En este gran trastorno que cambiaba los destinos del reino y daba el mayor poder a su esposo, lady Mortimer, siempre tan leal, se encontraba entre los vencidos. Y sin embargo perdonaba, se apartaba con dignidad, porque se trataba de los dos seres que más había admirado, y comprendía que se hubieran unido con un amor inevitable en el momento en que la suerte los había acercado.
A la salida de la coronación se autorizó a la muchedumbre a penetrar en el obispado de Londres para acogotar al antiguo canciller Roberto de Baldock; y a messire Juan de Hainaut le fue asignada esta semana una renta de mil marcos esterlines que se sacaría del producto de los impuestos sobre las lanas y cueros del puerto de Londres.
Messire Juan de Hainaut se hubiera quedado gustosamente más tiempo en la corte de Inglaterra. Pero había prometido participar en un gran torneo, en Conde-sur-Escaut, donde se había dado cita una multitud de príncipes, entre ellos el rey de Bohemia. Iba a justar, alardear, encontrar hermosas damas que habían atravesado Europa para ver enfrentarse a los más apuestos caballeros; iba a seducír, a danzar y a divertirse en fiestas. Messire Juan de Hainaut no podía faltar a esa cita, en la que iba a brillar en medio de las palestras de arena. Consintió que le acompañaran una quincena de caballeros ingleses que querían participar en el torneo.
En marzo se firmó, por fín, el tratado con Francia que arreglaba la cuestión de Aquitania, con gran detrimento para Inglaterra; pero Mortimer no podía hacer rechazar a Eduardo III las cláusulas que él mismo había negociado para que le fueran impuestas a Eduardo II. Así se saldaba la herencia de un Mal reinado. Además, Mortimer se interesaba poco por Guyena, donde no tenía posesiones, y dedicaba ahora toda su atención, como antes de su encarcelamiento, al País de Gales y a las Marcas galesas.
Los enviados que fueron a París a ratificar el tratado encontraron muy triste y deshecho al rey Carlos IV, puesto que la hija que había dado a luz Juana de Evreux en noviembre no había vivido más que dos meses.
Cuando Inglaterra, a trancas y barrancas, comenzaba a ponerse en orden, el viejo rey de Escocia, Roberto Bruce, aunque leproso, envió el día de Pascua, un desafío al joven Eduardo, al invadir el país
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La primera reacción de Mortimer fue cambiar la residencia al ex rey Eduardo II. Era una medida de prudencia. En efecto, se necesitaba la presencia de Enrique de Lancaster en el ejército con sus pendones; además, según los informes que llegaban de Kenilworth, Lancaster parecía tratar con demasiada suavidad a su prisionero, descuidando la vigilancia y permitiéndole cierto contacto con el exterior. No todos los partidarios de los Le Despenser habían sido ejecutados, como por ejemplo, el conde de Warenne, que, más afortunado que su cuñado, el conde de Arundel, había podido escapar. Algunos estaban escondidos en sus casas solariegas o en residencias amigas, esperando que pasara el vendaval; otros habían huido del reino. Cabía preguntarse si el desafío del viejo rey de Escocia no estaba inspirado por ellos.
Por otra parte, el gran entusiasmo popular que había acompañado la liberación comenzaba a declinar. Roger Mortimer era ya menos adulado después de seis meses de gobierno, pues seguía habiendo impuestos y gente encarcelada por no pagarlos. En los círculos del poder se empezaba a reprochar a Mortimer su tajante autoridad, que se acentuaba de día en día, y las grandes ambiciones que revelaba. A sus propios bienes, que había recobrado del conde de Arundel, había añadido el condado de Glamorgan y la mayoría de las posesiones de Hugo el Joven. Sus tres yernos —Mortimer tenía ya tres hijas casadas—, Lord Berkeley, el conde de Charlton y el conde de Warwick, extendían su poder territorial. Había ocupado el cargo de juez supremo de Gales, que había sido de su tío de Chirck, al mismo tiempo que las tierras de este, y pretendía hacerse nombrar conde de las Marcas, lo que le habría proporcionado, al oeste del reino, un fabuloso principado casi independiente.
Había logrado chocar con Adan Orleton, ya que este, enviado a Aviñón para urgir las necesarias dispensas para el matrimonio del joven rey, había solicitado del Papa la gran diócesis de Worcester, que se encontraba vacante. Mortimer se había ofendido porque Orletón no había solicitado antes su consentimiento, y se opuso a que se la concedieran. Eduardo II no se había portado de otra forma con el mismo Orletón, respecto a la sede de Hereford.
La reina, forzosamente, sufría la misma pérdida de popularidad. Y he aquí que la guerra se reavivaba, la guerra de Escocia otra vez. Nada, pues, había cambiado. Se habían hecho demasiadas ilusiones para no quedar decepcionados. Bastaba un revés de los ejércitos, un complot que liberara a Eduardo II, para que los escoceses, aliados circunstanciales del antiguo partido Despenser encontraran en él un rey preparado para ser repuesto en su trono, que les entregaría las provincias del norte a cambio de su libertad y de su restauración.
La noche del 3 al 4 de abril arrancaron al rey de su sueño, y le rogaron que se vistiera de prisa. Se encontró ante un caballero desgarbado, huesudo, de largos dientes amarillentos, de cabello oscuro e hirsuto, que le caía por las orejas.
—¿Donde me llevas, Maltravers? —preguntó Eduardo con espanto al reconocer a aquel barón al que había expoliado y desterrado, y cuyo aspecto era de asesino.
—Te llevo, Plantagenet, a un lugar donde estarás más seguro; y para que esta seguridad sea completa, no debes saber a dónde vas; así tu cabeza no se arriesgará a confiarlo a tu boca.
Maltravers tenía instrucciones de no pasar por las ciudades, ni demorarse en el camino. El 5 de abril, después de una ruta recorrida toda al trote o al galope, interrumpida solamente por una parada en una abadía cercana a Gloucester, el antiguo rey entró en el castillo de Berkeley
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, donde quedó bajo la custodia de uno de los yernos de Mortimer.
El ejército inglés, convocado primeramente en Newcastle para la Ascensión, se reunió para Pentecostés en la ciudad de York. El gobierno del reino se había trasladado allí y el Parlamento celebró sesión, como se hacía en la época del rey caído cuando Escocia atacaba.
Pronto llegaron messire Juan de Hainaut y sus Hennuyers, que no faltaron a la petición de ayuda. Se les volvió a ver, montados en sus grandes caballos bermejos y febriles aún por los grandes torneos de Conde-sur-Escaut, a los sires de Ligne, le Enghien, de Mons y de Sarre, y a Guillermo de Bailleul, parsifal de Semeries, Sance de Bouusoy, Oulfartd Ghisteles, que habían hecho triunfar en las justas los colores de Hainaut, y messire Thierry de Wallecourt, Rasses de Grez, Juan Pilastre y los tres hermanos de Harlebeke bajo los pendones de Bravante; además de los señores de Flandes, Cambresis, ktoís y, con ellos el hijo del marqués de Juliers.
Juan de Hainaut no había hecho más que reunirlos en Conde. Pasaban de la guerra al torneo y del torneo a la guerra. í Ah! ¡Cuántos placeres y qué nobles aventuras!
En York se celebraron grandes festejos en honor de los Hennuyers. Les dieron los mejores alojamientos, les ofrecieron fiestas y banquetes con profusión de carne y volatería. Los vinos de Gascuña y del Rhin corrieron a placer.
Este tratamiento dado a los extranjeros irritó a los arqueros ingleses, que eran seis millares largos, entre los que había numerosos antiguos soldados del decapitado conde de Arundel.
Una tarde, como sucede frecuentemente entre las tropas estacionadas, se suscitó una riña por una partida de dados entre algunos arqueros ingleses y los criados de armas de un caballero de Bravante. Los ingleses, que sólo esperaban una ocasión, llamaron en su ayuda a los compañeros.
Todos los arqueros se lanzan contra las tropas del Continente, y los Hennuyers corren hacia sus acantonamientos, donde se atrincheran. Los jefes de bandera, que estaban en fiesta, salen a las calles al oír el ruido, y son asaltados por los arqueros de Inglaterra. Buscan refugio en sus alojamientos, pero no pueden entrar porque sus propios hombres se han hecho fuertes allí. Y queda sin armas la flor de la nobleza de Flandes. Pero está compuesta por fuertes mozos. Los messires Parsifal de Semeries, Fastres de Rues y Sance de Boussoy se apoderan de sólidas palancas de encina que encuentran en casa de un carretero, se apoyan en la pared y a palos despachan una buena Sesentena de arqueros que pertenecían al obispo de Lincoln.
Esta pequeña querella entre aliados origina algo más de trescientos muertos.
Los seis mil arqueros, olvidándose por completo de la guerra de Escocia, sólo piensan en exterminar a los Hennuyers. Messire Juan de Hainaut, ultrajado, furioso, quiere volver a su patria, si es que le levantan el asedio que mantienen alrededor de sus acantonamientos. En fín, después de colgar a algunos se fueron apaciguando los ánimos. Las damas de Inglaterra, que habían acompañado a sus maridos al ejército, con ruegos y sonrisas lograron que se quedaran los caballeros de Hainaut. Los Hennuyers se acantonaron a una media legua del resto del ejército, y así pasó un mes, mirándose como perros y gatos.
Por fin se decidió ponerse en marcha. El joven rey Eduardo III avanzaba en su primera guerra a la cabeza de ocho mil armaduras de hierro y de treinta mil hombres de a pie.
Desgraciadamente, los escoceses no se dejaban ver. Estos rudos hombres hacían la guerra sin furgones ni convoy. Sus tropas ligeras solo llevaban por equipaje una piedra plana atada a la silla y un pequeño saco de harina; con esto podían vivir durante varios días, mojando la harina en el agua de los arroyos y cociéndola en forma de galletas sobre la piedra calentada al fuego. Los escoceses se divertían con el enorme ejército inglés. Tomaban contacto con él, realizaban algunas escaramuzas, se replegaban en seguida, pasaban y repasaban los ríos, traían al adversario a los pantanos, a los espesos bosques y escarpados desfiladeros. El ejército erraba a la ventura entre el Tyne y los montes Cheviot.
Un día oyeron los ingleses un gran ruido en un bosque por el que avanzaban. Se dio la alarma. Todo el mundo se lanzó escudo al cuello, bajada la visera, lanza en mano, sin esperar a padre, hermano o compañero; pero quedaron corridos al encontrarse con un rebaño de ciervos que huía alocadamente ante el ruido de las armaduras.
El avituallamiento se hacía difícil; el país no producía nada, y solo encontraban los artículos que les llevaban algunos mercaderes a precio diez veces superior a su valor. Las monturas carecían de avena y forraje. Estuvo lloviendo durante una semana; las sillas se pudrían, los caballos dejaban las herraduras en el fango, todo el ejército se enmohecía. Los caballeros cortaban ramas con el filo de las espadas para hacerse chozas. Y los escoceses seguían invisibles.
El mariscal del ejército, sir Tomas Wake, estaba desesperado. El conde de Kent casi añoraba la Rèole; por lo menos allí el tiempo era bueno. Enrique Cuello-Torcido sentía el reumatismo en la nuca; Mortimer se irritaba, y se cansaba de correr sin cesar del ejército a Yorkshire, donde se encontraban la reina y los servicios del gobierno. La desesperación, que engendra querellas, se hacía visible en las tropas; y se hablaba de traición.
Un día, mientras los jefes de pendones discutían a voz en grito de lo que no se había hecho y de lo que se habría debido hacer, el joven rey Eduardo reunió a algunos escuderos de edad aproximada a la suya, y prometió la caballería y una tierra de cien libras de renta a quien descubriera el paradero del ejército escocés. Una veintena de muchachos, entre los catorce y los dieciocho años, salieron de batida.
El primero que regresó se llamaba Tomas de Rokesby; jadeante y agotado, exclamó:
—Sire Eduardo, los escoceses están a cuatro leguas, en una montaña, desde hace una semana, sin saber más dónde estáis vos, que vos sabéis donde están ellos.
El joven Eduardo hizo sonar en seguida las trompetas, reunió al ejército en una tierra que se llamaba «la landa blanca», y ordenó ir contra los escoceses. Pero el ruido que hacía todo aquel hierro avanzando por las montañas llegó de lejos a los hombres de Roberto Bruce. Los caballeros de Inglaterra y de Hainaut, que subieron a una de las crestas de la colina, se disponían a bajar a la otra vertiente, cuando vieron de repente ante ellos a todo el ejército escocés, a pie, alineado en orden de batalla y colocadas las flechas en la cuerda de los arcos. Se observaron de lejos sin atreverse a enfrentarse, ya que el lugar era malo para lanzar los caballos. ¡Se contemplaron durante veintidós días!
Como los escoceses no parecían dispuestos a cambiar su posición que les era tan favorable; como los caballeros no querían librar combate en un terreno en el que no podían desplegarse; los dos adversarios permanecieron a uno y otro lado de la cresta, esperando que el enemigo se moviera.
Se contentaban con hacer escaramuzas, generalmente de noche, dejando estos pequeños encuentros a la gente de a pie.
El hecho más señalado de esta extraña guerra entre un octogenario leproso y un rey de quince años fue realizado por el escocés Jacobo de Douglas, quien, con doscientos caballeros de su clan, penetró una noche de luna en el campamento inglés, derribó todo lo que encontró al paso al grito de «¡Douglas, Douglas!», cortó tres cuerdas de la tienda del rey y huyó. A partir de aquella noche los caballeros ingleses durmieron con las armaduras puestas.
Luego, una mañana, antes del alba, capturaron a dos espías del ejército escocés que pareció bien claramente que se dejaban capturar, los cuales, llevados ante el rey de Inglaterra, le dijeron.
—Sire, ¿qué buscáis aquí? Nuestros escoceses se han vuelto a las montañas y sire Roberto, nuestro rey, nos ha dicho que os lo hagamos saber, así como que no os combatirá durante este año si vos no lo perseguís.
Los ingleses avanzaron prudentemente, temerosos de una trampa y encontraron cuatrocientos calderos, y ollas para cocer la carne colgados en línea y abandonados por los escoceses para evitar peso y no hacer ruido durante su retirada. Igualmente había en un enorme montón cinco mil viejos zapatos de cuero; los escoceses habían cambiado de calzado antes de partir. No quedaba en el campo alma viviente sino cinco ingleses desnudos, atados a estacas, con las piernas rotas a palos.
Era una locura perseguir a los escoceses en sus montañas, a través de aquel país difícil en que toda la población era hostil a los ingleses, y donde el ejército, ya muy fatigado, habría tenido que seguir una guerra de emboscadas para la que no estaba preparado. Se declaró, pues, terminada la campaña; regresaron a York y el ejército fue disuelto.