Salió inmediatamente y corrió tan rápido como le permitió su cadera artrítica hacia la habitación de Jacques.
Allí encontró una escena mucho peor. Su hijo yacía golpeado, ensangrentado y sin duda muerto. Sara había desaparecido.
—¡Dios, Dios, Dios! —murmuró.
Algo había salido terriblemente mal.
¿Dónde estaba Simard?
—¡Pelay! —gritó—. ¡Pelay!
Luc subió las oscuras escaleras con Sara en brazos. En lo alto había una puerta abierta.
Accedieron a una cocina, la cocina de una casa corriente.
Cruzaron un vestíbulo y entraron en una sala de estar, oscura y desierta, con una disposición similar a la de la casa de Odile. Depositó a Sara en un sofá y le recolocó la colcha para taparla debidamente.
Corrió las cortinas.
Era la calle principal de Ruac.
El coche de Isaak se hallaba aparcado al otro lado de la puerta, delante de la casa de Odile.
Todas las casas estaban conectadas. El salón subterráneo era, como sospechaba, una excavación bajo la carretera.
Comprobó el teléfono de Jacques inmediatamente. Tenía buena señal. Pulsó en la lista de llamadas recientes.
«Padre - móvil.»
Bien, pensó, pero en ese momento no tenía tiempo.
Las llaves del coche de Isaak hacía tiempo que habían desaparecido.
Rebuscó rápidamente tratando de hacer el menor ruido posible; suponía que el ocupante de la casa se hallaba en algún lugar bajo tierra, pero no podía estar seguro.
En la entrada encontró dos cosas útiles: un juego de llaves y una escopeta de cañón único. Abrió el arma. Había un cartucho en el cañón, y descubrió unos cuantos proyectiles más en un morral.
Bonnet caminaba como un pato por el complejo subterráneo llamando a Pelay a gritos. Bajo los efectos del té, ninguno de los demás hombres estaría en activo durante al menos una hora larga. El destino de su pueblo dependía de él.
Soy el alcalde, pensó.
Pues debía comportarse como tal.
Entonces encontró a Pelay en uno de los pasillos, salía de una habitación con sigilo.
—¿Dónde demonios estabas? —le espetó.
—Comprobando. Vigilando. Manteniendo la paz —contestó Pelay—. Lo que se supone que tengo que hacer. ¿Qué pasa?
Bonnet le gritó que le siguiera y le contó lo que había ocurrido entre jadeos mientras los dos ancianos echaban a correr.
Bonnet accionó el interruptor de la luz del pasillo.
Nada.
En el siguiente corredor, volvió a encender las luces.
Señaló.
—¡Allí!
Un reguero rojo marcaba el suelo por donde se había arrastrado la colcha ensangrentada de Sara. Ese pasillo conducía a la casa del panadero. Sacó su pistola y los dos hombres se encaminaron hacia la escalera.
Luc introdujo a Sara con torpeza en el estrecho asiento trasero del Peugeot 206 del panadero, que se hallaba aparcado delante de la casa. El coche había emitido un leve sonido y se había abierto diligentemente cuando Luc presionó el botón de apertura desde el interior de la sala de estar.
Lo arrancó, puso primera y aceleró.
Por el espejo retrovisor vio a Bonnet y a Pelay salir de la puerta principal de la casa del panadero. Oyó un disparo. Metió segunda y pisó el acelerador.
Bonnet corrió a su café para coger las llaves de su coche.
Tenían que pararlos.
Tenían que matarlos.
Gritó sus órdenes a Pelay.
Luc hablaba alto y rápido mientras llevaba el pequeño Peugeot al límite en la carretera rural oscura y desierta. Estaba intimidando a un operador de servicios de emergencia de bajo nivel para que pasara su llamada más arriba. Necesitaba hablar con el coronel Toucas, en Périgueux.
¡Había que despertar al coronel!
¡Era el profesor Simard de Burdeos, maldita sea!
¡Tenía a los asesinos de la abadía de Ruac a la vista!
Bonnet tenía las llaves en la mano y estaba a punto de cerrar la puerta del café cuando le sonó el móvil.
Luc le estaba gritando.
—¡Se ha terminado, Bonnet! Está hecho. Los gendarmes están en camino hacia Ruac. Estás acabado.
La ira de Bonnet estalló como la lava de un volcán.
—¿Tú crees que ha terminado? ¿Tú crees que ha terminado? ¡Habrá terminado cuando yo diga que ha terminado! ¡Vete al infierno y despídete de tu maldita cueva! ¡Vamos, intenta detenerme! ¡Vamos! ¡Inténtalo!
El coche de Bonnet se hallaba junto a la acera, frente al café. Se agachó para sentarse al volante y Pelay montó a su lado tan rápido como un anciano podría hacerlo.
—Llevo el rifle en el maletero —dijo Bonnet.
—Todavía tengo buena puntería —gruñó Pelay.
Bonnet arrimó el coche a un lado de la carretera y lo detuvo en un punto que conocía, el más cercano a los acantilados. Pelay recogió el rifle y lo examinó de manera superficial. Se trataba de una carabina M1 con mirilla telescópica tomada de un soldado estadounidense muerto en 1944. Pelay había estado allí. Recordaba ese día. Bonnet y él también habían cogido la cartera y las botas del joven. Era una buena arma que habían utilizado para matar a un montón de alemanes. Bonnet la mantenía limpia y engrasada.
Los dos hombres se adentraron en el bosque, las ramas les azotaban el rostro.
Al cabo de un rato se separaron.
Bonnet se fue directo hacia los acantilados. Pelay tomó un camino oblicuo en medio de la oscuridad.
Luc condujo hasta la carretera polvorienta que llevaba al aparcamiento que había sobre la cueva. No quería hacer todo el trayecto en coche. Independientemente de lo que ocurriera, Sara tenía que estar a salvo, de modo que aparcó a medio kilómetro aproximadamente y se se volvió hacia el asiento de atrás.
Ella se estaba recuperando poco a poco.
—Te dejo aquí, Sara. Estarás segura. Tengo que salvar la cueva. ¿Lo entiendes?
Sara abrió los ojos, asintió y volvió a quedarse dormida.
No estaba en absoluto seguro de que lo entendiera, pero no importaba. Con un poco de suerte, saldría de aquella con vida y podría explicárselo luego.
Bonnet podía oír el crujido de sus pies al pisar el lecho del bosque y el resuello de su pecho. Más adelante había un claro, el aparcamiento de grava que habían realizado los arqueólogos. Estaba cerca.
El gran roble se hallaba al otro lado del terreno de grava; se alegró de haber elegido un punto de referencia fácil de detectar en la oscuridad.
La grava saltaba bajo sus pesadas botas de bombero.
Luc deseó tener una linterna para iluminar el camino. Estaba completamente oscuro, pero no se desvió del sendero. Le costaba correr con la escopeta. Sara le había resultado menos pesada.
Por delante había una franja gris, el horizonte por encima de los acantilados.
Una silueta se recortó contra el gris; se movía.
Bonnet.
El alcalde se encontraba en la base del árbol. A un metro del tronco estaba el montón de piedras que Jacques y él habían colocado para marcar el lugar.
Bonnet se puso de rodillas y empezó a retirar y esparcir las piedras. El maletín de cuero se hallaba casi a nivel del suelo, en un agujero poco profundo.
Levantó el maletín lentamente, con cuidado de no tocar los cables de cobre que se extendían hasta los terminales. Se trataba de un detonador M39 de las Waffen-SS, tomado de una división de ingenieros de combate en 1943. Tenía un aspecto impoluto y eficaz, un ladrillo de aleación troquelada y baquelita. Bonnet estaba seguro de que funcionaría a la perfección.
Había sido un trabajo difícil, pero confiaba en que sus viejos artificieros lo hubieran hecho correctamente, colocando el picrato a cierta profundidad en media docena de puntos de los acantilados. Buena parte de los acantilados se derrumbaría sobre el río y se llevaría la cueva consigo.
La cueva que había dado vida a su pueblo y le había amenazado con la muerte se reduciría a polvo. Si Pelay cumplía su cometido, Simard se vería reducido a polvo. Él encontraría a Sara, y ella se vería reducida a polvo.
Accionó la manivela de madera y escuchó el sonido de los trinquetes. Cuando no pudiera darle más vueltas, colocaría su grueso pulgar en el botón en el que se leía ZÜNDEN: «detonar».
Primero oyó los pasos, luego alguien gritó:
—¡Alto!
Luc se encontraba a diez metros y avanzaba con sigilo por la grava. Vio a Bonnet inclinado, afanado en algo.
Luc se llevó la escopeta al hombro.
Bonnet alzó la vista y gruñó un simple:
—¡Vete al infierno!
Luc podía oír el sonido de los trinquetes.
El ruido cesó, y Bonnet movió la mano.
En ese momento la cabeza de Luc llenaba por completo la mira telescópica de Pelay, perfectamente contrastada contra el horizonte gris.
Pelay se encontraba en un arbusto bajo, apoyado en una rodilla. Tenía unas manos firmes para su edad. La cabeza de Luc quedaba enfocada con nitidez.
Luc gritó a Bonnet:
—¡Mi cueva no!
Pelay oyó el grito y, a través de la mira, vio que los labios de Luc se movían. El punto de mira se fijó en la sien.
Tenía el dedo índice en el gatillo. Empezó a apretarlo.
Luc se tambaleó al oír el disparo procedente de atrás.
Esperó sentir algún tipo de dolor lacerante, pero no hubo nada.
Se volvió hacia Bonnet. El anciano estaba ahora a solo cinco metros.
Bonnet miró la escopeta de Luc.
—¡Pelay! ¡Date prisa! —Tenía el pulgar sobre un botón.
Luc gritó. Pero no pronunció una palabra. Fue un rugido primitivo, un grito de muerte primigenio que surgió de algún lugar de su interior.
El cartucho de su escopeta salió e iluminó la oscuridad.
Se produjo un fuerte golpe. Madera, piedra, carne. Los perdigones.
Luc avanzó despacio, forzando la vista para ver lo que había provocado.
Bonnet yacía sobre un costado, sangraba por la cara, todavía tenía la mirada penetrante. El pulgar seguía en el botón de detonación. Movió la mano izquierda. Sujetaba el cable de cobre que se había cortado del detonador a causa de los perdigones.
Bonnet se disponía a conectar el cable al terminal.
Estaba a un centímetro.
Luc no tenía tiempo para volver a cargar. No tenía tiempo para machacar la cabeza o el brazo de Bonnet con la culata del arma.
No tenía tiempo.
Entonces se oyó otro disparo.
L
uc estaba desorientado. Notaba la camisa húmeda. Se llevó las manos a la tela instintivamente. Sangre y fragmentos de una sustancia gelatinosa.
Lo rodeaban unos hombres que lo apuntaban con armas automáticas y le gritaban de manera violenta que tirara la escopeta.
A Bonnet le faltaba media cabeza. El detonador seguía a medio centímetro del terminal.
Luc bajó las manos. La escopeta cayó a sus pies.
Un hombre dio un paso al frente. Era alto y caminaba erguido, desarmado, vestido con ropa de civil, un jersey negro al estilo comando con charreteras.
—Profesor Simard —dijo con acento de clase alta—, llevaba tiempo preguntándome cuándo nos conoceríamos.
Luc le echó un vistazo. Sin duda no era del pueblo.
—¿Quién es?
—El general André Gatinois.
Luc lo miró de un modo inquisitivo.
—¿Militar?
—Algo así —respondió Gatinois de forma enigmática. Se acercó un poco más e inspeccionó el cuerpo del alcalde—. Bonnet llevaba mucho tiempo metido en la historia. Tenía que acabar algún día. Incluso para él.
—Lo han matado —dijo Luc.
—Solo después de que usted fracasara. —Gatinois observó la lluvia de perdigones que había recibido el cuerpo de Bonnet—. Los perdigones no son un modo eficaz de matar a un hombre.
—Era lo único que tenía. Tenía intención de volar mi cueva.
Hubo cierta conmoción cuando dos hombres de negro arrastraron un cuerpo que gemía al interior del círculo de protección que habían creado sus compañeros.
Se trataba de Pelay, que sangraba de una herida en el pecho y respiraba entrecortadamente. Uno de los hombres que lo sostenía entregó su carabina M1 a otro más bajo que había aparecido junto al general. Era su ayudante, Marolles.
—Lo tenía en el punto de mira —dijo Gatinois, y añadió con seguridad—: Le he salvado la vida.
—¿Va a explicarme qué está pasando? —exigió Luc.
Gatinois hizo una pausa para pensar.
—Sí, no veo por qué no. ¿Y tú, Marolles?
—Usted decide, mi general.
—Sí, supongo que sí. ¿Dónde está la americana?
Marolles habló por un walkie-talkie que llevaba enganchado a la chaqueta y siguió una respuesta de interferencias.
—Está en camino —le dijo a Gatinois.
Pelay dejó escapar un sollozo balbuciente y lastimero.
—¿Van a llamar a un médico? —preguntó Luc.
—El único médico al que va a ver es a sí mismo —replicó Gatinois en tono despectivo—. Es un tipo valioso, pero nunca me ha gustado. ¿Y a ti, Marolles?
—Nunca.
—Su último acto útil para nosotros ha sido avisarnos de que usted vendría a Ruac esta noche.
El Peugeot del panadero se detuvo en la grava; al volante iba uno de los hombres de Gatinois, que ayudó a Sara a salir del coche arropada en la colcha ensangrentada. Parecía confundida y temblorosa, pero cuando vio a Luc en el centro del círculo halló fuerzas para soltarse del guardia que la sujetaba levemente y correr hasta él.
—Luc, ¿qué ha ocurrido? —preguntó con voz débil—. ¿Estás bien?
La rodeó con el brazo.
—Estoy bien. Estos hombres… no sé quiénes son. No son del pueblo.
Sara vio a Pelay, que se encontraba tendido en posición fetal en el suelo, emitiendo sonidos leves y horribles.
—Jesús… —dijo.
—No, no somos de Ruac —dijo Gatinois—. Pero Ruac ha consumido nuestras vidas durante muchos años. Estamos dedicados a Ruac. Debemos nuestra existencia a Ruac.
—¿Qué son? —preguntó Luc—. ¿Qué hacen?
—Nos llaman la Unidad 70 —contestó Gatinois.
Marolles bajó la vista y negó con la cabeza. El gesto captó la atención de Luc y le alarmó. Aparentemente ese hombre, Gatinois, había cruzado alguna línea. Alguna línea peligrosa.
—¿Saben? Durante la guerra, el mando de la Resistencia, pese a ser poco rígido, proporcionó al maquis de Ruac un código para sus comunicaciones. Los llamaron Escuadrón 70. Eran un grupo especialmente implacable y eficaz. Los alemanes les temían. El otro maquis desconfiaba de ellos. Cuando se creó nuestra unidad en 1946, nuestro fundador, el general Henri Giraud, un miembro del círculo íntimo de De Gaulle, escogió el nombre. No fue muy creativo, pero así se quedó.