Hace siete años.
Pero volví.
Jo dormía con la boca abierta delante del Radiola; un hilo de saliva brillaba sobre su barbilla. Apagué el televisor. Tapé con una manta su cuerpo encogido. En su habitación, Román luchaba en el mundo virtual de
Freelancer
. En la suya, Nadine leía las conversaciones de Hitchcock y Truffaut; tenía trece años.
Levantó la cabeza cuando empujé la puerta de su habitación, me sonrió y yo la encontré guapa, inmensamente guapa. Me gustaban sus grandes ojos azules, yo los llamaba ojos de cielo. Me gustaba su piel clara en la que ningún mal había dejado aún rasguños. Su pelo negro; un marco alrededor de su delicada palidez. Me gustaban sus silencios y el olor de su piel. Se movió hacia la pared sin decir nada cuando fui a tumbarme a su lado. Después me acarició suavemente el cabello como lo hacía mamá y reanudó la lectura, ahora en voz baja, como lo hace un adulto para apaciguar los temores de un niño.
E
sta mañana una periodista de
L’Observateur de l’Arrageois
ha pasado por la mercería. Quería entrevistarme con motivo de mi blog,
diezdedosdeoro
.
Es un blog modesto.
Escribo en él todas las mañanas sobre el placer del punto de media, el bordado y la costura. Descubro a mis lectoras telas y lanas; cintas de lentejuelas, de terciopelo, de satén y de organdí; encajes de algodón y elásticos; cordones cola de rata, encerados, trenzados de rayón, para anorak… Algunas veces hablo de la mercería, de la llegada de un pedido de cinta de velcro para coser o de una cinta adhesiva. Dejo escapar también algunos comentarios nostálgicos de bordadora, encajera o tejedora; los comentarios nostálgicos de las mujeres que esperan. Todas somos Nathalie, la Isolda de
El eterno retorno
.
—Ya ha pasado de las mil doscientas visitas al día —señala la periodista—, y solo en el área metropolitana.
Tiene la edad de los hijos de los que nos sentimos orgullosos. Es guapa, con pecas, encías rosadas y unos dientes blanquísimos.
Su blog es toda una sorpresa. Tengo mil preguntas que hacerle. ¿Por qué mil doscientas mujeres entran todos los días para hablar de trapitos? ¿Por qué de repente este furor por el punto de media, la mercería, lo hecho a mano? ¿Cree que padecemos los efectos de la ausencia de contacto humano? ¿Acaso lo virtual ha matado el erotismo? La interrumpo. No lo sé, digo, no lo sé. Antes escribíamos un diario íntimo; hoy lo hemos sustituido por un blog. ¿Escribía usted un diario?, vuelve ella a la carga. Sonrío. No, no escribía un diario y no tengo ninguna respuesta para sus preguntas, lo siento.
Entonces ella deja el cuaderno, el bolígrafo, el bolso.
Clava sus ojos en los míos. Pone su mano sobre la mía y dice: mi madre vive sola desde hace más de diez años. Se levanta a las seis de la mañana. Se prepara un café. Riega las plantas. Escucha las noticias en la radio. Se toma el café. Se asea. Una hora más tarde, a las siete, su jornada ha terminado. Hace dos meses, una vecina le habló de su blog y me pidió que le comprara un «chisme». Un chisme, en su lenguaje, es un ordenador. Desde entonces, gracias a sus pasamanerías, sus borlas y sus alzapaños, ha recuperado la alegría de vivir. Así que no me diga que no tiene respuestas.
La periodista recogió sus cosas diciendo volveré y usted tendrá las respuestas.
Eran las once y veinte de la mañana cuando se ha marchado. Las manos me temblaban, tenía las palmas húmedas.
Así que cerré la tienda y me fui a casa.
H
e sonreído al volver a ver mi caligrafía de adolescente.
Los puntos sobre las íes eran círculos, las aes estaban escritas en letra de imprenta, y sobre las íes de un tal Philippe de Gouverne los puntos eran corazones minúsculos. Philippe de Gouverne. Lo recuerdo. Era el intelectual de la clase; y también el raro. Nos burlábamos de él por el «de». Lo apodábamos Verne. Yo estaba perdidamente enamorada de él. Lo encontraba de lo más seductor con su bufanda que le daba dos vueltas alrededor del cuello y le caía hasta la cintura. Cuando contaba algo, utilizaba un lenguaje elevado y la música de sus palabras me encandilaba. Decía que sería escritor. O poeta. Que escribiría canciones. Que, en cualquier caso, haría palpitar el corazón de las chicas. Todo el mundo se reía. Yo no.
Pero nunca me atreví a hablar con él.
Paso las páginas de mi diario. Entradas de cine pegadas. Una foto de mi bautismo del aire en Amiens-Glisy con papá, en 1970, por mi séptimo cumpleaños. Ahora no se acordaría. Desde el accidente, está en el presente. No tiene ni pasado ni futuro. Está en un presente que dura seis minutos, y cada seis minutos el contador de su memoria se pone a cero. Cada seis minutos me pregunta cómo me llamo. Cada seis minutos pregunta qué día es. Cada seis minutos pregunta si mamá va a venir.
Y encuentro hacia el final del diario esta frase escrita, con la tinta violeta de las chicas, antes de que mamá se desplomara en la calle.
«Me gustaría tener la suerte de decidir mi vida, creo que es el mejor regalo que se nos puede hacer».
Decidir la propia vida.
Cierro el diario. Ahora soy mayor, así que no lloro. Tengo cuarenta y siete años, un marido fiel, atento, sobrio, dos hijos mayores y una pequeña alma a la que a veces echo de menos; tengo una tienda que, unos años más y otros menos, llega a proporcionarnos, además del sueldo de Jo, lo suficiente para llevar una buena vida, pasar vacaciones agradables en Villeneuve-Loubet y un día, por qué no, permitirnos comprar el coche de sus sueños (he visto uno de segunda mano por treinta y seis mil euros que me ha parecido estupendo). Escribo un blog que le alegra la vida a la madre de una periodista de
L’Observateur de l’Arrageois
y probablemente a mil ciento noventa y nueve señoras más todos los días. Y en vista de las buenas cifras, el servidor me propuso hace poco vender espacio para publicidad.
Jo me hace feliz y nunca he deseado a otro hombre, pero de ahí a decir que he decidido mi vida…, no, eso sí que no.
De camino a la mercería, estoy cruzando la plaza Héros cuando de pronto oigo que me llaman. Son las gemelas. Están tomando un café mientras rellenan el boleto de la Loto. Juega aunque solo sea una vez, me suplica Françoise. No vas a seguir siendo mercera toda la vida… Me gusta mi mercería, digo. ¿No deseas otra cosa?, insiste Danièle. Venga, por favor… Me dirijo al estanquero-lotero y pido un boleto. ¿Cuál? ¿Cómo que cuál? ¿Para la Loto o para Euromillones? Y yo qué sé. Para Euromillones, entonces, hay un buen bote acumulado. Le doy los dos euros que me pide. La máquina elige números y estrellas por mí y a continuación él me tiende un boleto. Las gemelas aplauden.
—¡Por fin! Por fin nuestra pequeña Jo va a tener sueños maravillosos esta noche.
H
e dormido muy mal.
Jo ha estado enfermo toda la noche. Diarrea. Vómitos. Desde hace unos días, él, que no se queja nunca, dice que le duele todo el cuerpo. No para de tiritar, y no es a causa de mis frescas caricias sobre su frente ardiente ni de los masajes que le hago en el pecho para calmarle la tos, y tampoco porque encadeno frases maternales para tranquilizarlo.
Ha venido el médico.
Probablemente es la gripe A/H1N1, esa porquería asesina. Y eso que en la fábrica aplican todas las medidas de seguridad. Uso de mascarilla FFP2, gel hidroalcohólico, ventilación regular de las naves, prohibición de estrecharse la mano, de besarse, de darse por culo, añadía Jo riendo hace dos días, antes de que se le viniera esto encima. El doctor Caron le ha recetado Oseltamivir —el famoso Tamiflu— y mucho reposo. Son veintidós euros, señora Guerbette. Jo se ha dormido por la mañana. Y aunque no tiene hambre, he ido a comprar dos cruasanes de mantequilla a la panadería de François Thierry, sus preferidos, le he preparado un termo de café y se lo he dejado en la mesilla de noche, por si acaso. Me he quedado un momentín mirándolo dormir. Respiraba ruidosamente. Gotas de sudor brotaban de sus sienes, se deslizaban por sus mejillas e iban, silenciosas, a estrellarse y morir en su pecho. Le he visto arrugas nuevas en la frente, minúsculas arruguillas alrededor de la boca, como diminutas espinas; la piel empezando a descolgarse en el cuello, donde al principio de nuestra relación le gustaba que lo besara. He visto estos años en su rostro, he visto el tiempo que nos aleja de nuestros sueños y nos acerca al silencio. Y entonces, he encontrado guapo a mi Jo sumido en su sueño de niño enfermo, y me ha gustado mi mentira. He pensado que si el hombre más guapo del mundo, el más atento, el más «todo», apareciera aquí y ahora, no me levantaría, no me iría con él, no le sonreiría siquiera.
Me quedaría aquí porque Jo me necesita y una mujer necesita que la necesiten.
El más guapo del mundo no necesita a nadie porque tiene a todo el mundo. Tiene su belleza y el incontrolable apetito de todas las mujeres que quieren saciarse de él y acabarán por devorarlo y lo dejarán muerto, con los huesos bien chupados, brillantes y blancos, en la fosa de sus vanidades.
Al cabo de un rato he llamado a Françoise. Va a pegar un cartelito en el escaparate de la mercería. «Cerrado dos días por gripe». Después he puesto la información en mi blog.
Inmediatamente he recibido cien mensajes.
Se ofrecían para ocuparse de la mercería hasta que mi marido se recuperara. Me preguntaban la talla de Jo para hacerle jerséis, guantes y gorros de punto. Me preguntaban si necesitaba ayuda, mantas; una persona para cocinar y limpiar, una amiga para hablar, para afrontar este mal trago. Era increíble.
Diezdedosdeoro
había abierto las compuertas de una amabilidad sepultada, olvidada. Mis historias de cordoncillos, cintas e hilo pastelero habían creado, al parecer, un vínculo muy fuerte; una comunidad invisible de mujeres que, al tiempo que redescubrían el placer de la costura, habían reemplazado la soledad de los días por la alegría de ser de pronto una familia.
Llamaron a la puerta.
Era una mujer del barrio, una adorable ramita de árbol espigado, como la actriz Madeleine Renaud. Traía unas
tagliatelle
. Tosí. Tanta solicitud inesperada me asfixiaba. No estaba acostumbrada a que me dieran algo sin que lo hubiera pedido. Fui incapaz de hablar. Ella sonrió con dulzura. Son de espinacas y queso fresco. Fécula y hierro. Necesita fuerzas, Jo. Balbucí unas palabras de agradecimiento y se me saltaron las lágrimas. Inextinguibles.
P
asé a ver a mi padre.
Después de haberme preguntado quién era, pidió noticias de mamá. Le dije que había ido a hacer unas compras y que llegaría un poco más tarde. Espero que me traiga el periódico, dijo, y espuma de afeitar, se me ha terminado.
Le hablé de la mercería. Y me preguntó por enésima vez si era yo la propietaria. No se lo podía creer. Estaba orgulloso.
Mercería Jo, antigua Casa Pillard, Mercería Jo
, tu nombre en un rótulo, Jo, ¿te das cuenta? Me alegro por ti. Después levantó la cabeza y me miró. ¿Quién es usted?
Quién es usted. Acababan de pasar seis minutos.
Jo estaba mejor. El Oseltamivir, el descanso, las
tagliatelle
de espinacas y queso fresco y mis frases cariñosas vencieron a la gripe asesina. Se quedó unos días en casa, hizo un poco de bricolaje, y cuando una noche abrió una Tourtel y puso la televisión, supe que estaba completamente restablecido. La vida reanudó su curso, tranquila, dócil.
En los días que siguieron no paró de venir gente a la mercería y
diezdedosdeoro
superó las cinco mil visitas diarias. Por primera vez desde hacía veinte años, se me agotaron las existencias de botones de caseína, tagua y galalita, los encajes de cordoncillo y de guipur, los marcadores y abecedarios, así como las borlas. Borlas no había vendido ni una en el último año. Tuve la impresión de estar en el corazón de una película sentimentaloide de Frank Capra, y os aseguro que un buen baño de sentimentalismo de vez en cuando sienta de maravilla.
Cuando la emoción hubo pasado, Danièle, Françoise y yo hicimos paquetes con las colchas, los jerséis y las fundas de almohada bordadas que le habían regalado a Jo, y Danièle se encargó de darlos a una institución de beneficencia de la diócesis de Arras.
Pero el acontecimiento más importante de aquel período de nuestra vida, el que ponía a las gemelas histéricas desde hacía dos días, era que el boleto ganador de Euromillones había sido validado en Arras. ¡Mierda, en Arras, nos ha pasado rozando! ¡Hay que fastidiarse, habría podido tocarnos a nosotras!, exclamaron. ¡Sí, vale, dieciocho millones de euros son calderilla comparados con los setenta y cinco de Franconville, pero con todo y con eso…! ¡Dieciocho millones! ¡Ah, se me hace la boca agua solo de pensarlo!
Lo que las acaloraba todavía más, hasta llevarlas al borde de la apoplejía, era que el ganador aún no se había presentado.
Y que solo quedaban cuatro días para que finalizara el plazo y el dinero se acumulara en el bote para el siguiente sorteo.
N
o sé cómo, pero lo supe.
Supe, sin haber mirado todavía los números, que era yo.
Una posibilidad entre setenta y seis millones, y me tocaba a mí. Leí la combinación ganadora en
La Voix du Nord
. Todo coincidía.
El 6, el 7, el 24, el 30 y el 32. Las estrellas con los números 4 y 5.
Un boleto validado en Arras, en la plaza Héros. Una apuesta de dos euros. Una selección aleatoria.
18 547 301 euros y 28 céntimos.
Entonces me desmayé.
J
o me encontró en el suelo de la cocina, igual que yo había encontrado a mi madre en la acera treinta años antes.
Íbamos a hacer juntas la compra cuando me di cuenta de que me había dejado la lista encima de la mesa de la cocina. Fui a buscarla; mamá esperaba en la acera.
Cuando bajé, justo en el momento en el que puse el pie en la calle, la vi mirarme y abrir la boca, pero no salió ningún sonido de su garganta; su rostro se deformó, hizo la misma mueca que el horrible personaje de
El grito
, el cuadro de Munch, y se desplomó replegándose sobre sí misma como un acordeón. Habían bastado cuatro segundos para que me quedara huérfana. Había ido corriendo hacia ella, pero era demasiado tarde.
Siempre acudimos corriendo demasiado tarde cuando alguien muere. Como si apareciéramos por casualidad.
Se oyeron algunos gritos, un frenazo. Las palabras parecían brotar de mi boca como lágrimas; me ahogaban.