—La ausencia de guerra por una parte, y al mismo tiempo la guerra, la que se prepara y que no se hace. Mejor dicho, la cruzada. Debo decir que mi primo y suegro Carlos de Valois utiliza la cruzada mejor que nadie. No vayáis a creer que lo tengo por mal cristiano. La verdad es que desea de todo corazón librar a Armenia de los turcos, al igual que restablecer el imperio de Constantinopla, cuya corona llevó hace tiempo, sin poder ocupar el trono. Pero una cruzada no se organiza en un día. Hay que armar los navíos, forjar las armas; es preciso sobre todo encontrar cruzados, negociar con España, con Alemania... y para eso el primer paso es obtener del Papa un diezmo del clero. Mi querido suegro ha conseguido el diezmo y ahora, en nuestras dificultades con el Tesoro, es el Papa quien paga.
—Me interesa mucho lo que decís, monseñor. Yo soy banquero del Papa... en una cuarta parte, con los Bardi; pero en fin, esta cuarta parte es ya crecida. Y si el Papa se empobreciera demasiado...
De Artois, que estaba bebiendo un buen trago de hipocrás, sopló en el cubilete, como si se fuera a atragantar.
—¿Empobrecerse el Santo Padre? —exclamó cuando hubo tragado—. Pero si tiene una fortuna de centenares de miles de florines. Ahí tenéis un hombre que os podría enseñar, Spinello. ¡Qué gran banquero hubiera sido de no haber entrado en el clero! Porque encontró el tesoro pontificio más vacío que mi bolsillo hace seis años...
—Lo sé, lo sé —murmuró Tolomei.
—Es que los curas, ¿sabéis? son los mejores recaudadores de impuestos que Dios haya puesto sobre la tierra, y eso lo ha comprendido muy bien monseñor de Valois. En lugar de aumentar los impuestos, cuyos recaudadores son detestados, hace pedir a los curas y cobra el diezmo. ¡Se hará la cruzada, se hará la cruzada... un día! Mientras llega, es el Papa quien paga, mediante el esquileo de las ovejas.
Tolomei se frotaba suavemente la pierna derecha; desde hacía algún tiempo tenía una sensación de frío en aquella pierna, y algunos dolores al caminar.
—Decíais, pues, monseñor, que ha habido Consejo esta mañana. ¿Se han adoptado acuerdos de interés? —pregunto.
—¡Oh, como de costumbre! Se ha debatido el precio de las candelas y se ha prohibido mezclar el sebo con la cera; así como las confituras viejas con las nuevas. Para las mercancías vendidas con envoltorio, habrá que deducir el peso de los sacos, sin contarlos en el precio; esto para complacer al pueblo y demostrarle que se preocupan de él.
Tolomei, mientras escuchaba, observaba a sus dos visitantes: ambos le parecían muy jóvenes. ¿Cuántos años tenía Roberto de Artois? Treinta y cinco o treinta y seis... y el inglés no representaba mas. Todos los hombres por debajo de los sesenta le parecían asombrosamente jóvenes. ¡Cuántas cosas les quedaban por hacer, cuántas emociones que sentir, cuántos combates que realizar, cuántas esperanzas que perseguir, y cuántas mañanas conocerían que no vería el!
¡Cuántas veces estos dos hombres se despertarían y respirarían el aire de un nuevo día, mientras él estaría bajo tierra!
¿Qué clase de personaje era Lord Mortimer? La cara bien proporcionada, los párpados que caían sobre los ojos color de piedra, y luego, el vestido oscuro, la manera de cruzar los brazos, la seguridad altiva y silenciosa de un hombre que ha llegado a la cumbre del poder y que conserva toda su dignidad en el destierro, incluso el gesto maquinal que tenía de pasar el dedo sobre la pequeña cicatriz que le marcaba el labio, todo agradaba al viejo sienés. Y Tolomei deseó que aquel señor fuera feliz. Desde hacía algún tiempo, Tolomei gustaba de pensar en los demás.
—¿Se promulgará próximamente, monseñor, la ordenanza sobre la salida de moneda
12
? —preguntó.
Roberto de Artois vaciló antes de responder.
—A no ser que no os lo hayan advertido... —agregó Tolomei.
—Sí, sí, me han informado. Bien sabéis que no se hace nada sin que el rey y sobre todo monseñor de Valois soliciten mi consejo. La ordenanza será sellada dentro de dos días: nadie podrá sacar del reino moneda de oro o plata acuñada en Francia. Sólo los peregrinos podrán llevar algunas libras tornesas.
El banquero fingió no conceder a esta noticia más importancia que a la del precio de las candelas o a la de la mezcla de las confituras. Pero ya había pensado: «Puesto que sólo las monedas extranjeras podrán salir del reino, van a aumentar de valor... ¡Cuánto nos ayudan en nuestro oficio los habladores, y como los vanidosos nos ofrecen por nada lo que podrían vendernos tan caro!
—Así es, my Lord, que pensáis estableceros en Francia —continuó, volviéndose a Mortimer—.
¿Qué deseáis de mí?
Roberto respondió:
—Lo que necesita un gran señor para mantener su rango. Tenéis bastante experiencia sobre eso, Tolomei.
El banquero tocó una campanilla. Al criado que entró le pidió su gran libro, y agregó:
—Si maese Boccaccio no ha salido aún, dile que me espere.
Le llevaron el libro, gruesa compilación con cubierta de cuero negro, manoseada por el uso, y cuyas hojas de papel vitela estaban unidas por broches movibles. Este procedimiento permitía a maese Tolomei añadir nuevas hojas y agrupar las cuentas de sus grandes clientes por orden alfabético para no tener que buscar por hojas saltadas. El banquero se puso el libro sobre las rodillas, y lo abrió con cierta ceremonia.
—Vais a encontraros en buena compañía, my Lord —dijo—. Ved: a tal señor, tal honor... Mi libro comienza por el conde de Artois... Tenéis muchas hojas, monseñor —agregó, dirigiendo una risita a Roberto—. Luego está el conde de Bouville, el conde de Boulogne, monseñor de Bourbon...
La señora reina Clemencia...
El banquero inclinó respetuosamente la cabeza.
—¡Ah! Nos ha dado muchas preocupaciones desde la muerte de Luis X; parece que el duelo le hubiera abierto el ansia de gastar. El Padre Santo la exortó, en carta especial, a la moderación, y tuvo que depositar sus alhajas en prenda, en mi casa, con el fin de pagar sus deudas. Ahora vive en el palacio del Temple que le cambiaron por el de Vincennes; cobra su viudedad, y parece haber encontrado la paz.
Continuaba pasando páginas, que vibraban bajo sus manos. Tenía una manera muy hábil de enseñar los nombres, ocultando la cifra con el brazo. Era parcialmente discreto.
«Ahora soy yo quien me comporto como un vanidoso —pensaba—. Pero hay que hacer valer un poco los servicios que presto, y mostrar que no me ofusco ante un nuevo prestatario.»
En verdad, su vida entera estaba contenida en aquel libro, y aprovechaba cualquier ocasión para hojearlo. ¡Cada nombre, cada suma representaba tantos recuerdos, tantas intrigas y secretos confiados, tantas súplicas dirigidas a el, por las que había podido darse cuenta de su poder! Cada suma le evocaba una visita, una carta, una hábil jugada comercial, un movimiento de simpatía, un apremio ante un deudor negligente... Hacía casi cincuenta años que Spinello Tolomei, a su llegada de Siena, después de haber comenzado por recorrer las ferias de Champaña, se había instalado allí, en la calle de los Lombardos, para abrir la banca.
Pasó una página, y otra que se enganchó en sus uñas rotas. Una raya negra borraba el nombre.
—¡Mirad, aquí está maese Dante Alighieri, el poeta... por una pequeña cantidad, cuando vino a París a visitar a la reina Clemencia, después del duelo de ésta. Era muy amigo del rey Carlos de Hungría, padre de la reina Clemencia. Me acuerdo que estaba sentado en el mismo sillón que ocupáis vos, my Lord. Hombre nada bondadoso. Era hijo de cambista; y me habló durante una hora con gran desprecio del oficio de banquero. Pero él bien podía ser malo, e ir a emborracharse con las muchachas en los peores lugares. ¿Qué importa? Ha hecho cantar a nuestra lengua como nadie lo había hecho antes. ¡Y como ha pintado los infiernos! Uno se estremece al pensar que eso puede ser así. ¿Sabéis que en Rávena, donde maese Dante vivió sus últimos años, la gente se apartaba temerosamente a su paso, porque creía que había bajado de verdad a los abismos? Murió hace dos años; pero aún ahora mucha gente no quiere creer que ha muerto y aseguran que volverá... No sentía simpatía por la banca ni tampoco por monseñor de Valois, que lo había desterrado de Florencia.
Todo el rato que habló de Dante, Tolomei hacía los cuernos y tocaba con los dedos la madera del sillón.
—Ya está, vos estaréis aquí, my Lord —prosiguió, poniendo una señal en el grueso libro—.
Después de monseñor de Marigny; tranquilizaos, no el ahorcado del que hace poco hablaba monseñor de Artois, sino de su hermano el obispo de Beauvais. Desde hoy tenéis una cuenta abierta en mi casa por valor de siete mil libras. Podéis disponer de ella a vuestra conveniencia y considerad mi modesta casa como vuestra. Con este crédito podéis llevaros las telas, armas, alhajas y toda clase de suministros que os hagan falta.
Tenía gran práctica del oficio; prestaba a gente que pudiera comprarle lo que vendía.
—¿Y el proceso con vuestra tía, monseñor? ¿No pensáis iniciarlo de nuevo, ahora que sois tan poderoso? —preguntó a Roberto de Artois.
—Todo vendrá, todo vendrá; pero a su hora —respondió el gigante, levantándose—. Nada de prisas, me he dado cuenta de que el demasiado apresuramiento es malo. Dejo envejecer a mi amada tía; la dejo desgastarse en pequeños procesos contra sus vasallos, echarse encima cada día nuevos enemigos con sus embrollos, y poner en orden sus castillos, que dejé un tanto mal parados en mi última visita a sus tierras, es decir, las mías. ¡Ahora comienza a saber lo que cuesta retener mis bienes! Ha tenido que prestar a monseñor de Valois cincuenta mil libras que no volverá a ver, porque fueron la dote de mi esposa, y con ellas os pagué. Ya veis que no es una mujer tan mala como se dice, la buena zorra. Únicamente me guardo de verla demasiado, porque me quiere tanto que podría obsequiarme con algún plato azucarado de los que producen la muerte a su alrededor.
¡Tendré mi condado, banquero, estad seguro de que lo tendré, y ese día os prometo que seréis mi tesorero!
Maese Tolomei, acompañando a sus visitantes, descendió con paso cauto la escalera tras de ellos, y los condujo hasta la puerta que daba a la calle de los Lombardos. Cuando Roger Mortimer le preguntó a qué interés le prestaba el dinero, el banquero apartó la pregunta con un gesto de la mano.
—Hacedme solamente la gracia de subir a verme cuando vengáis a mi banca —dijo—.
Seguramente tendréis muchas cosas de que informarme, my Lord.
Acompañó estas palabras con una sonrisa y un parpadeo en el que se sobreentendía:
«Hablaremos solos, no delante de personas indiscretas.»
El aire frío de noviembre que llegaba de la calle hizo estremecer un poco al anciano. En cuanto cerró la puerta, Tolomei pasó detrás de sus mostradores y entró en una pequeña sala de espera donde se encontraba Boccaccio, socio de la compañía Bardi.
—Amigo Boccaccio —le dijo—, compra todas las monedas que encuentres de Inglaterra, Holanda y España; florines de Italia, doblones, ducados, todo lo que halles en monedas de países extranjeros; ofrece un denario e incluso dos o más por cada pieza. En unos días aumentarán un cuarto de su valor. Todos los viajeros tendrán que conseguirlas en nuestra casa, ya que no podrá salir el oro acuñado en Francia. Haremos este negocio a medias.
El oro extranjero que compraría, unido al que guardaba en sus cofres, le dejaría en la operación, según sus cálculos, un beneficio de quince a veinte mil libras. Acababa de prestar diez mil; ganaba el doble, y con esta ganancia podría hacer nuevos préstamos. ¡La noria de siempre!
Como Boccaccio le felicitara por su habilidad, y le dijera que no sin razón las compañías Lombardas de París lo habían elegido para su capitán general, Spinello Tolomei respondió:
—Después de cincuenta años de oficio, no tiene ningún mérito, eso viene por sí solo. ¿Sabes qué hubiera hecho si de verdad fuera hábil? Te hubiera comprado todas tus reservas de florines, y todo el beneficio hubiera sido para mí. Pero, ¿para qué me serviría? Ya verás, Boccaccio, tú eres muy joven todavía...
Sin embargo, Boccaccio tenía las sienes canosas.
—cuando no se trabaja más que para uno mismo, llega un momento en que se tiene la sensación de que el trabajo no sirve para nada. Necesito a mi sobrino. Ahora sus problemas se han apaciguado; estoy seguro de que no corre peligro en volver. Pero ese diablo de Guccio se niega, se obstina en no regresar, y creo que por orgullo. Por las noches esta gran casa, cuando se han ido los dependientes y se han acostado los criados, me parece bien vacía y algunos días siento añoranza de Siena.
—Tu sobrino debería haber hecho lo que hice yo con una dama de París en situación semejante a la suya. Le quité a mi hijo y lo llevé a Italia.
Maese Tolomei movió la cabeza y pensó en la tristeza de un hogar sin hijos. El hijo de Guccio cumpliría siete años uno de esos días, y Tolomei no lo había visto aun. La madre se oponía...
El banquero se frotó la pierna derecha; la sentía fría y torpe, como si se le hubiera dormido.
La muerte tira así de los pies, a pequeños empujones, durante años... En seguida, antes de meterse en cama, se haría llevar una vasija apropiada, llena de agua caliente, para poner en ella la pierna.
—Monseñor de Mortimer, voy a necesitar caballeros valientes y denodados, tal como lo sois vos, para entrar en mi cruzada —declaró Carlos de Valois—. Vais a juzgarme orgulloso al oírme decir mi cruzada, cuando en realidad se trata de la de Dios Nuestro Señor; pero debo confesar, y todo el mundo me lo reconoce, que si esta gran empresa, la más amplia y gloriosa que se pueda requerir a las naciones cristianas, se realiza, será porque yo la he organizado con mis propias manos. Por lo tanto, monseñor de Mortimer, os lo propongo directamente, con esta mi natural franqueza que iréis conociendo: ¿queréis ser de los míos?
Roger Mortimer se incorporó en el asiento; su rostro se contrajo ligeramente y sus párpados se entornaron sobre los ojos de color de piedra. ¡Le ofrecían mandar un pendón de veinte corazas, como si fuera un pequeño castellano de provincia, o un soldado aventurero que hubiera caído allí por infortunio de la suerte! ¡Esta proposición era una limosna!
Era la primera vez que Mortimer era recibido por el conde de Valois, que hasta entonces había estado siempre ocupado con sus tareas en el Consejo, retenido por las recepciones de embajadores extranjeros, o en viajes por el reino. Mortimer veía por fin al hombre que gobernaba a Francia, que acababa aquel mismo día de entronizar a uno de sus protegidos, Juan de Cherchemont, en el cargo de nuevo canciller
13
. Y Mortimer estaba en la situación, envidiable ciertamente para un antiguo condenado a cadena perpetua, pero penosa para un gran señor, de desterrado que iba a pedir, nada podía ofrecer y lo esperaba todo.