La llave maestra (55 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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La viejecita tenía su carácter. Gritaba mucho por la sordera, llamando a su hijo por su nombre de cristiano, que resultó ser Dionisio. Y él obedecía, dócil como un niño.

—Tú y yo tenemos que hablar —fue lo primero que me dijo el Tiñoso.

Pero no había cólera en su voz, ni amenaza, y con su mamma de la mano aquellas palabras casi sonaban afectuosas.

Cuando hubo despedido a su madre, volvió junto a mí, y enseguida comprobé que no me guardaba rencor. Se había quitado el turbante y mostraba aquella desdichada calva suya, roída por la tiña, que se secó con un pañuelo, para aplacar el calor.

Comentó con Alcuzcuz algunos de los negocios que le inquietaban, con una franqueza que no dejó de preocuparme. Tras ello, vinimos a nuestros asuntos, bebiendo y comiendo en exceso. Tuve que ayudar a Alcuzcuz a llevar a Fartax hasta su cama, y me di cuenta de que sólo era ya un hombre torpe y envejecido, dado a la bebida y a los recuerdos.

Habíamos hablado, como digo, de muchas cuestiones. Les pregunté por las gentes de Estambul que nos eran comunes. Al llegar a Askenazi, hizo un gesto tan significativo que no habría necesitado decir lo que dijo:

—Empalado. Es lo menos que le debíamos —rió.

Aunque yo no les había declarado por completo mi misión, no pude ocultarles que mi vida y la de mi mujer e hija estarían en entredicho si no conseguía aquellos libros que Maluk había llevado hasta El Cairo.

—Ni siquiera sé lo que ha sido de ese comerciante —confesé al Tiñoso—, pues no pude esperar su regreso a Fez. Es de suponer que habrá entregado los volúmenes al visir de El Cairo.

Nada dijo en ese momento Fartax. Pero al cabo de unas semanas me mandó llamar y afirmó:

—A mi madre no le prueba Argel. De manera que pienso mostrarle Alejandría. Quizá aquello le guste. No queda lejos de El Cairo, de modo que vendrás con nosotros. Te llevaré hasta allí, encontraremos esos libros y podrás volver a España y llevárselos a Felipe II o al preste Juan de las indias, reuniéndote en paz con tu mujer e hija. Era un ofrecimiento tan generoso que rechazarlo hubiera supuesto una ofensa que me costaría la vida. A pesar de todo, lo intenté, implorando los buenos oficios de Alcuzcuz. Pero éste ni siquiera quiso escucharme. Hasta que llegó el día de partir, intenté zafarme de aquella protección inesperada, que podía dar al traste con mis planes y misión, llevándome a la ruina. Fue inútil. Lo único que conseguí fue que me permitiera haceros llegar un mensaje a ti y a Rebeca, advirtiéndoos de mi suerte y nuevo destino. Uno de los criptógrafos de Fartax lo examinó, por ver si podría contener alguna información en cifra, y viendo que no era así, me permitieron entregárselo a un fraile mercedario de los que andaban por Argel rescatando cautivos.

—Nunca recibimos ese mensaje tuyo —le interrumpe Ruth.

—Lo sé, hija, lo sé. Debí haber sospechado que todos esos envíos pasaban por las manos de Artal, y que él lo iba a interceptar. No sólo eso. Luego supe que el fraile hubo de transmitirle la idea de que yo no estaba cautivo, sino en gran amistad y confianza con Alcuzcuz y el Tiñoso, dos de los más grandes y peligrosos corsarios que hostigaban a España, al menos oficialmente. Y que, habiendo renegado una vez con los judíos, no era raro que lo hiciera ahora con los moros. Con lo que yo mismo me iba preparando el cepo para cuando regresara.

Todo esto rumiaba, en la nave del Tiñoso, mientras perdíamos de vista Argel y a Alcuzcuz, quien nos despedía desde el muelle. Durante la travesía pude darme cuenta de hasta qué punto Alí Fartax se había dado al alcohol. Su madre intentaba que se contuviera, pero mi presencia parecía estimular la necesidad de contarme sus hazañas. Y cuanto más me contaba, más veía yo cómo había declinado ya su hora y le llegaba el ocaso. Algo que también sabía él, pues era tan lúcido o más que Alcuzcuz, y más leído que éste. Costumbre que mantenía, teniendo siempre a mano buenos libros.

En estas y otras consideraciones, llegamos a Alejandría. Yo esperaba que, con el mucho trajín que allí le darían, Fartax se olvidase de su ofrecimiento de ayuda para encontrar los volúmenes de Cansinos atraídos por el comerciante Maluk. Pero me equivocaba. Tan pronto acomodó a su madre, al día siguiente mandó proveer una guarnición de hombres armados de a caballo y los envió con un recado suyo para el visir de El Cairo. Apenas abrí la boca para intentar disuadirle, me tajó diciendo:

—No me lo agradezcas. De todas formas, tenía que prevenirle de mi llegada. Y entre tanto celebraremos nosotros la fiesta de despedida.

Me llevó hasta un lugar de la costa donde se había asentado un grupo de exiliados andalusíes. Tenía allí casa propia, y pensaba establecer en ella a su madre, por si le probaba aquel clima y gente.

A medida que me acercaba pude admirar la laboriosidad de aquellos moriscos. Habían convertido el lugar en un vergel. Los emparrados eran soberbios, con racimos de uvas tan gordas como la cola de un cordero. Los pistacheros, cerezos y algarrobos estaban lustrosos, y podados con mimo. Pero el rey era el omnipresente olivo. Allí entendí qué cosa era el Mediterráneo. Me lo explicó Fartax. Estábamos en la azotea de su casa, mecidos por la brisa cargada de salitre que venía del mar y se perdía entre las colinas cubiertas de aquellos árboles, cuando dijo, señalándolos:

—Todo lo que se extiende desde el primer olivo que se alcanza a ver, bajando del norte de Europa, hasta los primeros palmerales que contienen aquí el avance del desierto por el sur, todo eso es Mediterráneo.

Me mostró sus almazaras. Vi obtener un aceite purísimo, dejando que madurase la aceituna sobre un ladrillo acanalado, y que gotease por sí solo. Tomó el Tiñoso una gota en la yema de un dedo, la hizo brillar al sol como una pepita de oro y la saboreó con deleite, invitándome a hacer lo propio:

—Ésta es la lágrima del aceite, su quintaesencia. No lo hay mejor en el mundo.

Llegaron los mensajeros que había enviado Fartax y trajeron noticia de aquellos libros que Maluk había comprado a Cansinos para regalárselos al visir. Éste no era muy dado a frecuentar bibliotecas, y los había donado al imán de la más antigua de sus mezquitas. Hice ver al Tiñoso mi necesidad de partir tras su pista, visitando aquel templo. Le pareció bien.

—Te extenderé un documento recomendándote al imán —se ofreció—. Pero no sin antes aderezar una cena a la turca como fiesta de despedida.

Comimos sobre un guadamecí o cuero grueso, con unas toallas corridas alrededor, en las que nos limpiamos. Pusieron primero algunas menestras y potajes, con pasas de Alejandría, que son negras, muy pequeñas y sin semilla dentro. Y en especial me llamaron la atención unas lentejas muy finas, con zumo de limón y carne picada menuda dentro de hojas de parra. También le entramos a un cordero gordo hecho pedazos de a libra, guisado con hinojo, garbanzos, espinacas y cebollas.

Pero aún faltaba lo mejor. Fue esta cosa nunca vista. Trajeron un buey entero asado, lo abrieron a espada, y salió un relleno de peras y almendras. Dentro había un cordero, que también trincharon, con relleno de nueces y ciruelas. Lo partieron, a su vez, y salió una gallina con miel y cilantro. Abrieron ésta, y dentro de la gallina había un huevo. Todo esto, junto, lo habían hecho dándole vueltas en un espetón, sobre un gran fuego. Pero, a pesar de tanto atavío, es la gracia de este asado que el huevo conserve su propio sabor. Tenía gran cocinero el Tiñoso, puesto que el huevo, que me fue reservado, lo encontré muy en su punto.

—¿Seguro que no está algo duro? —me preguntó Fartax.

Y noté que mis dientes tropezaban con algo. Eché mano al huevo y vi que tenía dentro un rubí de gran tamaño. Nunca he acertado a explicarme cómo lograron ponerlo dentro. Protesté y traté de devolvérselo. Pero él porfió tanto que habría sido una ofensa rechazarlo.

—Es un regalo de los dos —explicó—. De Ishaq y mío. Fue Alcuzcuz quien lo eligió.

Y aún añadió una generosa provisión de monedas de oro y todo tipo de arreos de viaje. Tras ello, sólo me quedaba una cosa por hacer antes de dejar la costa y partir para El Cairo. Era encontrar a alguien que viajara a España, y encomendarle un mensaje para ti y para Rebeca. Fui al puerto en busca de alguna nave. Y allí, junto a una taberna de marineros, vi a un viejo que cantaba para ganar algún dinero con el que embarcar para mi país. No tenía buena voz. Ni siquiera entonaba bien. Era el suyo un canto áspero, a garganta raspada. Pero aquello que decía en su ladino lleno de tropiezos era tan triste que me conmovió hasta lo más hondo de mi ser.

Conocí, por lo que decía, que era judío. Sefardí, por más señas. Por él parecía cantar todo el agobio y fatiga de los suyos, prisioneros de leyes y costumbres que les habían sido otorgadas bajo cielos tan diversos. Calló, recogió sus monedas, y ya tomaba su bastón y se levantaba para marcharse, cuando le llamé. Volvió la cabeza hacia mí, y por el modo en que lo hizo conocí que era ciego.

Le hice entrar en la taberna y le convidé. Le dije quién era yo, y lo que pretendía, y le pedí que me contara su historia. Cuando la hube oído, comprendí por qué su canto era tan desgarrador. Había decidido «volver a casa» y por eso cantaba, aunque mal. Para reunir algún dinero.

—Cuando decía «volver a casa» se refería a España —explica Randa—. Se dirigía a Antigua, en la creencia de que seguía siendo la capital. Le ayudé con dinero y buscándole ocupación en los fogones de uno de los barcos de Fartax que venía hacia Occidente. ¿Os transmitió el recado que le entregué para vosotras?

—Nos lo dio —asiente Ruth—. Estaba débil y enfermo, y le socorrimos. Pero Artal, que nos vigilaba, cayó sobre él, nos arrebató vuestro mensaje, y le intentó sonsacar otras noticias. Nada más pudo decirle él. Creyendo que las tenía, pero se negaba a hablar, ese canalla lo entregó a la Inquisición. Lo quemaron en la hoguera, por practicar el judaísmo. Esa fue su vuelta a casa.

Randa ha de contener su cólera cuando oye el ruido de la cerradura y ve aparecer en el umbral a Mano de Plata. Pero sabe que debe contenerse para sacar adelante sus planes. De modo que pega los labios a la oreja de su hija y le dice:

—Sólo quedan tres días. ¿Crees que podrás terminar ese tapiz?

—Perded cuidado —se despide Ruth.

Y entonces, sí, se dirige a Artal y le pregunta, haciéndose de nuevas:

—¿Os ha vuelto a doler ese muñón? —¡Maldito seáis! Nunca me dolió tanto.

—Es porque lo habéis forzado con algún movimiento brusco —y se acerca a él con ánimo de examinar su mano postiza. El Espía Mayor lo retiene con un gesto de rechazo.

—No me fío de vos. ¿Quién me asegura que al cabo de unas pocas horas no volverá a convertirse en un cepo aún peor?

—No sucedería si me dejaseis esa mano algunas horas, y me devolvierais mis tenacillas de orfebre, para repararla con calma. Ayer sólo pude hacer un pequeño ajuste.

—¿Vuestras tenacillas de orfebre? Ni hablar.

—Entonces, nada puedo hacer.

LA CIUDAD BORRADA

E
l cementerio de Antigua perfilaba sus cipreses bajo un cielo color pizarra, cargado de electricidad. Un día opaco y tristón, «bueno para un entierro, si es que hay días buenos para tal cosa», pensó el comisario John Bielefeld, mientras bajaba del coche. Perdido en el bloque de capillas del dilatado paseo central, se dirigió a un hermano fosor, aquella extraña orden que habitaba en el campo santo, cuidando de él. Le llevó el fraile hasta un pequeño tablón de anuncios y consultó las ceremonias del día. Preguntó luego qué hora era, dedujo que el funeral ya debía de haber terminado, y le indicó el lugar donde se estaba procediendo a la inhumación.

El comisario encontró el mausoleo sin mayor dificultad. Destacaba dentro de aquella peculiar colonia de tumbas en tierra de nadie, a mitad de camino entre el cementerio católico y el civil, sin que fuera fácil asignarle su lugar a uno u otro lado. Los panteones carecían de las cruces más habituales en aquel recinto, las convencionales, planas, de cuatro direcciones. En su lugar, estaban rematados por cruces cúbicas tridimensionales, de seis brazos. Las mismas que ya había tenido ocasión de ver en el escudo de la Fundación Abraham Toledano y en el estandarte de la Hermandad de la Nueva Restauración. Ésta le vino a la mente al reparar en el inconfundible cortejo. Nada habitual, con la excepción de Marina, el ama de llaves del arquitecto Juan de Maliaño. Llamaba la atención aquella compacta formación en torno al féretro, que era llevado a hombros por miembros de la hermandad, con sus solemnes ropajes.

El grupo de cofrades avanzó hasta que los sepultureros les hicieron señales para que depositaran el ataúd sobre los tablones y sogas que cubrían la tumba abierta. Tensaron luego las cuerdas, retiraron los maderos, y lo hicieron bajar a pulso hasta su lugar de reposo. Tras ello, los asistentes fueron desfilando para arrojar en la fosa puñados de tierra, tomándola de la pala que les ofrecía uno de los hermanos.

Bielefeld esperó a que la numerosa asistencia se dispersara para localizar a Raquel Toledano. Se acercó a ella, estrechándole el brazo en silencio. La joven le devolvió una mirada desolada, sin poder contener las lágrimas.

—Yo tuve la culpa —sollozó, apoyándose en él—. Si le hubiese hecho caso no habríamos ido a El Escorial y no le habrían matado… Además, tú ya nos habías dicho que tuviéramos cuidado.

—Vamos, vamos —la consoló el comisario tomándola por el hombro para alejarla de allí—. Eso os podría haber pasado en cualquier otro lugar.

—Si no hubiera intentado guardar esos papeles en la caja fuerte… —suspiró Raquel—. Parecían importarle tanto que, para evitar que cayesen en otras manos, no dudó en sacrificar su vida.

—Eso seguramente salvó la vuestra —dijo Bielefeld.

—¿Cree usted que aquel individuo no tenía más balas? —le preguntó David Calderón, que se había acercado a ellos, flanqueando a Raquel por el otro lado.

—Supongo que fue eso, y que ya había gastado otra con el vigilante que le dio el alto.

—De todas formas, ahora estamos de nuevo a cero —observó el criptógrafo—. O peor que a cero, porque no es difícil imaginarse quién nos ha arrebatado esos documentos.

—Pues sí. Por desgracia, mis informaciones eran exactas y ya tenemos por aquí a James Minspert, haciendo de las suyas. Es lo que yo llamo una jornada bien aprovechada: mientras allí os asaltaban, aquí han registrado vuestras habitaciones.

—Desde luego, la mía la han revuelto a conciencia.

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