Quien parecía estar más conmocionado era Calatrava. Poco quedaba ya de su aire jovial. Rodeado de sus colaboradores, tartamudeaba:
Así que era cierto… Lo del agujero era cierto… Y también aquellas pruebas sismográficas.
—¿De qué está hablando? —le interrogó David mientras se sacudía la arena.
—De un experimento que dirigí hace unos años.
—¿Aquí mismo?
—En toda la Península… Intervinieron cerca de doscientos geofísicos de todo el mundo… Fue la medición sismográfica más grande que se ha hecho en España. Lo que pasa es que los militares decidieron mantener los resultados en secreto.
—¿Y qué tenían que ver los militares?
—Dependíamos de los buques de la armada. Había que lograr tres ejes de detonaciones que atravesaran el país de costa a costa uniendo en línea recta seis naves. Uno de los ejes iba de norte a sur, unía un barco situado en San Sebastián con otro en Marbella; otro eje iba de este a oeste, de un barco en Alicante a otro en el Atlántico, en Viana do Castelo, cerca de Galicia; y un tercer eje atravesaba la Península en diagonal, uno de los barcos estaba en Faro, en la punta de abajo de Portugal y el otro en Tarragona. Si unen esas tres líneas, verán que se cruzan aquí, en Antigua, que es prácticamente el centro geográfico, formando un gigantesco asterisco. A una hora dada, cuidadosamente sincronizadas, se produjeron las explosiones en los buques, reforzadas con otras en varias canteras. Y alineamos con ellas unos doscientos sismógrafos, para establecer el perfil sísmico de la Península. ¿Saben cuál fue nuestra sorpresa?
Silencio expectante. El geofísico miró a sus oyentes y concluyó:
—Las ondas de las detonaciones no se cruzaban. Rebotaban antes de llegar hasta aquí.
—¿«Hasta aquí» quiere decir exactamente esta plaza? —preguntó David.
—Así es. Antes de lo que acaba de pasar, yo mismo me habría reído de semejante precisión. Pero ahora ya no me río.
—¿Y a qué conclusión llegaron entonces?
—A ninguna. El experimento no se pudo completar. Los buques deberían haber repetido las detonaciones para hacer las comprobaciones con garantías, pero la armada se negó. Y todo se quedó en hipótesis.
—¿Qué hipótesis?
—Sólo le puedo decir las mías: o bien aquí abajo hay una cavidad de enormes proporciones, o bien algo que absorbe las ondas. O las dos cosas.
Todos comenzaron a hablar a la vez, muy alborotados. David tomó a Calatrava por el brazo para hacer un aparte con él.
—Prefiero que no nos oiga el inspector Gutiérrez —se excusó—. ¿Qué va a decir en su informe? Perdone la franqueza, pero de lo que usted diga va a depender que nos dejen entrar o no. Y sospechamos que ahí abajo hay una persona, desde hace ya cinco días, la madre de la señorita Toledano. Tenemos que entrar.
—¿Después de lo que ha visto?
—Ahora más que nunca.
—No puedo informar otra cosa que lo sucedido. Lo contrario sería una irresponsabilidad. La exploración de los radares está ya en los discos duros de esos ordenadores. No tiene vuelta de hoja.
—¿Podría pasarme una copia de esos gráficos que hemos ido viendo?
—No sé si está usted autorizado para ello, pero digamos que no se lo he preguntado y he supuesto que sí. Distráigame un poco a ese tal Gutiérrez mientras los imprimo. —Y como viera dudar a David, le aconsejó—: Por ejemplo, lléveselo a un bar. No le dirá que no. Y, de paso, denle algo a la señorita Toledano. Tampoco ella le dirá que no —rió, mientras le guiñaba un ojo.
David se los llevó a todos a una cafetería cercana. No tardó en aparecer un ayudante de Calatrava, quien le hizo saber que su jefe tenía que consultarle algo.
Al ver llegar a David, el geofísico levantó la vista de los paneles para advertirle:
—Si después de ver esto aún insiste en su idea de entrar ahí, yo no sé nada. Desde luego, no lo enseñe a quien no sea de su absoluta confianza.
Y le tendió un folio. Colocándolo apaisado, se distinguía una imagen en forma de embudo, como una Y invertida. La parte estrecha arrancaba desde la superficie, correspondiéndose con el agujero abierto en la plaza. La parte ancha del embudo se abría hacia abajo. Y en medio de las dos ramas se adivinaba un borroso esquema. Fue aquello lo que atrajo la atención de David.
—¿Qué diablos es esto?
—Espere, no merece la pena que se esfuerce. Se lo estoy imprimiendo con mayor detalle. Es lo último que grabó el radar antes de estallar. Tenga.
Ahora ya no cabía duda. Allí abajo se destacaban, aunque borrosas, las formas del laberinto. Las mismas que habían tenido en sus manos durante unos minutos en el despacho de Maliaño en El Escorial, antes de que se lo arrebatara aquel sicario. No necesitaba contrastarlo con los gajos que le había enviado Sara o el que había surgido del gráfico que registraba los sueños de Raquel. Lástima que, al interrumpirse la exploración, no estuviera completo.
Intentó sobreponerse. Imposible explicarle a Calatrava todo aquel follón. Mejor ir a tiro derecho.
—Se supone que esta imagen surge de esa gran cavidad.
—Es evidente —confirmó el geofísico.
—Este perímetro cuadrangular, ¿podría ser un muro?
—Podría serlo, si ahí abajo existen muros de esa extensión y grosor. Desde luego, es demasiado regular para ser natural —aseguró Calatrava.
David se quedó pensativo: de modo que Gabriel Lazo no estaba tan trastornado, después de todo. ¿Y si fuera cierto lo que le había contado? ¿Había conseguido explorar aquel hombre la ciudad subterránea? ¿Cómo explicar, si no, las coincidencias entre las fotografías de aquella fortaleza enterrada que le había mostrado y el gráfico del georadar, que le acababa de pasar Calatrava? ¿Y el laberinto? ¿Cómo podía haber surgido del sueño de Raquel? O de su «estado alterado de conciencia», que era el término empleado por el doctor Vergara. ¿Qué es lo que había en aquellos subterráneos?
—Hay que bajar ahí. Ya. Ésa es la respuesta —dijo con convicción.
—¿Quiere un consejo, señor Calderón? Ni se le ocurra.
—No podemos seguir esperando. Si ahora nos han permitido desempedrar y examinar la plaza es porque la catedral quiere recuperar su custodia, el ayuntamiento tiene en perspectiva una conferencia de paz y el ejército se ha visto arrastrado por las circunstancias. Si desaprovechamos esta oportunidad, ¿cuándo volverán a ponerse de acuerdo para permitir explorarlo?
—No puedo avalarle, lo siento. Créame que me gustarla. Pero hay demasiados testigos, empezando por ese comisario Gutiérrez, que está justamente para eso. Y no es sólo usted quien estaría en peligro. Nos enfrentamos a algo desconocido, que tendrá que ser estudiado con mucho cuidado antes de dar ningún paso en falso.
—Por favor… Se trata de la vida de una persona. Ella no podrá aguantar todo ese tiempo.
Calatrava lo miraba y remiraba, pero no encontraba ningún modo de maquillar la rotundidad de los hechos.
Antes de que le dijera que no, David se arriesgó:
—Está bien, pongamos que no bajo. Pongamos que no baja nadie. ¿No podría usarse algún aparato, alguna cámara, que lo hiciera en mi lugar?
—Bueno. Eso es otra cosa. Hay unos robots que podrían usarse. Pero nosotros no disponemos de ellos. Eso es tecnología muy avanzada. Y muy cara.
—¿Me avalaría usted si consigo uno de esos robots?
—Haré cuanto esté en mi mano, pero recuerde que mi autoridad termina en la superficie.
Quizá no debería haber desaparecido tan bruscamente. Pero David se sentía incapaz de soportar el regate del inspector Gutiérrez, su capacidad para estar sentado en una silla sin mover el culo hasta arrastrar la negociación a su terreno, desovillando su taciturna retahíla de obstáculos.
«Llevamos así tres días. Si alguien no fuerza de nuevo la situación, nunca avanzaremos», se dijo.
De modo que decidió hacer dos visitas que le rondaban por la cabeza.
Allí estaba la primera. Comprobó la dirección que le había entregado la monja y enfiló la esquina de la facultad hasta llegar a una minúscula tienda en la que podía leerse «EnRed@ndo. Suministros Informáticos. Papelería. Fotocopias».
Tras el mostrador estaba una mujer ya mayor, que alzó la cabeza hacia él cuando oyó la campanilla de la puerta. Su rostro era pueblerino, suspicaz. Se tocaba con moño y vestía un anticuado modelo con grandes lunares. Pero se desempeñaba con gran desparpajo ante dos estudiantes, hablando de informática. Cuando los dos chicos salieron, se volvió hacia él.
—Buenos días, supongo que es usted Mercedes —la saludó David—. Vengo de parte de la hermana Guadalupe, del convento de los Milagros.
Le tendió la nota de presentación que le había escrito la religiosa. La mujer la leyó con parsimonia y al terminar alzó la vista hacia él, desconfiada, esperando sus palabras.
—No sé si sabe que Sara Toledano ha desaparecido —prosiguió el criptógrafo. Y por su gesto de asentimiento comprobó que ya se lo habían dicho—. El caso es que estamos siguiendo su pista, y la hermana Guadalupe me informó de la visita que le hizo Sara el miércoles pasado.
David se alegró de haber traído la nota de la monja. Porque experimentó algo que ya empezaba a ser una costumbre: la sensación de llegar, de nuevo, tarde. A juzgar por el modo en que le miraba aquella mujer, alguien había estado allí antes que él, y le había hecho la misma pregunta. Sólo que de sopetón. Lo que la habría llevado a no soltar prenda.
—Estuvo con una profesora de la facultad —contestó la mujer, y señaló al edificio vecino, que se alzaba casi enfrente—. Quería comprar un CD virgen, para grabar algo.
—¿Uno o dos discos? —y antes de echarlo todo a perder, le explicó—: Se lo pregunto porque en una carta suya, Sara me prometía enviarme uno a mí y otro a su hija.
Aquello pareció ser la prueba definitiva: sólo alguien que viniera realmente de parte de Sara podía conocer aquel dato. La mujer le contestó, bajando la guardia:
—Ella no tenía grabadora en su portátil, y me pidió que le hiciera una copia del CD que trajo. Tenía que haberse pasado a por ellos, pero ya no la volví a ver. Aquí la tengo, y también el original.
Se los entregó. David no terminaba de creérselo. Por vez primera, las cosas empezaban a ir a derechas. Tocó madera.
—¿Me podría decir el nombre de esa profesora con la que Sara vino aquí?
—Elvira Tabuenca, la arqueóloga.
—¿Estará en la facultad?
—Creo que ya se ha acabado el curso. Pero no le cuesta nada probar.
Dio las gracias a Mercedes y atravesó la calle para entrar en la Facultad de Filosofía y Letras.
La secretaria del departamento negó con la cabeza:
—Está fuera. Tiene un examen dentro de tres días, el jueves.
—¿A que hora terminará el examen?
A las once y media. En el Aula Magna.
—¿Puedo dejarle una nota?
La secretaria le tendió una hoja y un sobre. Tras escribir su mensaje, David la previno:
—Dígale también, por favor, que la telefonearé antes del examen para confirmar la cita.
Mientras bajaba las escaleras pensó que era una posible pista… Que ya poseerían quienes se les estaban adelantando continuamente. ¿Por qué nadie le había hablado de aquella arqueóloga?
Miró el reloj y calculó qué hora sería en la costa este de Estados Unidos. Si iba andando hasta el hotel, podía comer algo por el camino, haciendo tiempo para comprobar si Jonathan Lee le había enviado el e-mail prometido, y telefonearle desde allí con la debida seguridad, a través del equipo de comunicaciones especiales.
El e-mail de Jonathan sólo decía SÍ. Pero no era necesario nada más. Aquello significaba que la foto de aquel hombre chupado y vestido de negro que le había enviado se correspondía con el mismo individuo que vio en el hospital donde estuviera internado su padre. ¿Qué relación podía haber mantenido Pedro con semejante individuo? ¿Quién era aquel hombre, y a qué se dedicaba? ¿Para quién trabajaba?
Había prometido no volver a llamar. Pero no pudo evitarlo.
La mujer que cogió el teléfono hablaba con la voz velada. Se oían al fondo gritos y sollozos. A David le costó entenderla, y tuvo que explicarle varias veces quién era.
—Soy David Calderón, y hablé ayer con Jonathan.
—Soy su hija. Él ha muerto.
—¿Cómo ha sido?
—Un coche. Lo han atropellado. Ayer por la tarde, mientras paseaba al perro. Los mataron a los dos.
—Créame que lo siento mucho. Y gracias —se despidió David. Cuando colgó el teléfono, se quedó mirando el aparato, incrustado en su maletín de comunicaciones de alta seguridad. ¿Hasta qué punto era de fiar?
«Hasta el punto que quiera Minspert. Seguro que la Agencia lo ha estado interceptando», se contestó a sí mismo.
Miró las dos copias del CD que acababan de entregarle en la tienda de informática, y dudó si introducirlo o no en el ordenador. Estaba deseando leer lo que allí decía Sara. Pero la muerte de Jonathan Lee y de Juan de Maliaño le hizo reconsiderar la situación. Cada vez parecía más claro que James no actuaba sólo por razones profesionales, limitándose a acatar las instrucciones recibidas para despejar el camino a la futura conferencia de paz. Ése era el pretexto que le permitía utilizar los enormes recursos de la Agencia de Seguridad Nacional a la medida de sus intereses personales. Y no desaprovecharía aquella oportunidad para encubrir sus apropiaciones del trabajo de los Calderón. Antes bien, trataría de borrar todas las pistas, asegurándose así la exclusividad de los importantísimos descubrimientos que se estaban derivando de aquello. Lo cual significaba eliminar a los últimos testigos molestos. Y a cualquiera que se interpusiese en su camino.
«Si estoy en lo cierto —pensó—, el siguiente en la lista es Gabriel Lazo. Tengo que hablar con ese hombre».
Había sido el último en convivir con Pedro, y quizá pudiera completar el testimonio de Sara y decirle qué es lo que podían encontrarse allá abajo, en los subterráneos, para no correr más peligros de los necesarios. Él era el único que había entrado y salido con vida. Quizá porque no había llegado lo suficientemente lejos.
Antes de aventurarse en una nueva entrevista con él, ¿debía cubrirse las espaldas, pidiendo a alguien que le acompañara y contándole lo que sabía de Lazo? ¿Y a quién debía contárselo? A Gutiérrez, por descontado que no. ¿Y a Bielefeld? Pretendería tomar medidas, echándolo todo a perder. Además, Lazo desconfiaría de un extraño, sobre todo si había averiguado que se trataba de un americano, y policía. Tampoco era buena idea.