Este Consejo, fundándose jurídicamente en el hecho de que el rey se encontraba fuera de las fronteras —era igual que estuviera en Gales o en Irlanda—, decidió proclamar al joven príncipe Eduardo guardián y mantenedor del reino en ausencia del soberano. Se redistribuyeron en seguida las principales funciones administrativas, y Adan Orletón, que era el cerebro de la rebelión, recibió el cargo de Lord tesorero.
Había llegado la hora de reorganizar la autoridad central. Era asombroso que durante un mes, con el rey en fuga, dispersados sus ministros, e Inglaterra bajo la gran cabalgada de la reina y de los Hennuyers, las aduanas hubieran continuado funcionando con normalidad, los recaudadores de impuestos cobrado las tasas, la ronda hubiera vigilado las ciudades y que, en suma, la vida pública hubiera proseguido su curso normal por una especie de costumbre del cuerpo social.
El guardián del reino, el depositario provisional de la soberanía, tenía quince años menos un mes. Las ordenanzas que iba a promulgar serían selladas con su sello privado, ya que el rey y el canciller Baldock se habían llevado los sellos del Estado. El primer acto de gobierno del joven príncipe fue presidir ese mismo día el proceso contra Hugh Despenser el Viejo.
La acusación fue llevada por Tomas Wake, rudo caballero de edad madura, que era mariscal del ejército, quien presentó a Despenser, conde de Winchester, como responsable de la ejecución de Tomas de Lancaster; de la muerte en la Torre de Roger Mortimer el Mayor (el viejo Lord de Chirk no había podido ver el retorno triunfal de su sobrino, ya que había muerto en el calabozo unas semanas antes); responsable también del encarcelamiento, destierro o muerte de muchos otros señores; de la expoliación de los bienes de la reina y del conde de Kent; de la mala gestión de los asuntos del reino; de las derrotas en Escocia y Aquitania, todo ello acaecido por sus exhortaciones y malos consejos. Las mismas acusaciones se harían contra todos los consejeros del rey Eduardo.
Arrugado, encorvado, con voz débil, Hugh el Viejo, que había fingido durante tantos años un tembloroso acatamiento ante los deseos del rey, mostró la energía de que era capaz. No tenía nada que perder y se defendió palmo a palmo.
¿Las guerras perdidas? Lo habían sido por la cobardía de los barones. ¿Las ejecuciones capitales y los encarcelamientos? Habían sido decretados contra los traidores y rebeldes a la autoridad real, sin cuyo respeto se desmoronan los reinos. Las apropiaciones de feudos y rentas se habían decretado para que los enemigos de la corona se quedaran sin hombres y sin fondos. Y se le reprochaban algunos saqueos y expoliaciones, ¿no suponían nada las veintitrés casas solariegas que eran de su propiedad o de su hijo y que Mortimer, Lancaster, Maltravers y Berkley, todos ellos allí presentes, habían saqueado e incendiado el año 1321, antes de ser derrotados unos en Shrewsbury y otros en Boroughbridge? No había hecho más que cobrarse los daños que le habían causado y que calculaba en cuarenta mil libras, sin poder estimar las violencias y sevicias de todo orden infligidas a su gente.
Terminó con estas palabras dirigidas a la reina:
—¡Ah, señora! ¡Dios nos de recto juicio, y si no podemos tenerlo en este mundo, que nos lo de en el otro!
El joven príncipe Eduardo había escuchado con atención. Hugh Despenser el Viejo fue condenado a ser arrastrado, decapitado y colgado; lo cual le hizo decir con cierto desprecio:
—Veo, mis lores, que decapitar y colgar son para vosotros cosas distintas, pero para mí no es más que una sola muerte.
Su actitud, bien sorprendente para todos los que lo habían conocido en otras circunstancias, explicaba la gran influencia que había ejercido. Este obsequioso cortesano no era cobarde, este detestable ministro no era tonto.
El príncipe Eduardo dio su aprobación a la sentencia; pero reflexionaba y comenzaba a formarse silenciosamente su opinión sobre la conducta de los hombres que ocupaban los altos cargos. Escuchar antes de hablar, informarse antes de juzgar, comprender antes de decidir, y tener siempre presente que en todo hombre se encuentra la fuente de las mejores y de las peores acciones: éstas son para un soberano las disposiciones fundamentales de la prudencia.
No es corriente que, antes de cumplir los quince años, se tenga que condenar a muerte a uno de sus semejantes. Para ser su primer día de poder, Eduardo de Aquitania pasaba por una dura prueba.
El viejo Despenser fue atado por los pies al arnés de un caballo y arrastrado por las calles de Bristol. Después, desgarrados los tendones, descoyuntados los huesos, fue llevado a la plaza situada delante del castillo y fue puesto de rodillas, la cabeza sobre el tajo. Le apartaron los blancos cabellos para dejarle libre la nuca, y una ancha espada, empuñada por un verdugo que llevaba una caperuza roja, le cortó la cabeza. Su cuerpo, chorreando sangre, fue colgado por las axilas en la horca; y la cabeza, arrugada y sucia, fue plantada al lado, en el extremo de una pica.
Y todos aquellos caballeros que habían jurado por monseñor San Jorge defender damas, doncellas, huérfanos y oprimidos, disfrutaron, con grandes risas y jubilosas observaciones, del espectáculo que ofrecía aquel cadáver de anciano partido en dos.
Para Todos los Santos, la nueva corte se instaló en Hereford. Si, como decía Adan Orletón, obispo de esta ciudad, todos tenían en la Historia su hora de luz, esta hora había llegado para él. Al cabo de sorprendentes vicisitudes, después de haber ayudado a escapar a uno de los más grandes señores del reino, de haber sido acusado, llevado ante el Parlamento y salvado por la coalición de sus pares; después _de haber predicado y fomentado la rebelión, volvía triunfante a aquel obispado para el que había sido nombrado el año 1317, contra la voluntad del rey Eduardo y donde habla actuado como gran prelado.
Este hombre pequeño, sin atractivo físico, pero valeroso, revestido con las insignias sacerdotales, con la mitra en la cabeza y el báculo en la mano, recorría con inmensa alegría las calles de su ciudad reencontrada.
En cuanto la escolta real tomó posesión del castillo situado al centro de la ciudad, en un recodo del río Wye, Orletón mostró a la soberana las obras de su iniciativa, sobre todo la alta torre cuadrada, de dos pisos, con calados de grandes ojivas, cuyos ángulos terminaban cada uno con tres torrecillas, dos pequeñas en forma de arista y una grande que las dominaba, con doce agujas que ascendían al cielo, y que había hecho levantar para ensalzar y embellecer la catedral. La luz de noviembre jugaba en los rosados ladrillos, cuya humedad mantenía fresco su color; alrededor del monumento se extendía un amplio terreno cubierto de césped oscuro y bien cortado.
—¿No es verdad, señora, que es la más hermosa torre de vuestro reino? —decía Adan Orletón con cándido orgullo de constructor ante esta gran fábrica cincelada, nada recargada, de líneas puras, de la que no cesaba de maravillarse—. Aunque solo fuera por haberla edificado, estaría contento de haber nacido.
A Orletón, como se decía, la nobleza le venía de Oxford, no de su cuna. Era consciente de ello, y había querido justificar los altos cargos a los que la ambición tanto como la inteligencia, y el saber más aún que la intriga, lo habían elevado. Se sabía superior a todos los hombres que lo rodeaban. Había reorganizado la biblioteca de la catedral, en la que gruesos volúmenes, alineados con el lomo hacia delante, estaban en la estantería asegurados con cadenas de largos eslabones forjados para que no pudieran robarlos. Casi mil manuscritos iluminados, decorados, maravillosos, que abarcaban cinco siglos de pensamiento, de fe y de invención, desde la primera traducción de los Evangelios al sajón, con algunas páginas decoradas todavía con caracteres únicos, hasta los diccionarios latinos más recientes, pasando por la jerarquía Celeste, a las obras de San Jerónimo, de San Juan Crisóstomo, los doce profetas menores...
La reina admiró también los trabajos emprendidos para la sala capitular, y el famoso mapa del mundo pintado por Ricardo de Bello
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, y que no podía ser más que de inspiración divina, pues comenzaba a hacer milagros.
Así Hereford fue durante un mes la capital improvisada de Inglaterra. Mortimer no se sentía menos feliz que Orletón, ya que acababa de recuperar su castillo de Wigmore, a unas millas de distancia.
Durante este tiempo continuaban buscando al rey con el mayor empeño.
Cierto Rhys ap Owell, caballero del País de Gales, llegó un día a anunciar que Eduardo II se encontraba escondido en una abadía, en las costas del condado de Glamorgan, adonde había sido arrojado por vientos contrarios el barco con el que confiaba llegar a Irlanda.
Inmediatamente Juan de Hainaut, rodilla en tierra, se ofreció a sacar de su guarida galesa al desleal esposo de la señora Isabel. Costó trabajo hacerle comprender que no se podía confiar la captura del rey a un extranjero, que era preferible designar a un miembro de la familia real para que cumpliera tan penosa tarea. Y fue Enrique Cuello-Torcido quien, sin excesiva alegría, tuvo que cabalgar, acompañado del conde de la Zouche y de Rhys ap Owell.
Casi al mismo tiempo, llegó de Shropshire, el conde de Charlton, trayendo encadenado al conde de Arundel. Para Roger Mortimer fue un hermoso desquite ya que Edrnundo Fitzalan, conde de Arundel, había recibido del rey gran parte de los bienes arrebatados a la familia Mortimer, y se había hecho conferir el título de Gran Juez de Gales, que había pertenecido al viejo Mortimer de Chirk.
Roger Mortimer se contentó con dejar a su enemigo en pie todo un cuarto de hora, sin dirigirle la palabra y mirándolo solamente de pies a cabeza, gozando del satisfactorio espectáculo de tener ante sí un enemigo vivo que pronto sería un enemigo muerto.
El juicio de Arundel como enemigo del reino, y acusado de los mismos cargos que Despenser el Viejo, se celebró rápidamente y su decapitación se ofreció al regocijo de la ciudad de Hereford y de las tropas allí estacionadas.
Se observó que, durante el suplicio, la reina y Mortimer estaban cogidos de la mano.
El joven príncipe Eduardo había cumplido los quince años, tres días antes.
Por fín, el 20 de noviembre llegó una señalada noticia. El rey Eduardo había sido apresado por el conde de Lancaster en la abadía cisterciense de Neath, en el valle del Towe.
El rey, su favorito y su canciller estaban escondidos allí, desde hacía varias semanas, bajo los hábitos de monje; Eduardo, a la espera de días mejores, trabajaba en la fragua de la abadía, pasatiempo que le evitaba pensar demasiado en su situación.
Y allí estaba, desnudo el torso, bajado el hábito hasta la cintura, pecho y barba iluminados por el fuego de la fragua, rodeadas las manos de chispas, mientras el canciller soplaba con el fuelle y Hugh el joven, con aspecto lamentable, le pasaba las herramientas, cuando Enrique CuelloTorcido apareció encuadrado en la puerta, con el casco tocándole casi el hombro, y le dijo:
—Sire primo mío, os ha llegado el tiempo de pagar vuestras faltas.
Al rey se le cayó el martillo; la pieza que estaba forjando quedó enrojecida sobre el yunque; y el soberano de Inglaterra, tembloroso su torso pálido, preguntó:
—Primo, primo. ¿Qué van a hacer conmigo?
—Lo que decidan los altos señores del reino —respondió Cuello-Torcido.
Ahora Eduardo esperaba, en compañía de su favorito y de su canciller, en la pequeña casa solariega fortificada de Monmouth, a unas leguas de Hereford, a donde lo había llevado y encerrado Lancaster.
Adan Orletón, acompañado de su arcediano Tomas Chandos y del gran chambelán Guillermo Blount, fue en seguida a Monmouth a reclamar los sellos del reino, que Baldock llevaba todavía consigo.
Cuando Orletón le hizo la petición, Eduardo arrancó de la cintura de Baldock el saquito de cuero que contenía los sellos, arrolló a su muñeca los lazos del saquito, como si quisiera hacer un arma con ellos, y exclamó:
—¡Messire traidor, mal obispo, si queréis mi sello tendréis que arrebatármelo por la fuerza y así demostraréis que un eclesiástico ha puesto la mano sobre su rey!
Decididamente, el destino había señalado a Orletón para las más insólitas funciones. No es corriente quitar de las manos de un rey los atributos de su poder. Ante aquel atleta furioso, Orletón, de hombros caídos, manos débiles, y cuya única arma era la caña de su frágil báculo de marfil, respondió:
—La entrega ha de hacerse por vuestra voluntad y en presencia de testigos. Sire Eduardo, ¿vais a obligar a vuestro hijo, que es ahora mantenedor del reino, a encargarse su propio sello de rey antes de lo que pensaba? De todos modos, por apremio, puedo detener a Lord Despenser y al Lord canciller, a los que tengo orden de conducir ante la reina.
Ante estas palabras, Eduardo dejó de preocuparse por el sello y no pensó más que en su bienamado favorito. Desató de su muñeca el saquito de cuero, lo tiró al chambelán Guillermo Blount como si de repente se hubiera convertido en un objeto despreciable, y abriendo los brazos a Hugh, exclamó:
—¡Ah, no! ¡No me lo arrancaréis!
Hugh el Joven, flaco, tembloroso, se había lanzado al pecho del rey. Le castañeteaban los dientes, parecía que iba a desmayarse, y gemía:
—¡Ya lo veis, es tu esposa la que quiere esto! ¡Es ella, es a loba de Francia, la causante de todo! ¡Ah, Eduardo, Eduardo! ¿Por qué te casaste con ella?
Enrique Cuello-Torcido, Orleton, el arcediano Chandos y Guillermo Blount miraban a aquellos dos hombres abrazados y, por incomprensible que les fuera el espectáculo de aquella pasión, no podían dejar de reconocer en ella cierta espantosa grandeza.
Por último, Cuello-Torcido se acercó, aferró a Despenser por el brazo, y le dijo:
—Vamos, es preciso separaros.
Y se lo llevó.
—¡Adíós, Hugh, adiós! —gritó Eduardo—. ¡Ya no te veré más, mi querida vida, mi hermosa alma! ¡Me han quitado todo!
Las lágrimas resbalaban por su rubia barba.
Hugh Despenser fue confiado a los caballeros de la escolta que comenzaron por ponerle una caperuza de campesino, de tosco paño, sobre la que pintaron, para escarnio, las armas y blasones de los condados que se había hecho dar por el rey. Luego le pusieron, con las manos atadas a la espalda, en el caballo más pequeño y enclenque que encontraron; un caballejo enano, delgado y arisco, de los que hay en el campo. Hugh, que tenía las piernas muy largas, se veía obligado a encogerlas o dejar arrastrar los pies por el barro. Así lo llevaron de ciudad en ciudad, a través de todo Monmouthshire y Herefordshire, exhibiéndolo en las plazas, para que el pueblo se divirtiera hasta la saciedad. Las trompetas sonaban delante del prisionero y un heraldo gritaba: