago como para ir a ver al nestoriano. Estaba en un rincón de la sentina, donde le habían preparado una especie de jaula hecha con malla de alambre. El hereje estaba sentado en el suelo de su prisión, con sus manos y pies encadenados y una expresión de profundo abatimiento en sus bovinos ojos. Al verme llegar los elevó hacia mí, y pareció alegrarse de verme.
—Amigo mío —me dijo, con su voz empalagosa—, sé que te apiadarás de mí, y que sabrás transmitir esa piedad, que Cristo nos enseñó a ambos, a mis captores.
Yo le devolví una mirada de profundo asco, y le dije:
—Te equivocas implorando mi compasión, y más aún al hacerlo invocando a Nuestro Señor a quien tú traicionaste de una forma tan ruin.
—Sé que no hay rencor en ti, y que me ayudarás —insistió él.
—Yo no confiaría demasiado en eso —le dije—. He venido hasta aquí, sobreponiéndome a la repugnancia que me produces tan sólo para satisfacer mi curiosidad; no puedo imaginar cómo un ser humano puede llegar a un grado de degradación como el tuyo. ¿Cómo has podido volverle la espalda al Señor de una forma tan absoluta?
—No entiendes nada, terciario —dijo él mirándome con tristeza—; vives en la oscuridad y te burlas de los que hemos contemplado la luz.
—¿La luz? —grité exasperado—. ¿Hablas tú de luz?; tú que adoras a un demonio.
—No hay demonios —dijo él—; ni existe el Bien y el Mal, tan sólo diferentes aspectos de una misma Realidad. Pronto tú también conocerás esa Verdad, igual que yo la conocí cuando apenas era un niño y fui ordenado sacerdote. Conocerás a la
Matre
.
—¿La
Matre
? —pregunté—. ¿De qué me estás hablando ahora?
—El Creador de toda vida —salmodió—. El Vientre que ha engendrado al Mundo. La serpiente Uroboros. La piedra oculta, escondida en lo más profundo de una sima, que es vil, abyecta y desprovista de valor; y está cubierta de lodo y excrementos; pero en ella, como en uno solo, se refleja cada hombre. Porque esta piedra está animada con la virtud de procrear y de engendrar. Esta piedra es blanda y toma su inicio, su origen y su raza de Saturno o de Marte, del Sol y de Venus, y de las remotas estrellas.
—Estás completamente loco —comprendí.
Él me miró con unos ojos desorbitados y llenos de fiebre, y dijo:
—Pronto la conocerás. Y temblarás… —Sacudió la cabeza como si acabara de salir de un trance. Miró a un lado y a otro y gimió—: No, no… no podemos seguir adelante.
Cansado de todo aquello, di media vuelta y me alejé de aquella criatura degenerada mientras sus ruegos, imploraciones y amenazas, me seguían por la sentina.
Al atardecer de ese primer día de viaje cambió súbitamente el cielo, que tras dejar atrás los humos que rodeaban Apeiron había permanecido perfectamente azul; ante nosotros apareció en el horizonte una barrera de nubes, oscuras y compactas, elevándose hasta una milla de altura, como la muralla de la fortaleza de un gigante.
Esa noche cenamos raciones frescas de carne y verdura.
—Aprovechad —nos advirtió Vadinio con una sonrisa—; a partir de ahora todo serán tristes alimentos desecados.
Esa noche dormí en un coy de lona tendido en el interior de la bodega, a bordo de una nave que viajaba por el cielo, en mitad de la oscuridad, alejándose de toda tierra conocida para dirigirse al encuentro de un demonio.
Los viejos miedos nacidos de la superstición y la ignorancia me acosaron esa noche; pues, pese a toda mi ciencia, no soy tan diferente en mis sentimientos de cualquier hombre, pequeño y perdido en este mundo extraño. Soñé que las dos naves, tras dejar atrás toda tierra conocida por el hombre, se perdían en un páramo infinito y desolado. Volaban juntas sobre un terreno plano y sin límites hacia un horizonte que se juntaba con las estrellas. Volaban durante meses, años, siglos… Mientras los cuerpos de sus tripulaciones se iban convirtiendo lentamente en polvo. Pero no yo, que seguía con vida, deambulando solitario por las salas de la
Teógides
, convertida ahora en una tumba volante, horrorizado por el cruel destino que Dios me había reservado: contemplar eternamente la inalcanzable línea del infinito con unos ojos inmortales.
Había pasado toda mi vida viajando, y mi infierno iba a ser realizar un último viaje por toda la eternidad, sin posibilidad alguna de llegar a mi destino…
Al día siguiente, una breve observación del sol nos permitió calcular nuestra posición, pero inmediatamente se cubrió completamente de nubes el cielo y desapareció entre ellas. Un espeso banco de niebla se extendía bajo nosotros hasta perderse de vista. Y entre esas dos paredes viajamos durante días, navegando sólo con la ayuda de la brújula magnética; pero, con el fuerte viento que soplaba, y sin posibilidad de comprobar deriva y velocidad, aquello era como correr a ciegas por un oscuro túnel.
El viento, penetrando entre las juntas del puente del
Teógides
, producía un silbido interminable. También oíamos, bajo la presión del aire, temblar la lona que cubría la armadura. El frío empezó a volverse intenso con rapidez, y tuvimos que vestir las camisolas y bragas de gruesa lana, bajo los voluminosos sayos de piel de cordero con que nos había provisto la ciudad. Constaban de una pieza con capuchón, parecida al hábito de un franciscano —pero más corto—, que se metía por la cabeza. El pelo quedaba por dentro, mientras que por fuera la piel se revestía de una gruesa tela impermeable al viento y al agua.
Como en mi sueño, avanzábamos ahora por un infinito universo helado. Las nubes parecían arrecifes de hielo prendidos en pleno cielo. Bajo nosotros, sobre las cumbres que asomaban por entre las pálidas mantas de niebla, el hielo se escurría en líneas convexas hacia las grisáceas tierras bajas, hacia valles dormidos en noches que, cuanto más avanzábamos, más largas y oscuras parecían.