La llave maestra (64 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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—¿Lo dice por las pautas que marcaba la voz de mi madre y ese ruido de fondo de la grabación? —intervino Raquel.

—Me refiero en general. Sea cual sea la lengua que hable habitualmente quien entra en trance, y sea cual sea la lengua o sonidos que emita, siempre tienen la misma secuencia rítmica, la misma alternancia regular de sílabas tónicas y átonas. ¿Sabe a qué me recuerda ese ritmo? A este otro: «Menim aeide thea Peleiadeo Achilleos».

—Eso es griego, ¿no? —preguntó David.

—Es el primer verso de La Ilíada —confirmó Tavera—. La idea no es mía. Es de Sara. Me comentó que ella había trabajado con Julian Jaynes, un investigador de la conciencia. Y éste creía que, a diferencia de La Odisea, en La Ilíada los personajes todavía no son plenamente conscientes, actúan siguiendo las voces de los dioses que oyen dentro de su cabeza. Por eso comienza así La Ilíada, porque es una invocación a la musa: «Cantad, diosa, la cólera de Aquiles». El rapsoda se ofrece como médium para que a través de él hablen los dioses, y lo hace llevando el ritmo con un bastón, para inducir la inspiración. Se ha dicho que la poesía es la voz de los dioses. O quizá llamemos así a las voces de más atrás o de más adentro, de la parte oculta de nuestro cerebro.

—¿Los túneles de la Mente?

Víctor Tavera se encogió de hombros, inhibiéndose:

—Ahí ya entra el doctor Vergara.

—Yo no creo en eso del don de lenguas, ni en espíritus santos ni las voces de los dioses —dijo el médico, con escepticismo—. Lo que supongo es que al entrar en trance, el menor control cortical y la pérdida de la conciencia provoca descargas rítmicas procedentes de las estructuras más antiguas del cerebro. Las innatas. Las que ya vienen conectadas de fábrica. Todos las tenemos, y usted también. ¿Se siente con fuerzas para hacer unas pruebas?

—Desde luego.

—Se lo pregunto porque éste es el momento ideal, antes de que transcurra mucho tiempo. Pero si se siente mal o está cansado, dígamelo, y lo aplazamos. Me gustaría tenerle aquí al menos otro día para hacerle mañana un escáner cerebral en condiciones. Pero entre tanto podemos empezar con algo más sencillo.

—Por mí adelante. Ahora mismo.

—Muy bien. —Y dirigiéndose a los tres visitantes añadió—: En ese caso, vayan ustedes a la sala de espera, porque voy a llevarme a nuestro paciente aquí al lado.

—Señor, vea esto, se lo están llevando a otro lugar.

James Minspert se acercó a los prismáticos y examinó la ventana del hospital.

—Pues sí. Coge el rifle y síguelo a través de la mira telescópica —ordenó al agente.

El tirador enfiló el arma y vio aparecer la camilla en el corredor, entre un hueco de la copa del árbol que se interponía en su campo visual. Movió el rifle sobre la rótula del trípode y fue siguiendo el recorrido de la cama a través de una ventana del hospital, y otra más, hasta que nada se interpuso entre el cañón y la cabeza del criptógrafo, que destacaba sobre la almohada.

—Lo tengo a tiro —informó a Minspert.

—Demasiado al fondo, y siguen moviéndolo. Espera a ver si entra en una habitación y se queda quieto. No dispares hasta estar completamente seguro, porque si fallas ya no tendremos nada que hacer.

—¡Están entrando! —exclamó el sicario—. Se acercan a la ventana.

—Déjame ver —le pidió Minspert.

Y observó cómo, en efecto, la cabeza de David Calderón quedaba perfectamente centrada en el punto de mira. Se retiró del arma y ordenó a su agente:

—¡Prepárate!

El tirador recuperó su puesto. Se colocó una banda de algodón en la frente, para cortar las gotas de sudor, acercó el ojo a la mira telescópica, apoyó el dedo en el gatillo, respiró hondo y se dispuso a disparar.

El doctor Vergara fue hasta la ventana y se interpuso entre ella y David. Desde allí, le fue explicando uno por uno los pasos que se disponían a dar y, cuando se hubo asegurado de que su paciente los había entendido, encendió una pequeña lámpara auxiliar, bajó las persianas, y se sentó junto a él. Al quedarse a oscuras, el criptógrafo empezó a percibir la luminosidad de dos paneles verticales de plástico frente a sus ojos, a uno y otro lado de su eje visual.

—Fíjese bien en las imágenes que va a ver —le anunció el neurólogo.

Se escuchó el chasquido de un conmutador y dos rostros humanos aparecieron ante David, uno en el panel de la izquierda y otro en el de la derecha.

—¿Le parecen iguales? —preguntó Vergara.

Los miró con detenimiento. En realidad, más que rostros humanos parecían dos vaciados o máscaras.

—Pues… sí —dudó David—. Quizá la luz sea un poco distinta.

—Pero, por lo demás, usted aseguraría que estas caras son idénticas.

—Creo que sí.

—Muy bien. Preste atención ahora. No las pierda de vista.

Los dos paneles de plástico sobre los que parecían sustentarse las imágenes empezaron a girar lentamente. Lo hacían como dos puertas que se abrieran, pero en sentido opuesto, de tal modo que los dos rostros situados en ellos giraron también: el de la izquierda hacia la izquierda, y el de la derecha hacia la derecha.

El criptógrafo siguió aquellos movimientos con total concentración. Y, de repente, sucedió algo tan extraño que no alcanzó a comprender lo que estaba pasando. Mientras la cara de la izquierda seguía su rotación, siempre en el mismo sentido, la de la derecha se bloqueaba, parecía desplomarse súbitamente y cambiaba su dirección de giro, produciéndole una indescriptible sensación de vértigo y desasosiego. Algo así como un cortocircuito dentro de su cabeza.

—¿Qué me está pasando? —preguntó David.

—Digamos que ha entrado usted en uno de sus Túneles de la Mente. O, más bien, que ha caído en él —contestó el médico—. Nada grave, tranquilícese. Se lo iré explicando mientras continuamos con las otras pruebas.

—¿Es normal lo que ha sucedido?

—Perfectamente normal. Se ha activado un dispositivo que hay en su cerebro, un programa especializado en leer el rostro. Haces de neuronas sincronizadas, que entran en funcionamiento cuando en su campo visual se presenta una cara. Entonces, ese programa se pone en marcha de forma automática y se combina con otros dos reflejos innatos: el primero es considerar que un rostro es convexo y se proyecta siempre hacia adelante, hacia nosotros, y el segundo es dar por supuesto que está iluminado desde arriba, como si le diera el sol desde lo alto.

—¿Y eso por qué?

—Resultado de la evolución. Son las condiciones en las que nuestros antepasados, los primates, tenían que reconocer los rostros de sus semejantes y procesar la información a toda velocidad, para saber, por su actitud, si eran amigos o enemigos. De ello dependió la supervivencia durante miles y miles de años. De manera que se creó un circuito autónomo y automático. La prueba que le acabo de hacer está diseñada teniendo en cuenta esa inercia del cerebro. La cara de la izquierda es convexa y está iluminada desde arriba. Sin embargo, en la cara de la derecha esos dos parámetros se han invertido: es cóncava y está iluminada desde abajo. Lo uno compensa lo otro, y el ojo, por simetría, la percibe igual que la otra. Al menos, mientras está quieta. Cuando los paneles empiezan a girar, en un principio el cerebro mantiene el error. Pero, al continuar la rotación, se rompe la simetría, es imposible seguir con el engaño, y en un momento determinado se produce el desplome, ese vértigo que tanto le ha inquietado.

—Entiendo. Y si ahora que lo sé repitiera el experimento, caería en la cuenta desde el principio.

—Se equivoca. Volvería a experimentar lo mismo, porque ni la memoria ni la conciencia pueden forzar al ojo a ver de otra manera, ni desactivar esas neuronas que han construido un atajo que escapa a su control. Eso es un Túnel de la Mente. Puro bricolaje del cerebro, que es una chapuza que ha ido creciendo como ha podido, como estas viejas ciudades que se edifican sobre las ruinas de las anteriores. Sin embargo, al final sucede lo que con esas operaciones de asfaltado en que se dejan debajo los adoquines, las cañerías y las alcantarillas en desuso: no sirven para nada, pero ahí están, y de vez en cuando alguien las utiliza para atracar un banco.

—Pero esto es un experimento de laboratorio y nosotros andamos detrás de algo que parece suceder en todo tipo de circunstancias.

—Y esto también. Buscaré un ejemplo más de diario. Cuando a usted se le pone «carne de gallina» porque tiene frío o se asusta, está activando unos circuitos que a nuestros antepasados, que eran muy peludos, les servían para poner los pelos de punta, con lo cual aumentaba su aislamiento térmico y su tamaño, como un gato cuando se eriza ante un enemigo. Hoy, eso no nos sirve de nada, porque apenas tenemos vello en la mayor parte del cuerpo. Y, sin embargo, hasta el hombre o mujer más lampiños tienen el mecanismo cerebral y las conexiones neuronales que provocan ese fenómeno.

—Me está poniendo ejemplos de reacciones físicas. ¿Eso vale también para las mentales?

—En el caso de los humanos, son las más graves. A veces gravísimas, porque no son tan visibles y, sin embargo, afectan a la toma de decisiones. Es algo que le pasa a todo el mundo: estadistas, generales, jueces, científicos, economistas, pilotos de aviación, conductores de autobuses, cirujanos, cocineros, criptógrafos, comisarios de policía… Y en todas las circunstancias. Incluso cuando actuamos con la mejor buena fe y en plena forma física y mental. Incluso cuando nos movemos en nuestro terreno.

—Bueno, pero eso es lo que se ha llamado toda la vida el subconsciente, ¿no?

—En absoluto. Son mecanismos objetivos. No son racionales, pero tampoco caprichosos ni arbitrarios: empujan siempre y a todos los humanos en la misma dirección. En la misma dirección errónea, habría que aclarar. Son independientes de la inteligencia y de la cultura del sujeto, y no debe confundirlos con la deficiencia de información, ni con los simples errores de juicio, la falta de atención, el cansancio, los desequilibrios emocionales… Se dan incluso cuando estamos relajados, atentos, bien dispuestos, sin nada que ganar o que perder.

Algo tendrán que ver los prejuicios o intereses de cada cual…

—Todo eso contribuye a amplificar sus efectos, pero no son la causa. Los túneles de la Mente pertenecen a otro orden. Son una herencia, en la evolución de la especie humana. Seguramente salvaron a nuestros antepasados remotos de las fieras y de otros peligros durante miles de años, cuando vivían en los árboles o cazaban en las sabanas africanas. Pero ahora distorsionan nuestra percepción de la realidad.

David Calderón se quedó pensativo un largo rato y dijo, al fin:

—Una última pregunta. Si todo el mundo tiene Túneles de la Mente, quiere decir que son de validez universal.

—En efecto —confirmó el neurólogo.

—Y si son específicos y actúan en situaciones concretas, supongo que se pueden explorar, estudiar y clasificar.

—Igual que un plano del metro. Requiere mucho equipamiento, tiempo y dinero, pero como poderse, se puede.

—Gracias, doctor —concluyó David—. Ahora es cuando me hago cargo del peligro que representa ese tipo chupado, el tal Kahrnesky. Porque a él no le faltará nada de todo eso para investigarlos.

—Es lo que me temía —dijo Kahrnesky señalando la ventana del hospital, que seguía con la persiana bajada.

—¿Qué coño están haciendo ahí adentro? —preguntó James Minspert.

—Estarán examinando a Calderón —contestó El Topo. Y, viendo su rostro en aquel momento, era difícil imaginar un apodo mejor para él.

—¿Habrán descubierto algo?

—No lo sé. En esa sección de Neurofisiología tienen profesionales bastante puestos, y un equipamiento aceptable.

—O sea, que estamos jodidos —bufó Minspert—. ¡Escuchadme todos! Quiero tener a Calderón a tiro ya. Mañana ese árbol tiene que estar cortado. ¿Queda claro?

John Bielefeld y Raquel Toledano acababan de oír las explicaciones del doctor Vergara, y era patente su preocupación. David Calderón intentó quitar hierro al asunto, al pedirles:

—No me miren así, que ustedes también tienen túneles de éstos, y a saber en qué estado.

Pero Raquel no parecía bromear cuando tomó la palabra, para expresar sus dudas al neurólogo:

—Lo que no acabo de ver es la conexión entre esos farfullos que nos ha grabado Víctor Tavera a mi madre, a David y a mí y las imágenes que ha obtenido usted en paralelo, esa especie de radiografía del cerebro. Y todavía entiendo menos que Pedro Calderón llegara a ellas trazando cuadrículas en papel milimetrado. Que, para colmo, coinciden con un viejo pergamino y unos planos antiguos… Todo esto es demasiado increíble y disparatado.

David intervino para recordarle:

—A no ser que esos Túneles de la Mente de Kahrnesky tengan relación con el Programa AC-110, que por algo se llamaba Programa Babel, porque se trata de un traductor universal. Eso significaría que el laberinto del pergamino, las imágenes que trataba de componer mi padre con esos papeles milimetrados y los farfullos contienen un mismo patrón de información, capaz de difundirse en cualquier medio, desde un cerebro hasta un ordenador.

—Pero ¿qué patrón de información podría hacer eso? —objetó la joven.

—Cualquiera capaz de modular una corriente eléctrica con un lenguaje binario. ¿Existe eso en el cerebro, doctor Vergara? —preguntó el criptógrafo.

—Existe. Algunos lo llaman mentalés, el idioma de la mente. Las pautas de actividad eléctrica mediante las cuales el cerebro se comunica con todas las células, y con el exterior. Eso es lo que han recogido los aparatos con los que yo he explorado el interior de sus cabezas y amplificado a través del ordenador, se ha convertido en sonidos e imágenes. En el fondo no son sino patrones de información.

—¿Y cómo explica que Sara y Raquel, mi padre y yo los compartamos?

—Lo de Raquel y Sara podría ser genético. Después de todo, son madre e hija —argumentó el doctor Vergara—. Y lo de usted y su padre, también. Pero entre ustedes… —dijo señalando a los dos jóvenes—. ¿Hay algo especial, alguna relación…? No sé cómo decirlo… Se hizo el silencio. Un silencio incómodo, que rompió David:

—Espere, doctor. Quizá haya una respuesta a su pregunta. Sí que hay algo que nos une a los dos, a Raquel y a mí. En realidad, a los cuatro, si incluimos a su madre y a mi padre. Los cuatro hemos estudiado durante mucho tiempo esos patrones, los del laberinto y los papeles milimetrados.

—¿Y eso qué tiene que ver?

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