Esa misma mañana crucé las puertas del hospital para hablar con una de las auxiliares, una mujer joven, gozadora de mis pastelillos. Ésta fue la historia que conté: venía de parte de mi patrona, una señora rica y anónima de la capital, tras un hijo que pareciera suyo, sin adopciones, sin papeles y con mucho dinero (la cifra me la dio Olivia). Si alguien consiguiera hacer la gestión, obtendría una comisión importante.
Sentadas en el mismo café, saboreando una buena comida, esperamos la entrada del próximo turno, el de la noche. Me complicaba el horario. ¿Qué decirle al marido por llegar tan tarde? Yo te iré a dejar, a las seis aún no habrá oscurecido. La voz de Olivia era segura. ¡Y me hacía tanta falta una seguridad! Me di cuenta entonces de cuánto había trabajado, sola mi alma, persiguiendo verdades y lo agotada que estaba.
Entré al subterráneo a la hora convenida. Llevé hacia un rincón a una aseadora del turno de noche, también amiga de mis pasteles. Trabajaba en la morgue, en la sección limpieza de cadáveres. Esta vez yo venía de parte de un señor, siempre de la capital, que necesitaba unos órganos. Un hígado y un riñón. Pagaba extremadamente bien. Tal como en la mañana con la auxiliar, me miró como si le hablara en otro idioma. Parecían de verdad no saber nada. Prometió averiguar. Dejamos el teléfono particular de Olivia para cualquier aviso.
Ya en el auto, camino a mi pueblo, pregunté a Olivia por qué lo hacía. Conviene destapar cualquier tema que haga al país más decente, respondió, agregando, mientras encendía un cigarrillo, los países pobres somos además corruptibles y la corrupción es la enemiga mortal del desarrollo. No entendí demasiado el significado de las palabras pero reconocí el tono. Y el lenguaje. Pensé en mi príncipe. (La verdad es que Olivia siempre me lo recordaba.) Pudor me daba que gastara tiempo en mí y se lo confesé. No es por ti, mujer, es por todas las personas como tú, es por mi país en el que invierto tiempo. Calladamente me pregunté: de haber tenido su educación, ¿sería yo como ella?
Esa noche tuve sueños largos. Aparecía mi niña, no dejaba de aparecer mi niña, celeste y divina ella. Pero algunas imágenes me aterraron. La veía a punto de caer, parada en el borde de un acantilado. La veía tendida en una cama llena de sombras con un padre adoptivo tocándola. La veía una mañana desnuda, una de esas mañanas con cara de agua sucia, desnuda ella en el barro y temblando por el frío. Apiádate de ella, rogué al que me escuchara, apiádate de mí. Cuando aparece el color marrón se sabe que la muerte acecha. Si el marrón se enturbia y se convierte casi en negro, galopando viene la muerte. Como todo, ella tiene su propio color. Pensé, ya despierta, en la blusa celeste nube que usaba Jesusa a la salida del hospital cuando lloraba la pérdida de su hijo. Pensé en lo terrible que sería para ella, vestida de celeste, enfrentar el fallecimiento de su bebé. El color de las nubes nada tiene que ver con la muerte.
La mañana era lacia. Habíamos celebrado el cumpleaños de mi suegra la noche anterior. Dormitábamos trasnochados como un par de enredaderas flojas. El marido había tomado mucho. Le dio con ponerse cariñoso y se lo permití. Después tuve pesadillas espantosas de que paría un hijo cerdo. Debilucha del corazón andaba yo ese día. Mientras me compadecía tocó a la puerta la chiquilla del carnicero —la que tomaba los recados telefónicos— para avisarme de que Olivia había llamado. Era la seña.
Salté de la cama como si un perro bravo me persiguiera, olvidando todo padecer. A la hora en punto me encontraba al frente de la puerta del hospital, sin pastelillos porque no alcancé a hacerlos, pero con el termo lleno de café bien cargado. Muy pronto se me acercó la auxiliar del turno de la mañana. La primera respuesta la obtuvimos por la adopción. Tenías razón, existe una manera de hacer pasar a los recién nacidos por muertos. Así me lo dijo, tal cual. Y siguió hablando en voz bajita, como debe hacerse en una conspiración, una horrorosa palabra tras otra, como esos libros que enseñan el alfabeto: letras rígidas, frases negras y entrecortadas.
Tenemos una mujercita de cinco días.
Su madre no se dará cuenta.
Es pobre e ignorante.
Eso dicen los que saben.
Piden mucho dinero.
Mucha gente involucrada.
Que tu patrona se apure.
El corazón me dio tres vueltas. Una por la rabia, otra por el miedo y la tercera por la pena. Vomité en el taxi camino a la oficina —la misma ONG del primer día— donde me esperaba Olivia. Mujer ignorante, ésa soy yo, mujer tonta a la que pueden darle por muerta a su hija, mujer pobre y tonta e ignorante, por eso no tengo a mi niña, mujer pobre y tonta, pobre y tonta, más arcadas, más náuseas, más pena de haber nacido pobre y tonta. Sentí sus manos calentitas que nunca más tocaría. Al bajar del taxi, se abrió el termo que llevaba y el café se derramó. La vereda y yo quedamos manchadas, corría por mi ropa, por mis piernas. Miré cómo poco a poco todo adquiría ese color marrón oscuro. Ya saben,
ese
color.
Al margen de mis deseos, aquel día la vida se organizó en mi cabeza. Hablo de la vida real. Ya sabía a qué atenerme: dentro del orden de las cosas, yo era una puntada suelta. Y me habían dejado fuera.
La voz conspirativa de la auxiliar frente a mi termo de café pasó a ser la semilla, y tres mujeres, Olivia, Jesusa y yo, que ya éramos organización sin saberlo, comenzamos el movimiento. Nuestro primer acto fue elegir cuatro hospitales de la zona —por supuesto, a los inicios no nos acercamos al mío— y pararnos muy erguidas las tres juntas frente a la maternidad con unos grandes carteles. Llamábamos a las madres a no perder de vista a sus hijos. Que se los podían robar. Que si morían, que exigieran el cadáver. Que nosotras ofrecíamos nuestra ayuda. Cada vez que la policía se hartaba, Olivia sacaba la voz y se las arreglaba con su jerga leguleya. Y también con su porte, creo yo. La ONG nos prestó una pequeña sala para funcionar y así pasé a tener, por primera vez en mi existencia, una oficina. La arreglamos a nuestro modo, siempre alguna flor silvestre en un vaso. Con esfuerzo, Jesusa y yo empezamos a ir todos los días a la ciudad. Dos o tres veces por semana llegaba alguien o llamaban para contar su cuento. Mientras un grupo de abogadas, amigas de Olivia, preparaban un juicio contra mi hospital, nosotras viajábamos a ciudades cercanas para manifestarnos en otras maternidades. Olivia no podía desatender a cada rato su trabajo en la capital por lo que nos enseñó a decir algunas cosas y terminamos por hacerlo solas.
La mayoría de las mujeres que comenzaron a llegar poco a poco a nuestra pequeña oficina no podían perdonar ni perdonarse. Se unieron a nosotras porque les hacía bien hablar y sacar la pena y la rabia. En el futuro llegamos a ser tantas porque nos habíamos unido para prevenir la pena ajena. Y para albergarla cuando ya era irremediable. Junto a ellas planeábamos nuevas acciones de investigación o denuncia. Nos gustaba reunirnos. Las mujeres pobres tienen pocas ocasiones de estar con otras conversando y haciendo cosas importantes. La amistad se daba sola, sin buscarla, parecía el resultado natural. Éramos todas solidarias de la misma causa. Olivia pasó a ser el ángel guardián que algún dios bueno nos envió para velar por nosotras. Todas las tardes, camino a casa, pensaba en una cosa: la educación. Aquélla era la gruesa línea que dividía al mundo, que determinaba nuestro pasado y el porvenir. Le puse color a esa línea en mi cabeza: la pinté de azul. Y las variaciones de ese azul contenían toda nuestra historia.
En el primer acto que organizamos, un acto pequeño, sólo entre nosotras, me pidieron que tomara la palabra. No titubeé en aclarar la verdad: Las cosas son como son y de nada sirve adornarlas. ¿Por qué vamos a contar el cuento de que somos mujeres sacrificadas? No, somos mujeres sufridas, digo yo, que no es lo mismo. Abusadas por los poderosos. Y aburridas de nuestras vidas pobres y sin destino, sin nada en que poner el alma que no sea la comida diaria o el trabajo del marido o la salud de los niños. No somos
mujeres buenas
, somos mujeres golpeadas por la vida, duramente golpeadas, y estamos enojadas. No podemos vivir con este enojo adentro porque vamos a explotar. Por eso debemos denunciar. Es por mí, dije casi en un grito, es por mí primero, luego por cada una de nosotras, y después, mucho después, por las demás.
Eres
hiperrealista
, me dijo más tarde Olivia.
Así fuimos creciendo y armando tal alboroto que con el tiempo nadie se atrevió a robar un bebé en el país. Sólo porque nosotras existíamos. Pero me estoy adelantando a los hechos. Debo tratar de ser
cronológica
, como cuando me enseñaron a escribir. Eran más y más las mujeres que se nos unían. A veces aparecía una extraviada, pobrecita, que nada tenía que ver con el movimiento y Olivia la descartaba (como en todo lugar que se precie, decía). La mayoría de ellas eran jóvenes asustadas que querían consejo antes de parir, primerizas casi todas. Les explicábamos qué decir a cada miembro del personal que las atendiera en el hospital para que las trataran de inmediato como personas. No como tontas ignorantes. Les advertíamos sobre la necesidad de estar alerta a cada movimiento en torno al bebé y el detalle de la
evolución del recién nacido.
Ya empleábamos términos técnicos para capacitar primerizas. Qué agradecidas se mostraban y con qué seguridad se enfrentaban a los que ostentaban más poder que ellas.
Olivia solía comentar que nunca conoció una mujer más empeñosa que yo. Que resultaba tan eficiente como ella, lo que era mucho decir. Nos reíamos las dos. Desde el trabajo y la risa surgió una amistad como nunca tuve. Tercas habían resultado mis relaciones con las mujeres. No tuve una hermana. En el campo casi no veía a gente de mi edad, las distancias eran insalvables. En el restaurante no nos daba el tiempo para intimar entre las meseras, siempre corríamos. En la paquetería trabajaba sola con la abuelita. En el pueblo las vecinas eran odiosas, incluso llegaron a acusarme de asesina.
Ya relaté que Olivia era una mujer de huesos largos. Se cortaba el pelo hasta el cuello para jugar con los mechones que caían, enrollándoselos por detrás de la oreja. Su color natural, castaño claro, se revolvía con unas pequeñas luces rubias, y falsas, por supuesto. Ante mi incomprensión, tardaba horas en la peluquería, para qué tanto afán si ni se le notaban. La considerábamos elegante pero ella lo negaba diciendo que teníamos pocos puntos de comparación. De todos modos a mí me lo parecía y sus gestos, dijera lo que dijera, expresaban distinción. Cada vez que nos veíamos, observaba minuciosamente su ropa. Me daban curiosidad las mujeres de ese mundo. A veces me largaba a reír, ¿no te da vergüenza usar eso?, le preguntaba frente a unos pantalones más anchos que sus dos piernas juntas o a chalecos holgados que evidenciaban varias tallas más que la suya. Yo jamás me habría vestido con ropas de hombre, me gustaban tanto las líneas ceñidas y voluptuosas.
Olivia era hija única, quizá por eso tenía tanta ropa. Su padre había muerto diez años atrás y su madre vivía sola en un enorme caserón de la capital. Me fue difícil comprender que no viviera con ella, habiendo tanto espacio, pero su departamento de soltera era su chiche. Al terminar la carrera de Derecho partió a Estados Unidos a hacer un posgrado en una universidad importante, una con nombre difícil en inglés, y por esa razón le ofrecían buenos trabajos. Pero pocos novios, le decía yo.
Y hablando de novios, por fin tuve a quien contar la historia de mi gran amor. Nunca lo había hecho y al ponerla por vez primera en palabras, la sentí florida e inmensa. Le mostré esa cita que, escrita con su propia letra, había dejado olvidada en uno de los libros que me regaló.
¿De quién es ese fatal destino? ¡Creo que es mío!
¿Por qué mi corazón zozobra? ¿Por qué vacila mi lengua?
Si tres vidas tuviese las tres daría por la causa
Y me erguiría con los fantasmas sobre el reñido campo de batalla
¡Preparaos, preparaos!
William Blake
No fue un abandono, concluyó muy convencida, él se fue por razones políticas, estoy casi segura que fue así; yo habría hecho lo mismo.
Y como ella decidió que yo era inteligente, empezó a enseñarme cosas. Lo primero fue la capital. Ay, mamacita, ¡que yo no podía creerlo! Estar parada en su centro era como pisar la luz. En el barrio cívico me pareció haber estado ya y recordé el serial de la tele, aquel de la conquista española y la colonia que vimos con el príncipe. Tomé el diccionario de Olivia, uno grande y grueso y milagroso, y escogí tres palabras. Majestuosa. Rutilante. Suntuosa. Así pude describir la capital de mi país.
(¿Para qué decir enorme si puedo decir inconmensurable? Así me enseñó Olivia a usar el diccionario.)
Luego vinieron las lecciones de escritura: cartas, memorandos, hasta discursos. Escribir mi historia, no, aquello no entró en tabla. Tal hazaña quedaba para las furias o para los espíritus benditos. Fueron tardes largas y aprovechadas. Le agradecí muchas veces a mi tenacidad infantil. A mi negativa de ser una analfabeta. Pobre mamacita mía, si me hubiesen robado al nacer, ¿qué habría hecho ella? Cuando le pedí a Olivia que me enseñara a vestir, se negó. Una cosa es crecer, me dijo, y otra es abandonar la identidad. Creo que la lección más difícil fue aprender a hablar en público. Tomar la voz entre mujeres como yo no me costaba, pero la primera vez que se habló de ir a la televisión o a una universidad, sentí el pavor instalarse como el celo en una gata. Olivia no cejaba. Vamos, mi Eliza Doolittle, me decía, contándome de una florista de los barrios bajos de Inglaterra que pasó a hablar como una princesa.
Y llegó el día en que debí asistir, en carne y hueso, a un programa de conversación en la tele. Mi presencia allí era importante para el movimiento y me querían
a mí
, no a otra. Como Olivia no desmayaba, me llevó a la capital con dos días de anticipación y me instaló en casa de su madre. Se había operado del estómago y guardaba cama absoluta. En esas condiciones la conocí. Sólo pude saludarla. Pero se notaba una anciana llena de fuerza que no pensaba despedirse aún de la vida. Y mientras daba vueltas por ese palacio, de habitación en habitación, me creía una heroína del cine. Olivia se consiguió una máquina filmadora y ensayábamos en un salón muy amplio del primer piso. Luego podía verme a mí misma en la película y detectar las fallas. Cuando decidimos que nos hacía falta una tercera persona, ya fuera para filmar o para actuar de entrevistadora, acudimos a Elvira, la enfermera de su mamá. La menciono porque más tarde adquiriría una imprevista relevancia en mi vida. Aunque mayor que nosotras, Elvira era mujer aún joven, probablemente se acercaba a los cuarenta. Enfermera de profesión —porque no le alcanzó el dinero para estudiar medicina— cuidaba de noche a la madre de Olivia, a quien conocía desde siempre pues una de sus obras de beneficencia había sido costarle los estudios. Aunque a Elvira le pagaban sus servicios, su motor era el agradecimiento. Lamentablemente, su trabajo diurno era en el hospital psiquiátrico, donde no hay partos; hubiera resultado una buena informante. Pero volvamos a mis intentos de transformarme en una persona pública. Cuando la madre de Olivia dormía, Elvira bajaba al salón y jugaba a ser la entrevistadora. Hacía preguntas muy precisas, al hueso. Le sugerimos que cambiara la enfermería por el periodismo. A veces se me quebraba la voz cuando trataba de exponer una idea o la cabeza se me ponía en el más puro blanco. Dale, sigamos, decía Olivia despreocupada, ¿de dónde le nacía esa confianza en mí?