Me quedo clavada mientras lo observo revisar los libros. Extrae uno, lee algo en su interior y lo devuelve a la estantería.
»Cuando me di cuenta de que mis seres queridos no volverían más, me puse a pensar en la gran tragedia no solo de su muerte, sino también en la pérdida de su legado —prosigue—, porque, cuando se llevan a una familia entera y todos fallecen, ¿quién contará su historia?
—Nadie —murmuro.
—
Précisément
. Y, cuando eso ocurre, es como si sus vidas se hubiesen perdido dos veces. Fue entonces cuando comencé a crear mis propios registros.
Alarga la mano y coge otro libro y entonces sus ojos se iluminan y sonríe. Pasa unas cuantas páginas y se detiene en una. Guarda silencio un momento, mientras lee.
—¿Sus propios registros? —pregunto.
Asiente con la cabeza y me enseña la página en la que se ha detenido. Veo unos garabatos en letra cursiva que llenan páginas con renglones pulcros y bordes amarillentos.
—Mis listas de los desaparecidos —sonríe y añade—: y de los encontrados y de las historias que los acompañan.
Retrocedo un paso y observo con reverencia sus estanterías.
—¿Todos estos libros son sus listas?
—Sí.
—¿Y las ha compilado usted mismo?
Miro alrededor con incredulidad.
—Ocuparon mi tiempo durante aquellos primeros años —dice—. Así fue como dejé de vivir en la tristeza. Empecé a visitar sinagogas todos los días para consultar sus registros y hablar con todas las personas que encontraba.
—Pero ¿cómo reunió tanta información?
—A cada persona que encontraba le preguntaba los nombres de todos sus conocidos que hubiesen desaparecido y de todos sus conocidos que hubiesen sobrevivido. Familiares, amigos, vecinos: lo que fuera. Ninguna información era pequeña o
insignifiant
. Cada uno representaba una vida perdida o una vida salvada. A lo largo de los años, he escrito y reescrito sus memorias, las he organizado en volúmenes, he seguido las pistas que me daban y he buscado a los que han sobrevivido.
—Dios mío —murmuro.
—Cada una de las personas que ha sobrevivido después de estar en un campo —prosigue— tiene muchas historias que contar. Esas personas suelen ser la clave para saber quiénes han desaparecido y cómo. Para otros, la única clave que tenemos es que no han regresado jamás, pero aquí están sus nombres y todos los pormenores que conocemos.
—Pero ¿por qué no están estas listas en el Mémorial de la Shoah? —pregunto.
—No es el tipo de registro que llevan ellos —dice—. Allí se conservan los registros oficiales, los que hacen los gobiernos. Estos no son oficiales y, por ahora, quiero conservar mis listas conmigo, porque siempre encuentro nombres nuevos y es importante continuar el trabajo de toda mi vida. Cuando muera, estos libros irán al Mémorial. Tengo la esperanza de que también ellos los mantengan vivos y que, al hacerlo, mantengan vivas para siempre a las personas que pueblan estas páginas.
—Esto es increíble,
monsieur
Berr —le digo.
Asiente con la cabeza y sonríe apenas.
—No es tan increíble. Lo increíble sería vivir en un mundo en el que no hubiera necesidad de confeccionar listas de los difuntos. —Sin darme tiempo a responder, pone un dedo en la página del libro abierto y dice con tranquilidad—: Los he encontrado.
Lo miro confundida.
»A su familia —me aclara.
Abro mucho los ojos.
—Espere, ¿ha encontrado sus nombres? ¿Tan rápido?
Ríe entre dientes.
—He vivido dentro de estas listas muchos años,
madame
. Me las sé al dedillo.
Cierra los ojos un momento y después se concentra en la página que tiene delante.
—La familia Picard —dice—.
Dix, rue du Général Camou, septième arrondissement
.
—¿Y eso qué significa?
—Era la dirección de su abuela —dice—. El número 10 de la calle Général Camou. He procurado incluir las direcciones siempre que he podido. —Sonríe un poco y añade—: Su abuela debió de vivir en un lugar bonito, a la sombra de la torre Eiffel.
Trago saliva.
—¿Y qué más dice?
Sigue leyendo un poco antes de hablar.
—Los padres eran Albert y Cecile. Albert era médico. Los hijos eran Hélène, Rose, Claude, Alain, David y Danielle.
—Rose es mi abuela —susurro.
Alza la mirada del libro y sonríe.
—Entonces tendré que cambiar mi lista.
—¿Por qué?
—Porque en ella figura como dada por muerta el 15 de julio de 1942 en París. —Mira algo en la página, entornando los ojos—. Aquella noche salió y no regresó nunca más, según mis anotaciones. Al día siguiente se llevaron a toda su familia.
No me salen las palabras y me lo quedo mirando fijamente.
»El 16 de julio de 1942 —prosigue y su voz se ha suavizado—: el primer día de la redada del Vel’ d’Hiv.
Tengo la garganta seca. Es el arresto masivo de trece mil parisinos sobre el cual he leído algo en internet.
»Yo también estuve ahí —añade en voz baja—. Ese día se llevaron a mi familia.
Lo miro fijamente.
—Lo lamento.
Mueve la cabeza de un lado a otro.
—Fue el final de la vida que conocía antes —dice en voz baja— y el comienzo de la que vivo ahora.
Se produce un silencio.
—¿Y qué pasó? —pregunto por fin.
Mira a lo lejos.
—Vinieron a buscarnos antes del amanecer. No me lo esperaba. No sabía que podía ocurrir algo así. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que debí haberlo pensado. Todos deberíamos haberlo imaginado. Sin embargo, en la vida a veces es más fácil creer que todo va a salir bien. No queríamos ver la verdad.
—Pero ¿cómo podía haberlo imaginado? —pregunto.
Mueve apenas la cabeza.
—Es fácil mirar atrás y preguntárselo, pero tiene usted razón: habría sido imposible saber lo que se nos venía encima. A nosotros, mi mujer y mi hijo de apenas tres años, nos llevaron, como a muchos otros, al Vélodrome d’Hiver en el
quinzième
, cerca de la torre Eiffel y muy cerca del Sena. Allí había puede que siete mil o puede que ocho mil personas. Era difícil contarlos a todos. Un mar de gente. No había comida. Casi no había agua. Estábamos todos apiñados, como sardinas en lata. Algunas personas se suicidaban. Vi a una madre que asfixió a su bebé y pensé que estaba loca, pero, al final del tercer día, comprendí que lo había hecho por compasión. Después, cuando se puso a gemir, vi que un guardia la mató de un tiro. Recuerdo con nitidez que pensé: «Qué afortunada».
Su voz es monótona, pero los ojos se le empañan a medida que continúa.
—Estuvimos allí cinco días, antes de que nos trasladaran. El cuarto día se me murió en los brazos mi hijo, mi Nicolas. Y antes de que nos llevaran a Drancy y después a Auschwitz me separaron de mi mujer, aunque yo podía ver en sus ojos que ya se había ido. La pérdida de Nicolas le había quitado las ganas de vivir. Después me dijeron que no pasó la selección inicial en Auschwitz y que no lloró ni siquiera una vez cuando se la llevaron.
—Cuánto lo siento —murmuro, pero él le quita importancia con un ademán.
—Hace mucho tiempo —dice.
Veo que vuelve a concentrarse en su libro y estudia la página que ha dicho que contenía los registros que yo buscaba.
—
Alors
—dice y parpadea unas cuantas veces—, su familia: los Picard de la Rue du Général Camou. Los dos más pequeños, David y Danielle, murieron en Auschwitz. Al llegar. David tenía ocho años y Danielle, cinco.
—Dios mío —musito—. Eran criaturas.
Monsieur
Berr asiente con la cabeza.
—La mayoría de los más jóvenes no regresaron. Los llevaron enseguida a la cámara de gas, porque los alemanes los consideraban inútiles. —Traga saliva y sigue leyendo—: Hélène, de dieciocho años, y Claude, de dieciséis, murieron en Auschwitz en 1942, lo mismo que la madre, Cecile. El padre, Albert, murió en Auschwitz a finales de 1943. —Hace una pausa y añade en voz baja—: Aquí dice que trabajó en el crematorio hasta que, en invierno, cayó enfermo. Debió de ser terrible para él, porque sabía lo que le esperaba.
Las lágrimas asoman a mis ojos y esta vez es demasiado tarde para apartarlas con un parpadeo.
Monsieur
Berr guarda silencio mientras los ríos me corren por las mejillas. Sus palabras tardan un rato en adentrarse en mi alma.
—¿Murieron todos allí? —susurro—. ¿En Auschwitz?
Me mira a los ojos y asiente lentamente con la cabeza, con cara de tristeza.
—¿Y Alain? ¿Cómo murió él?
Por primera vez,
monsieur
Berr se muestra sorprendido.
—¿Morir? Pero si fue él quien me facilitó esta información.
Me lo quedo mirando fijamente.
—No comprendo.
Vuelve a mirar la hoja entornando los ojos.
—Pues sí, esta entrevista está fechada el 6 de junio del 2005. Lo recuerdo. Un hombre muy agradable. Ojos bondadosos. Siempre se sabe cómo es una persona por sus ojos. Estaba jugando al ajedrez con otro superviviente, un hombre que yo conocía. Así fue como llegué hasta él.
—Un momento —le digo. El corazón me late con fuerza mientras trato de comprender lo que me dice—: ¿Me está diciendo que Alain Picard, el hermano de mi abuela, aún está vivo y que ha hablado con él?
Monsieur
Berr parece preocupado.
—
Bien sûr
, estaba vivo en el 2005. No he vuelto a saber de él desde entonces. Nunca fue deportado, aunque padeció durante la guerra, como todo el mundo. Me dijo que se escondió y que, durante casi tres años, apenas tuvo qué comer. Un hombre, su antiguo profesor de piano, le proporcionaba un lugar donde dormir las noches de invierno más frías, pero le daba miedo poner en peligro a su propia familia, de modo que Alain dormía en las calles y a veces las monjas le daban algo de comer. Debe de tener ochenta años, si es que sigue vivo. Claro que yo tengo noventa y tres, querida, y, por ahora, no pienso rendirme.
Sonríe, pero me he quedado demasiado anonadada para responder.
—El hermano de mi abuela —murmuro—. ¿Y sabe usted dónde está?
Monsieur
Berr coge un bloc.
—¿Tiene un bolígrafo? —pregunta.
Asiento con la cabeza y busco en mi bolso. Anota algo en un trozo de papel, lo arranca y me lo entrega.
—Esta es la dirección que me dio en el 2005. Queda en el Marais, el barrio judío, cerca de la Place des Vosgues. Allí lo encontré jugando al ajedrez.
—Mi hotel queda por allí —le digo.
Miro la dirección que me ha dado: 27, Rue du Foin, 2 B. Siento un escalofrío que me baja por la espalda.
—Pues bien —dice
monsieur
Berr—, vaya ahora mismo. El pasado no espera a nadie.
A
tónita y sin dar crédito, me despido de
monsieur
Berr y bajo corriendo las escaleras. Mis pies me conducen otra vez hacia el Sena, donde me subo a un taxi en la calle principal y entrego al conductor el trocito de papel que me acaba de dar
monsieur
Berr. El taxista refunfuña y se aleja del bordillo. Va cambiando de un carril a otro, cruza por un puente sobre el Sena y vuelve a girar hacia el este, donde continúa paralelo al río, mientras veo las torres gemelas de Notre-Dame cada vez más cerca por la ventanilla derecha. Finalmente tuerce a la izquierda y, después de una serie de giros y de vueltas, se detiene con un chirrido de los frenos delante de un edificio de piedra gris con un par de puertas inmensas de madera oscura. Le pago y, mientras se aleja, me acerco al portero automático.
Allí, en blanco y negro, está el nombre «Picard, A». Respiro hondo y aprieto el timbre situado junto al apellido, ya familiar. Solo entonces me doy cuenta de que me tiemblan las manos.
El corazón me late como loco mientras espero. No contestan. Aprieto otra vez el timbre, pero siguen sin responder. Me desespero. ¿Y si es demasiado tarde? ¿Y si ha muerto? Me digo que también es posible que simplemente haya salido: es media tarde de un día precioso de otoño. Puede que haya ido a dar un paseo o a comprar. Me quedo en el exterior del edificio unos minutos, con la esperanza de que entre o salga alguien a quien poder preguntarle por él, pero la calle está en silencio y no pasa nadie.
Miro el reloj. Tal vez esté en la Place des Vosgues jugando al ajedrez, como dijo
monsieur
Berr. Saco el plano, busco la sección correspondiente y veo que el parque queda a menos de una manzana de donde estoy. Me vuelvo y echo a andar en esa dirección.
En el camino me detengo en una cabina telefónica y, después de pasar unos minutos tratando de conseguir un operador que hable inglés, uso mi tarjeta Visa para llamar al teléfono móvil de Annie. Me doy cuenta de que probablemente esté durmiendo y no responda, pero de pronto me muero por contarle lo que he averiguado. Responde el contestador automático y, aunque me lo esperaba, me desilusiono igual. No sé si contarle algo de Alain, pero, en cambio, le digo: «Justo estaba pensando en ti, cielo, y quería saludarte. París es precioso. Creo que he averiguado algo, pero trato de no hacerme muchas ilusiones. Te llamo después. Te quiero».
Al cabo de cinco minutos entro en la Place des Vosgues por el central de los tres arcos de piedra que hay debajo de un edificio. Toda la plaza está rodeada por construcciones uniformes de ladrillo y piedra, con techos grises, puertas ventanas y balcones estrechos. Casi veinte árboles altos con hojas de color verde irlandés rodean una estatua ecuestre situada en medio del parque rectangular, mientras que cuatro fuentes con dos niveles se yerguen en las cuatro esquinas ajardinadas, enmarcadas por senderos de tierra.
Miro alrededor para ver si alguien coincide con la descripción general de Alain, pero, de momento, el hombre más viejo que he visto —uno que pasea a un perrillo negro— no puede tener mucho más de sesenta años. Recorro rápidamente el parque a lo largo, mirando a la cara a todas las personas con las que me cruzo, pero aquí no hay nadie que pueda ser Alain. Suspiro acongojada y salgo por donde entré. Empiezo a caer en la cuenta de que podría no encontrarlo, ni aquí ni en ninguna otra parte. Aparto la sensación de amarga decepción: todavía no me puedo dar por vencida.
Deambulo hacia el este para hacer tiempo antes de regresar a la dirección que me ha dado
monsieur
Berr. Giro unas cuantas esquinas, paso junto a edificios de apartamentos y tiendas, hasta llegar a una calle estrecha llena de gente que entra y sale rápidamente de tiendas de diseño. «Rue des Rosiers», leo en un letrero. Recorro la calle y contemplo una combinación desconcertante de carnicerías, librerías y sinagogas de aspecto antiguo que alternan con tiendas de ropa modernas.