—Es que, tan pronto como detuvieron a los albañiles moriscos, mudé de lugar, a otro aún más recóndito que me habían enseñado en caso de extrema gravedad.
—¿Cómo lo supieron Artal y los suyos, entonces?
—Debieron de sonsacárselo a los albañiles mediante el tormento.
—El caso es que Herrera —continúa contando Ruth—, a medida que iban pasando las horas y no os encontraba, se desesperaba más y más. Y sólo vio una salida. Sólo había una persona capaz de parar los pies a los sicarios del Espía Mayor sin que éste pudiera hacer nada: alguien que se adelantara a él, os detuviera y os pusiera bajo la protección de la justicia regular, aunque fuera en una cárcel. Eso, de momento, os salvaría la vida, y luego ya se vería cómo preparar la fuga. Pero debía ser alguien no sujeto a papeles, covachuelas y chupatintas, que harían interminable el trámite, sino capaz de intervenir pronto y de improviso. Y ese hombre era el alguacil Espinosa, un cazador de recompensas que trabaja, como quien dice, a destajo. Me informó Herrera: «Hablad a Espinosa de mi parte. Id a tal sitio y le encontraréis. Es un hombre bajo y regordete, muy templado, cachazudo y paciente, honrado, temeroso de Dios y de su conciencia, quitado de ruidos y cuestiones, pero gran preguntador y de eficacia probada. Muy experimentado, pues vive de las recompensas que cobra por hallar a los forajidos con los que nadie logra dar. Tiene sus propios sistemas de información y es el único capaz de medirse y aun adelantarse a los movimientos de Artal y sus espías». Así lo hicimos.
Espinosa tomó gente de su confianza, siguió a estos matachines, los rodeó cuando se disponían a penetrar en el lugar donde estabais escondido, y los puso en fuga. En la refriega, les quitaron las capas y una ballestilla. Sabedor el rey de todo esto, mandó llamar a su Espía Mayor, quien se deshizo en excusas. Don Felipe le dijo: «Todas ellas me sobran, porque voy a datos ocasión de demostrarme vuestra fidelidad y competencia. Como sé que no son raras las fugas mediante soborno de los guardianes, os encomiendo a vos personalmente la custodia de ese Randa en tanto se instruye el proceso. Juan de Serojas os proporcionará una cerradura nunca usada, que fabricó en tiempos Juanelo. Es sobremanera segura, como nunca se hizo otra, y sólo hay esta llave. Yo os la encomiendo. Nadie más deberá tocarla, bajo ningún concepto. Vos mismo abriréis y cerraréis cada vez que la puerta deba franquearse. Si algo le pasara al preso, bien que muriera, o bien que desapareciera, o cualquier otro pretexto, me responderéis con vuestra cabeza. Y esta vez no habrá excusa alguna». Todo esto lo conocimos Rafael y yo por Herrera. Sabía bien éste que Juanelo hizo sus diseños de llaves mediante una plantilla y máquina combinatoria, de modo que teniendo la maestra se pudieran abrir todas. Y ésa es la que tenía el rey, y encomendó a Artal. Era, pues, cuestión de encontrar ese diseño y plantilla entre sus papeles, pues con ellos podríamos franquear esa cerradura que tenéis ahí en la puerta. Y aun añadió Herrera que él tenía los planos de cuando reformó este edificio, y que tras ese pasillo que hay al otro lado de esa puerta comienza un pasadizo que conduce hasta los subterráneos. Pasadizo que nadie se ha atrevido a tomar por los continuos desplomes. Y que allá no habrá guardia, aunque sí peligros que sólo un desesperado se atreverá a afrontar.
—¿Cómo encontraré ese diseño en el tapiz? —pregunta Randa.
—Está en las dos esquinas que rematan la alfombra, en aquel final de ella que dejó mi madre sin concluir y yo he terminado. En una veréis el esquema de la llave maestra, y en la otra el plano que debéis seguir una vez en el pasillo, para entrar en esos subterráneos. No se ve a simple vista; por estar disimulado en la trama, sino que he colocado un hilo más grueso, para que podáis seguir el trazo con vuestros dedos cuando dispongáis de poca luz.
Aprenderé ese plano de memoria. El pasadizo del que hablas ha de ser el que llega a las cárceles secretas de la Inquisición, continúa bajo el convento de los milagros y la catedral y accede hasta el pozo, el tesoro y la corriente de agua que desemboca en el río.
—Y con la llave, ¿qué pensáis hacer?
—Cuando Artal me deje su mano de plata, yo fabricaré con ella esa llave, a modo de ganzúa, siguiendo las instrucciones y trazo de Juanelo que tú has puesto en ese tapiz junto a los planos de Herrera. Esta noche, tan pronto la haya aparejado, abriré esa cerradura, tomaré ese pasadizo, entraré en el pozo, atravesaré el laberinto y bajaré hasta el río.
—Recordad que nosotros os estaremos esperando al otro lado, entre los cañaverales del Barranco del Moro. Rafael ha buscado con gran discreción caballos muy ligeros. Ha acudido también a un herrero de confianza para que ponga las herraduras al revés, y despistar así a quienes pudieran seguir nuestras huellas. También tendremos prevenidas monturas de refresco. Un amigo de Rafael, con el pretexto de unos amoríos, ha recorrido antes el trayecto de nuestra fuga y apalabrado las postas, para tenerlas seguras…
Aún siguen hablando padre e hija largo rato. Hasta que les gana la ansiedad, callan, y sólo esperan que Artal aparezca, que traiga aquel tapiz y no haya cambiado de parecer. El tiempo se les hace interminable. A veces se miran, sin saber si volverán a verse nunca más. O bien desvían los ojos, por no toparse las intenciones y entrechocarse las angustias. Hasta que se oyen pasos en el corredor. Se abre la puerta, y aparece Artal con la guardia. Pero no trae el tapiz consigo. Randa y Ruth se aprietan las manos, sin atreverse a respirar.
Entonces, dos soldados se acercan al Espía Mayor y cuchichean en su oído. Él les pregunta algo en voz baja, y entre ambos lo gruñen largo rato.
Nueva ronda de preguntas y respuestas, inaudibles desde abajo, donde se encuentran padre e hija con el alma en vilo. Gestos del Espía Mayor. Órdenes que Randa y Ruth no alcanzan a entender. Con la mirada perdida en sus zozobras, ven cómo uno de los soldados se aleja por el pasadizo.
Vuelve luego aquel hombre. Y en sus manos trae el paño tejido por Ruth y Rebeca. Cuando baja hasta el poyo junto al que se encuentra Randa y lo deposita en él, el guardián toma a la muchacha por el brazo para que le acompañe hasta la puerta. Sube la joven las escaleras, tratando de adivinar las intenciones de Artal. Este espera a que ella llegue hasta arriba para descender a su vez. Baja los peldaños con parsimonia, llevando consigo un farol. Camina hasta el lugar donde se encuentra el prisionero y se lo entrega. Echa luego mano a una faltriquera y extrae de ella las tenacillas de orfebre de Randa, que deposita sobre el tapiz.
Luego, el Espía Mayor derriba el cabo de la capa de modo que pueda dirigir su mano izquierda hasta la derecha y saca lentamente el guante de piel de perro, dejando al descubierto el postizo metálico. Hace un esfuerzo para desencajarlo de su lugar. Queda el enrojecido muñón al descubierto, con gran alivio por su parte. Avanza un paso hacia Randa, le tiende su mano de plata. Y con ella, le entrega la llave de su salvación.
R
aquel Toledano y David Calderón habían vigilado el lugar desde la caída de la tarde. Y ahora estaban seguros: no se veía ni un alma en el patio trasero del derrengado caserón de la calle Roso de Luna. Tras el asesinato de Gabriel Lazo, el palacio yacía abandonado a su suerte, sumido en la desolada calma nocturna, apenas rota por los espaciados ladridos de los perros que parecían barruntar una nueva tormenta.
La Casa de la Estanca se alzaba en el centro del patio, rematada por un tejado a cuatro aguas. Mientras Raquel controlaba el único acceso, David se acercó hasta el edificio, encendió su linterna y fue dando la vuelta alrededor de todo su perímetro, en busca de los entrelazos de ladrillo que señalaban la entrada a los subterráneos. Incluso de cerca costaba verlos. Estaban bajo el alero, carcomidos por la humedad, con su apariencia de simples adornos. Tan anodinos, que sólo sabiéndolo de antemano podía identificarse aquella inscripción.
La puerta se cerraba con un candado que apenas aguantó dos asaltos. De su interior arrancaba una brusca y accidentada escalera, cuyos desgastados peldaños la sumían en una rápida pendiente. A David le bastó bajar unos pocos para encontrárselos completamente inundados. Imposible entrar por allí. Ni siquiera podrían llegar a los sifones del fondo. Para eso tendrían que haber venido bien equipados. Pero habrían levantado sospechas. El comisario Bielefeld no los habría dejado. Y James Minspert, tampoco.
Entornó la puerta y volvió junto a Raquel, para informarla:
—Habrá que buscar otra entrada.
—Tú conoces el palacio —dijo ella señalando la inhóspita mole—. ¿Tiene sótanos?
—Ahí no nos dejaban bajar de niños, pero creo que se entra por el ala izquierda.
Dieron un rodeo. La puerta principal mantenía los precintos policiales. Sin embargo, no resultó difícil acceder por una lateral. Por allí debían de haberse colado los asesinos de Lazo, y la ausencia de éste, y la tormenta, habían producido estragos. Los desagües estaban cegados. Sin nadie que los limpiara, el agua había entrado en el sótano, inundando la carbonera y la sala de calderas. Tuvieron que andar encharcados a media pierna en aquel líquido negruzco, esquivando las botellas de plástico, las latas y la basura que flotaban en él.
Al topar con el extremo del pabellón notaron un olor intenso. A fermentación. Brotaba de una escalera de piedra, encaminada al piso inferior. Los peldaños resbalaban debido al agua y al barro. Y el panorama que les esperaba al llegar al final aún era más desalentador. David retuvo a Raquel cogiéndola por el brazo, y señaló la hilera de grandes cubas que se extendía hasta el fondo, bajo los costillares de las bóvedas de ladrillo.
—No entres ahí.
Encendió un mechero. La llama era vacilante, pero lo bastante intensa para garantizar la respiración. Fue al caminar hacia el fondo cuando descubrieron aquel extraño fenómeno.
—En esta bodega el nivel del agua es más bajo que en el semisótano de arriba —observó Raquel—. No tiene sentido. Avanzaron sobre un poyo de piedra que servía de pasillo, resaltando por encima del suelo inundado en el que se asentaban los estribos de las cubas alineadas a ambos lados. Incluso tumbadas, éstas eran tan enormes que sobrepasaban holgadamente la altura de cualquiera de los dos, y habían tenido que ser reforzadas por un travesaño a modo de diámetro frontal.
Al llegar al último tonel, al fondo de la bodega, Raquel señaló con su linterna el remolino que lo rodeaba, perdiéndose contra el rincón.
—El agua se cuela por ahí.
Examinaron la gigantesca cuba. La golpearon de arriba abajo. Parecía estar hueca. A pesar de su enorme envergadura, casi flotaba sobre los estribos, manteniéndose en una posición inestable.
—Está vacía. Ayúdame a tirar del travesaño —le pidió David. El tablón que apuntalaba la tapa frontal estaba reforzado por unos herrajes laterales, que la convertían en una puerta. Al tirar de ella, cedió con un crujido, abriéndose de par en par y dejando ver el interior del barril vacío.
Apenas tuvieron que agacharse para atravesar aquel singular túnel de madera. El lado opuesto, empotrado contra la pared, no contaba con tapa alguna. Y allí era donde aparecía la misma señal en ladrillo que en el alero del tejado de la Casa de la Estanca.
—Mira esto —dijo David—. No me extraña que nadie encontrara la entrada.
Tanteó la cenefa de ladrillo, pero no sucedió nada. Volvió a hacerlo, teniendo buen cuidado de presionar ordenadamente aquellas piezas. Esta vez se hundió un estrecho lienzo de la pared. Y al hacerlo girar sobre sí mismo se abrió ante ellos la entrada a un pasadizo. Por allí era por donde desaguaba la bodega. David y Raquel se agacharon para atravesar el muro, salvando el umbral. Y cuando pudieron enderezarse apuntaron con sus linternas hacia su interior, intentando adivinar adónde les conduciría. Apenas se veía más allá de unos pocos metros.
El pasadizo no tardaba en emprender un brusco recodo, desviándose hacia el subsuelo del Alcázar, como pudieron comprobar consultando la brújula. La desviación continuaba, para evitar un muro ciclópeo ensamblado en ángulo recto, una de las defensas subterráneas de la Plaza Mayor. De su esquina noreste.
Fue allí donde se toparon con una hornacina excavada en la roca. Contenía un mono de trabajo y una caja de cinc. Al abrirla, encontraron tres linternas, pilas envueltas en un aislante, algunas herramientas y un plano con anotaciones, protegido por un plástico. No cabía duda: era la letra de Gabriel Lazo.
—O sea que entraba por aquí —dijo David desplegando el mapa—. Y éste debe de ser el recorrido donde hizo esas fotografías que me enseñó poco antes de que lo mataran.
—Hemos hecho bien en entrar —afirmó Raquel—. Si hubiéramos esperado, se nos habrían adelantado, arrebatándonos ese plano. Lo estaban consultando cuando oyeron un ruido prolongado, algo que caía, rodando.
—Parece una piedra de gran tamaño —dijo David.
—¿Crees que viene hacia nosotros?
Miraron alrededor, pero no había ningún lugar donde guarecerse. Apagaron las linternas y se mantuvieron en silencio, pegados a la pared. Seguían oyendo aquel estrépito, pero más débil. No parecía ven ir hacia ellos, sino alejarse, retumbando, hacia las profundidades que se disponían a explorar. Y en la misma dirección, allí delante, se adivinaba un tenue resplandor, una luz irreal. Procedía de abajo, como de otro mundo, de otro tiempo.
Tras salir de la celda y tomar el pasadizo que conduce a los subterráneos, Raimundo Randa ha colocado el farol en el hueco de la pared. Ha examinado el plano que hay entretejido en la alfombra que lleva sobre él a modo de alforja, y tanteado el muro para encontrar el lugar donde las piedras deben ceder. Ha empujado con las dos manos, luego con el hombro, hasta que uno de los sillares se ha desencajado y caído al otro lado. Ahora lo oye rodar cuesta abajo. Todavía escucha sus rebotes.
El hueco dejado por el bloque le ha permitido entrar en el pasadizo. Sabe bien que su única posibilidad de escape es bajar, siguiendo el camino que le señala la piedra. Habrá de esquivar los desplomes y las cárceles secretas de la Inquisición, para pasar desde ellas a los sótanos del convento de los Milagros. Deberá arriesgarse a que la caída del sillar haya alertado a la guardia. O quizá no oigan nada, o lo tomen por uno de tantos desprendimientos.
No tarda en llegar a los dominios de aquel siniestro gremio. Le previenen de ello las argollas, los hierros oxidados, los grilletes y las cuerdas enmohecidas. La luz del farol resbala por las verdugadas rojas de ladrillo y se alza hasta las saeteras de drenaje por las que supura una humedad tumefacta. Descubre una jaula de hierro. En su interior se desmadeja un esqueleto.