La loba de Francia (28 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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—¿Por qué está en París la señora Clemencia si es reina de Hungría?

—Nunca ha sido reina de Hungría, Giannino. Su padre fue rey allí, y ella fue reina de Francia.

—¿Es la mujer del rey Carlos el Hermoso?

No, la mujer del rey era la señora de Evreux, a la que coronaban ese mismo día. Irían al palacio real en seguida a echar una ojeada a la ceremonia que se celebraría en la Sainte-Chapelle, para que, de esta forma, Giannino partiera con un recuerdo más hermoso aún que los otros. Guccio, el impaciente Guccio, no sentía enojo ni cansancio explicando al pequeño las cosas que parecían evidentes y que no lo serían si no se las conociera desde siempre. Así se hace el aprendizaje del mundo.

¿Quién era esa reina Clemencia que iban a visitar? ¿Cómo la había conocido Guccio?

Desde la calle de los Lombardos al Temple por la calle de la Verrerie, había poca distancia.

Mientras caminaban, Guccio contó al niño cómo había ido a Nápoles con el conde de Bouville...

—«ya sabes, el grueso señor que visitamos el otro día y que te abrazó... para solicitar en matrimonio a esta princesa de parte del rey Luis X, ya fallecido.

Relató su viaje con la señora Clemencia en el barco que la llevaba a Francia, y como estuvo a punto de perecer en una gran tempestad que se abatió sobre ellos antes de llegar a Marsella.

—Ese relicario que llevas al cuello me lo dio ella en agradecimiento por haberla salvado.

Luego, cuando la reina Clemencia tuvo un hijo, eligió por nodriza a la madre de Gianníno.

—Mi madre nunca me dijo nada de eso —exclamó el niño con sorpresa—. Entonces, ¿también ella conoce a la señora Clemencia?

Todo eso era muy complicado. Giannino hubiera deseado saber si Nápoles estaba en Hungría. Además, los transeúntes le empujaban; quedaba en suspenso una frase comenzada, un acarreador de agua interrumpía una respuesta con el tintineo de sus cubos. Al niño le resultaba muy difícil poner en orden el relato... «Así, tú eres hermano de leche del rey Juan el Póstumo, que murió a los cinco días...»

Hermano de leche, Giannino comprendía bien lo que significaba. En Cressay lo había oído muchas veces: en el campo hay muchos hermanos de leche. Pero ¿hermano de leche de un rey? Era como para quedar meditabundo; porque un rey es un hombre grande y fuerte, con una corona en la cabeza... Nunca había pensado que los reyes pudieran tener hermanos de leche, ni que alguna vez fueran pequeños. En cuanto a «póstumo»... otro nombre raro, lejano como Hungría.

—Mi madre nunca me dijo nada de eso —repitió.

Y empezó a estar quejoso de su madre por las muchas cosas asombrosas que le había ocultado.

—¿Por qué se llama el Temple al sitio al que vamos?

—Debido a los Templarios.

—¡Ah, sí, ya sé! Escupían a la cruz, adoraban a una cabeza de gato y envenenaban los pozos para conservar todo el oro del reino.

Sabía eso por el hijo del carretero, que repetía lo que su padre había oído, Dios sabe dónde.

A Guccio le era difícil, en medio de la muchedumbre y en tan poco tiempo, explicar a su hijo que la verdad era un poco más sutil. El niño no comprendía que la reina que iban a visitar habitara en casa de gente tan villana.

—Ellos ya no viven allí, figlio mío. Ya no existen; es la antigua residencia del Gran Maestre.

—¿El maestre Jacobo de Molay? ¿Era él?

—¡Haz los cuernos, haz los cuernos con los dedos, hijo mío, cuando pronuncies ese nombre... ! Pues los Templarios fueron suprimidos, quemados o expulsados, el rey se apoderó del Temple que era su castillo.

—¿Que rey?

El pobre Giannino se confundía con tantos soberanos.

—Felipe el Hermoso.

—¿Viste tu al rey Felipe el Hermoso?

El niño había oído hablar de él, de aquel rey aterrador y ahora tan grandemente respetado.

Pero eso formaba parte de todas las sombras anteriores a su nacimiento. Y Guccio se enterneció.

«Es verdad —pensó—, no había nacido aun. Para él es lo mismo que si le hablaran de San Luis. »

Y como la multitud les hacia caminar aun más despacio, continuó:

—Sí, lo vi. Estuve a punto de atropellarlo en una de estas calles el día de mi llegada a Paris, hace doce años, cuando me paseaba con mis dos galgos.

Y el tiempo cayó sobre sus hombros como una repentina ola, que te sumerge y luego se disipa. Una ola de años se había abatido sobre él. ¡Era ya un hombre y contaba sus recuerdos!

—La casa de los Templarios —continuó— pasó a ser propiedad del rey Felipe el Hermoso, después del rey Luis, luego del rey Felipe el Largo, que fue el antecesor del rey actual. El rey Felipe el Largo dio el Temple a la reina Clemencia a cambio del castillo de Vincennes, que había heredado de su esposo el rey Luis.

—Padre, quiero un barquillo.

Había percibido el buen olor que despedía el canasto de un vendedor ambulante, y eso hizo que desapareciera de golpe su interés por todos aquellos reyes que se sucedían tan de prisa y que se cambiaban sus castillos. Sabía ya que comenzar la frase con «padre» era un medio seguro para obtener lo que deseaba; pero esta vez la treta no tuvo éxito.

—No, cuando volvamos, porque ahora te ensuciarías. Recuerda lo que te he dicho. No hables a la reina si no te dirige la palabra, y arrodíllate para besarle la mano.

—¿Cómo en la iglesia?

—No, no como en la iglesia. Ven, te lo voy a enseñar. Yo no puedo hacerlo muy bien porque tengo la pierna lesionada.

Los transeúntes miraban con curiosidad a aquel extranjero de pequeña estatura, de tez morena, que, en el rincón de una puerta, enseñaba a hacer la genuflexión.

—Y luego te levantas rápidamente, sin atropellar a la reina.

El palacio del Temple había sufrido muchos cambios desde el tiempo de Jacobo de Molay.

En primer lugar, había sido dividido. La residencia de la reina sólo comprendía la gran torre cuadrada con sus cuatro garitas de piedra en los ángulos, algunas viviendas secundarias, edificios y cuadras situadas alrededor del amplio pavimentado, y el jardín, parte de recreo, parte para huerto.

El resto de las habitaciones para los caballeros y las armerías, aisladas por altos muros, habían sido destinadas a otros usos y su gigantesco patio, dedicado a las paradas militares, estaba ahora desierto y como muerto. La litera de ceremonia de visillos blancos que esperaba a la reina para conducirla a la coronación, parecía un barco que atraca por equivocación o por necesidad en un puerto que no es el suyo, y, aunque alrededor de la litera había varios escuderos y criados, la mansión parecía silenciosa y abandonada.

Guccio y Giannino penetraron en la torre del Temple por la misma puerta por la que Jacobo de Molay había salido doce años antes para ser conducido al suplicio
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. Las salas habían sido restauradas; pero, a pesar de las tapicerías, de los objetos de marfil, plata y oro, las pesadas bóvedas, las estrechas ventanas, los espesos muros donde se ahogaban los ruidos, y las proporciones mismas de esta residencia guerrera, no formaban una vivienda adecuada para una mujer de treinta y dos años. Todo recordaba a hombres rudos, con espada en la cintura; hombres que habían asegurado la supremacía total de la cristiandad en los límites del antiguo Imperio Romano. Para una viuda joven, el Temple parecía una prisión.

La señora Clemencia hizo esperar poco a sus visitantes. Apareció, vestida ya para la ceremonia a la que iba, con vestido blanco, gorguera de velo en el nacimiento del pecho, manto real en los hombros y corona de oro en la cabeza. Verdaderamente una reina, como se ve en las pinturas de las vidrieras de las iglesias. Giannino creyó que las reinas vestían así todos los días de su vida.

Hermosa, rubia, magnífica, distante; con la mirada un poco ausente, Clemencia de Hungría ofreció la sonrisa que una reina sin poder, sin reino, debe dejar caer sobre el pueblo que se le acerca.

Esta muerte sin tumba llenaba sus días demasiado largos con ocupaciones inútiles, coleccionando piezas de orfebrería; ese era todo su interés por el mundo o al menos el que fingía tener.

La entrevista fue más bien decepcionante para Guccio, que esperaba más emoción, pero no para el niño, que veía ante él una santa del cielo con manto de estrellas.

La señora de Hungría hizo esas preguntas de circunstancias, propias de los soberanos cuando no tienen nada que decir. Guccio intentó llevar la conversación hacia sus recuerdos comunes, hacia Nápoles y la tempestad; pero la reina los eludió. Todo recuerdo le era penoso; rechazaba los recuerdos.

Y cuando Gupcio, intentando dar categoría a Giannino, dijo: «El hermano de leche de vuestro infortunado hijo, señora», se dibujó en el hermoso rostro una expresión casi dura. Una reina no llora en público; pero era una inconsciente crueldad mostrarle, rubio y fresco, a un niño de la misma edad que tendría el suyo y que había mamado la misma leche.

No hablaba la voz de la sangre, sino la de la desgracia. Además, habían elegido mal día, ya que Clemencia iba a asistir a la coronación de la tercera reina de Francia después de ella. La cortesía la obligó a preguntar:

—¿Qué hará este hermoso niño cuando sea mayor...?

—Tendrá banca, señora. Como su padre, como todos nosotros; al menos así lo espero.

La reina Clemencia creía que Guccio había ido a reclamarle algún crédito, el pago de una copa de oro, o de alguna joya procedente de la tienda de su tío. ¡Tan acostumbrada estaba a las reclamaciones de sus proveedores! Se sorprendió al saber que aquel joven se había molestado sólo por verla. ¿Había todavía, pues, personas que iban a saludarla sin solicitar nada de ella, ni pago, ni servicio?

Guccio le dijo al niño que le mostrase a la reina el relicario que llevaba al cuello. La reina no lo recordaba, y Guccio tuvo que hablarle del hospital de Marsella donde ella se lo había regalado.

Clemencia pensó:

«Este joven me ha amado.»

¡Ilusorio consuelo de las mujeres cuyo destino amoroso se ha detenido demasiado pronto, atentas a los sentimientos que pudieron inspirar en otro tiempo!

Se inclinó para besar al niño. Pero Giannino se arrodilló en seguida, y le besó la mano.

La reina, con movimiento maquinal, buscó alrededor de ella un regalo. Vio una caja de plata sobredorada y se la dio al niño, diciendo:

—Seguramente te gustan las almendras garrapiñadas. Conserva esta caja de confites, y que Dios te proteja.

Era hora de ir a la ceremonia. Subió a la litera, ordenó que corrieran los visillos blancos, y se sintió enferma de un mal que le venía de todo el cuerpo, del pecho, de las piernas, del vientre, de toda aquella belleza inútil. Al fin pudo llorar.

En la calle del Temple la muchedumbre se dirigía hacia el Sena, hacia la Cité, para ver la coronación.

Guccio, tomando a Giannino de la mano, se puso detrás de la litera blanca, como si formara parte de la escolta de la reina. Así pudieron atravesar el Pont-au-Change, entrar en el patio del palacio y detenerse allí para ver pasar a los grandes señores que entraban, en traje de gala, en la Sainte-Chapelle. Guccio reconoció a la mayoría y se los fue nombrando al niño: la condesa de Mahaut de Artois, todavía más alta con su corona; el conde Roberto, su sobrino, que la superaba en estatura; monseñor Felipe de Valois, ahora par de Francia, al lado de su mujer, que cojeaba; y, luego, la señora Juana de Borgoña, la otra reina viuda. ¿Quiénes formaban aquella pareja, de unos dieciocho y quince años, que venía detrás? Guccio preguntó a los vecinos. Le dijeron que era la señora Juana de Navarra y su marido Felipe de Evreux. ¡Ah, sí! La hija de Margarita de Borgoña tenía ahora quince años y se había casado después de todos los dramas originados por su causa.

Había tanta gente, que Guccio tuvo que poner a Giannino sobre sus hombros. ¡Y como pesaba el diablillo!

Apareció la reina Isabel de Inglaterra, llegada expresamente del Ponthieu. Guccio la encontró asombrosamente poco cambiada desde que la había entrevisto en Westminster, cuando le entregó un mensaje del conde Roberto. Sin embargo, la recordaba mayor... En la misma fila, marchaba su hijo, el joven Eduardo de Aquitania; y todas las cabezas se volvían porque la cola del manto ducal del joven la llevaba Lord Mortimer, como si fuera el gran chambelán del príncipe. Un nuevo desafío lanzado al rey Eduardo. Lord Mortimer presentaba un rostro victorioso, aunque menos que el rey Carlos el Hermoso, al que nunca se habla visto tan radiante, porque la reina de Francia, se susurraba, estaba encinta de dos meses. Y su coronación oficial, diferida hasta entonces, constituía un agradecimiento.

Giannino se inclinó de pronto sobre la oreja de Guccio.

—Padre, padre —dijo—, el señor grueso que me abrazó el otro día, a quien fuimos a ver a su jardín, está allí, y me mira.

¡Qué confusos y turbadores pensamientos tenía el buen Bouville, metido entre la multitud de dignatarios, al ver al verdadero rey de Francia, a quien todo el mundo creía en la sepultura de Saint-Denis, encaramado en los hombros de un negociante Lombardo, mientras coronaban a la esposa de su segundo sucesor!

Aquella misma tarde, por la ruta de Dijon, dos sargentos de armas del conde de Bouville escoltaban al viajero sienés y a un niño rubio. Guccio Baglioni creía robar a su hijo; a quien robaba en realidad era al dueño legítimo del trono. Y este secreto sólo era conocido por un augusto anciano que estaba en una habitación de Aviñón llena de gritos de pájaros, i por un antiguo chambelán que se paseaba por su jardín del Pré-aux-Clercs, y por una joven desesperada para siempre en un prado de la Isla-de-Francia. La reina viuda que habitaba en el Temple continuaría ofreciendo misas por un niño muerto.

IV.- El consejo de Chaâlis

La tormenta ha limpiado el cielo de fines de junio. En los departamentos reales de la abadía de Chaalis
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, establecimiento cisterciense que es una fundación capetina, y donde se han depositado hace unos meses las entrañas de Carlos de Valois, los cirios se consumen humeando y mezclan el olor de la cera con el aire cargado de los perfumes de la tierra húmeda, y con el olor de incienso; tal como sucede en todas las residencias religiosas. Los insectos escapados de la tormenta han entrado por las ojivas de las ventanas y danzan alrededor de las llamas.

Es una tarde triste. Los rostros están pensativos, taciturnos, aburridos en la sala abovedada donde las tapicerías ya viejas, sembradas de flores de lis y del modelo ejecutado en serie para las residencias reales cuelgan a lo largo de la piedra desnuda. Una decena de personas se encuentran reunidas alrededor del rey Carlos IV: el conde Roberto de Artois, llamado también conde de Beaumont-le-Roger, el obispo par del Beauvais, Juan de Marigny, el canciller Juan de Cherchemont, el conde Luis de Bourbon, el Cojo, gran camarero y el condestable, Gaucher de Chatillon. Este ha perdido a su hijo mayor el año anterior, y, según dice, eso lo ha envejecido de golpe. Aparenta sus setenta y seis años; cada día esta más sordo, lo que atribuye a los cañonazos que dispararon a un paso de sus orejas durante el asedio de La Réole.

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