—Creo que así es —replicó Luc.
Gatinois sacudió la cabeza y miró al cielo.
—Entonces sugiero que encontremos una solución. Una que me convenga a mí, que le convenga a usted y, lo más importante, que convenga a Francia. ¿Está dispuesto a hacer un trato, profesor?
Luc le devolvió la mirada fría.
Sonó el teléfono de Gatinois. Se lo sacó del bolsillo del pantalón.
—¿Sí? —dijo—. Sí, tienen mi autorización, procedan. —Se guardó el móvil y se dirigió a Luc de nuevo—. Espere un momento, profesor.
Primero se produjo un fogonazo.
Fue tan brillante como si se hubiese hecho de día en plena noche, un amanecer prematuro, resplandeciente e incandescente.
Luego llegó el sonido. Y la sensación de resonancia.
La onda expansiva viajó a través del suelo, la grava vibró y por un segundo todos se balancearon.
Gatinois se limitó a decir:
—Siempre ha sido una contingencia. Había llegado el momento de ponerle fin. Nuestro trabajo continúa, pero Ruac ha desaparecido.
C
on la llovizna de la mañana, el cráter que había dejado el pueblo de Ruac recordó a Luc las imágenes que había visto de Lockerbie tras el accidente de la Pan Am. No había calle principal. Ni casas ni café, solo un vasto abismo cubierto de escombros y lleno de coches del que emanaba un humo negro. Los bomberos rociaban los puntos en llamas con las mangueras, pero, debido al temor de inestabilidad, no se les permitía acercarse lo suficiente como para resultar efectivos. Los diversos fuegos tendrían que extinguirse solos.
Gran parte de los equipos de los servicios de emergencia de la Dordoña se encontraban allí. Los puntos de acceso al pueblo estaban atestados de vehículos de la gendarmería, coches de la policía, ambulancias, furgonetas de la televisión y camiones de la brigada de bomberos. En circunstancias normales, Bonnet habría estado allí, recorriendo el perímetro con sus pesadas botas y su uniforme ajustado mientras organizaba a sus hombres, pero tuvieron que apañárselas sin él.
El coronel Toucas, al mando de la operación, gruñía hacia los helicópteros de las noticias que sobrevolaban la zona y le impedían utilizar el móvil.
Con la primera luz del amanecer le había dicho a Luc que creía que algunos de los explosivos de la Segunda Guerra Mundial —picrato, probablemente—, almacenados en un sótano por Bonnet y los demás bribones, debían de haber estallado y desatado una reacción en cadena con otros alijos de explosivos escondidos en otros sótanos.
Añadió, entre susurros, que sabía de buena tinta que Bonnet era un traficante de antigüedades robadas, que ciertas agencias gubernamentales clandestinas le tenían bajo vigilancia. Se decía que bajo los escombros podrían encontrarse cientos de millones de euros en oro y botines nazis.
Luc lo miró con gesto inexpresivo, preguntándose si de verdad creía la historia que Gatinois le había contado.
Toucas daba por hecho que no habría supervivientes; los cuerpos destrozados y carbonizados que podían recobrarse fácilmente parecían descartarlo. Aunque transcurrirían días antes de que pasaran de la misión de rescate a la de recuperación.
Toucas enfocó la catástrofe desde su propio punto de vista.
—Esto será toda mi vida durante un año, quizá dos. Por supuesto, como usted mismo ha reconocido, anoche mató a dos hombres, pero yo no me preocuparía. Saldrá limpio. Esos hombres estaban tratando de mantener el mundo exterior fuera de Ruac, fuera de su negocio. Recurrieron al asesinato. Pretendían eliminar su cueva. Se protegió a sí mismo, protegió un tesoro nacional.
El abad Menaud llegó a media mañana para ofrecer los terrenos de la abadía para lo que las autoridades consideraran apropiado, pero Toucas no tenía mucho tiempo para él.
El clérigo divisó a Luc cerca del centro de mando móvil y fue hacia él. Con la pérdida de tantas vidas, resultaba trivial que el manuscrito de Bartolomé yaciera hecho cenizas en algún lugar en el fondo del cráter, pero el abad se lamentaba, parecía echarlo de menos de todos modos.
Luc se lo llevó a un lado y se desabrochó parcialmente la camisa.
—¡Lo tiene! —exclamó Menaud.
—Y usted lo recuperará pronto —le aseguró Luc—. Siempre y cuando me asegure que se hallará a salvo.
Luc pidió prestado un móvil al conductor de una ambulancia. Probablemente no volvería a ser capaz de llamar desde su propio teléfono sin preguntarse si la Unidad 70 estaba escuchando. Se disculpó con Isaak por haber perdido su coche. Luego le pidió que guardara los sobres sin abrir en algún lugar seguro. Ya pensaría qué hacer con ellos más tarde.
Luc tomó prestado otro coche de un amigo arqueólogo en el museo de Les Eyzies. Condujo hasta Bergérac para recoger a Sara del hospital en el que había pasado el resto de la noche.
Cuando llegó, ella le esperaba en la sala de urgencias. Una enfermera le había prestado ropa. Tenía un aspecto pálido y débil, pero cuando se abrazaron, Luc sintió la fuerza de sus brazos jóvenes alrededor de su cuello.
Se dirigieron a la cueva.
Los expertos en explosivos del ejército habían trabajado durante todo el día retirando cargas de agujeros realizados en lo alto del acantilado, y la zona fue declarada segura.
Maurice Barbier había llegado en un helicóptero del Ministerio de Cultura para reunirse en persona con Luc en el campamento de la vieja abadía y entregarle las llaves y los códigos de seguridad nuevos. Murmuró algo acerca de la no disponibilidad de Marc Abenheim, pero, de cualquier modo, estaba seguro de que, en espera de una investigación, Luc recuperaría la dirección de la cueva de Ruac.
Escuchó con aire paternal la historia que Luc y Sara decidieron contar, una versión oficial improvisada junto a Gatinois en plena noche. Cuando Barbier hubo escuchado lo suficiente para informar a la ministra, besó la mano de Sara y salió volando por el cielo gris acero.
En la boca de la cueva, Luc abrió las puertas y encendió las luces generales.
—Sin traje protector —le dijo a Sara—. Es una ocasión especial.
Avanzaron lentamente por las salas, cogidos de la mano como dos chiquillos en una primera cita.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó al fin.
—¿Que a ti no te afectaría?
Luc asintió.
—Tus pastillas para la infección. Rifampina. Activa una enzima en el hígado llamada CYP3A4. ¿Sabes qué efectos tiene esa enzima?
La miró desconcertado.
—Ataca a los alcaloides del ergot. Los desactiva. Si te estabas portando bien y te tomabas las pastillas como decías, sabía que los ergots del té no te afectarían. Y quizá el resto de los químicos tampoco.
—Yo siempre me porto bien. Bueno, normalmente. Pero hablemos de ti. Eres una chica lista, ¿verdad?
—Conozco las plantas.
Entonces Luc se puso serio.
—¿Cómo fue?
Ella contuvo el aliento mientras pensaba y luego exhaló todo el aire.
—Mira, sé lo que me ocurrió y lo que no me ocurrió. Los médicos me han dicho que no hubo violación. Y, por suerte, no recuerdo nada de esa parte. Lo que recuerdo es algo maravilloso. Me sentía ligera, flotando, como si volara con el viento. Fue sumamente placentero. ¿Te sorprende?
—En absoluto. Lo había imaginado. ¿Volverías a tomarlo?
Sara rió y dijo:
—Quién sabe… —Luego le sostuvo la mano con más fuerza—. No, probablemente no. Prefiero un viaje natural, a la antigua.
Él sonrió.
—Luc, me siento tan mal por tanta gente… Pierre, Jeremy y los demás… Y la muerte de Fred Prentice es tan triste… Ese hombre habría disfrutado de lo lindo averiguando la composición química y todo lo relacionado con los genes de supervivencia.
—Es terrible que el avance de la ciencia dependa de Gatinois —dijo Luc—. No confío en absoluto en que haga lo correcto.
Sara lanzó un suspiro pesado.
—¿Hicimos lo correcto? —preguntó—. ¿Vender nuestro silencio?
—Estamos vivos. La cueva sigue aquí. Podemos estudiarla en paz por el resto de nuestra vida. Nos habrían matado, Sara, y habrían culpado a Bonnet.
—Pero no podemos estudiarlo todo —replicó—. Tenemos que hacernos los tontos acerca de las plantas, suprimir parte del conocimiento del manuscrito, participar en un encubrimiento. Todos esos asesinatos en Cambridge y Ruac quedarán impunes.
Luc lo dijo de nuevo apretándole el brazo.
—Mira, yo no me siento limpio, ¡pero estamos vivos! Y aunque odio estar de acuerdo con Gatinois en algo, reconozco que sería terrible que la receta del té saliera a la luz. Teníamos que elegir. Hicimos lo que debíamos hacer. Hicimos lo correcto.
Ella suspiró y asintió.
Él la cogió de la mano y tiró de ella.
—Vamos, ya sabes a donde quiero ir.
En la Sala 10 permanecieron de pie frente al gigantesco hombre pájaro y se abrazaron. Por primera vez, Luc imaginó que el pico del hombre se abría con una carcajada triunfante, una expresión muy humana de alegría.
—Este parece nuestro sitio —dijo Luc—. Quiero seguir viniendo a estudiar y aprender aquí siempre. Creo que es el lugar más asombroso del mundo.
Sara le besó.
—Yo también lo creo.
—Esta vez seré bueno contigo —prometió él.
Ella alzó la vista para mirarle a los ojos.
—No tropezarás dos veces con la misma piedra. ¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro. Seré bueno contigo durante mucho tiempo. Mientras viva.
A juzgar por la sonrisa irónica de Sara, Luc dudó que lo creyera.
Rochelle, Pensilvania
Nicholas Durand secaba mientras su mujer fregaba.
Había ayudado con los platos religiosamente desde el día en que se casaron. Eran animales de costumbres, siempre lo hacían a mano. No recordaba haber usado nunca el lavavajillas que su hija les había comprado e instalado. Marido y mujer tenían el cabello blanco y, encorvados por la edad, realizaban sus tareas lenta y pausadamente.
—¿Cansado? —le preguntó su esposa.
—No. Me encuentro bien —respondió él.
Era de noche. Habían cenado tarde después de una siesta, su rutina habitual en las noches de granero.
Rochelle era una pequeña localidad del centro de Pensilvania, una población agrícola situada entre colinas ondulantes. Fue fundada en 1698 por hugonotes, protestantes franceses que se negaban a acatar la autoridad de la Iglesia católica. Se encontraba fuera de la norma, justo como sus fundadores habían querido. Nunca había superado los varios cientos de habitantes, ni entonces ni ahora.
Pierre Durand, el padre fundador de Rochelle, había abandonado su propio pueblo en Francia hacia el epicentro hugonote francés de La Rochelle, en el golfo de Vizcaya, en la década de 1680. No quería dejar su casa en el Périgord, pero tras una terrible disputa por dinero que implicaba a la familia más destacada del pueblo, la violencia se palpaba en el aire. Aunque nunca había sido religioso, se estableció con una mujer hugonote en La Rochelle y ella acabó haciéndole cambiar de ideas. Se embarcaron hacia Norteamérica en 1697.
La pareja acabó de apilar los platos y devolvió los cubiertos al cajón. Se sentaron de nuevo a la mesa de la cocina y observaron las manecillas del reloj durante un rato. Había un ejemplar del
USA Today
doblado por la mitad en la encimera. Nicholas lo cogió y se puso las gafas de leer.
—Aún no puedo asimilarlo —le dijo a su mujer.
La primera plana del periódico estaba dedicada en su mayor parte a la explosión que había destruido un lugar de Francia llamado Ruac.
—¿Estás seguro de que tu padre era de allí? —preguntó ella.
—Eso tengo entendido —dijo el anciano—. Nunca quiso hablar de ello. Tenía lazos de sangre con un hombre de Ruac llamado Bonnet. Al parecer Bonnet le arrebató lo mejor de sí mismo y eso fue todo.
—¿Crees que eran de los nuestros? —preguntó ella.
El hombre encogió sus estrechos hombros.
—Según el periódico, no queda nadie a quien preguntárselo.
Por la ventana de la cocina vieron las primeras luces en la distancia procedentes del largo camino de entrada a la casa. Un coche, luego dos, y luego un flujo constante.
—Ya están aquí —dijo él retirando su silla.
—¿Cómo está el té esta noche? —preguntó ella.
—Bueno y fuerte —respondió—. Ha salido bien. Vamos, subamos al granero.
En primer lugar, gracias a Simon Lipskar, a quien considero no solo un agente, sino un socio en esta empresa y este oficio que es la escritura. Este libro es mejor, no, mucho mejor, gracias a su participación. Y gracias también a Angharad Kowal, por representarme tan bien en el Reino Unido.
Como es habitual, mi primer lector, Gunilla Lacoche, me dio fuerzas para seguir escribiendo gracias a sus ánimos. Polly North, una mujer fascinante y con gran variedad de talentos, me regaló mi primer libro sobre Abelardo y Eloísa, los desdichados amantes medievales, y me animó a incluirlos en mi historia. Miranda Denenberg tuvo la amabilidad de permitirme leer su excelente disertación sobre la interpretación del arte rupestre prehistórico, que fue un maravilloso punto de partida para adentrarme en la vasta literatura que existe sobre la materia.
Laura Vogel, una psiquiatra increíble y una amante de la literatura, me ayudó a dar más profundidad a mis personajes, algo por lo que le estoy sumamente agradecido. Mis fantásticas editoras de Random House, Kate Elton y Georgina Hawtrey-Woore, están haciendo mucho más que publicar mis libros, están ayudándome a forjar mi carrera, algo que no me ha pasado inadvertido. Un brindis por mi panteón de mentores sobre arqueología; aunque algunos ya nos han dejado, los recuerdo a todos, en especial al incomparable John Wymer, mi padrino póstumo. Y en último lugar, gracias a Tessa, que sigue siendo los cimientos que me sustentan.