Schrecker se equivocaba. Marc sabía por experiencia que Reverdi actuaba según un plan estudiado. De lo contrario, lo habrían detenido tras su primer crimen. Preparaba su trampa. Conseguía atraer a la joven a su guarida y después hacer desaparecer el cuerpo. Sin embargo, el abogado tenía razón en un punto: actuaba dominado por un arrebato. Caótico, desenfrenado. Algo, un detalle, le ordenaba asesinar. ¿Qué?
Unas punzadas heladas le recorrieron el cuerpo. Ese era el tipo de clave que le gustaría descubrir. La chispa del mal en el cerebro del asesino. Esa idea le hizo formular otra pregunta:
—¿Qué posibilidades tengo de entrevistarlo?
—Ninguna. Por el momento su estado mental es confuso, pero cuando se recupere no dirá ni una palabra. Desde Camboya no ha aceptado ninguna entrevista.
—¿Desde Camboya?
—Una periodista consiguió verlo cuando estaba encarcelado en el T-5, la prisión de Phnom Penh. Pero no obtuvo ninguna revelación. Como de costumbre, hizo el papel de «príncipe de las mareas» en ósmosis con los elementos. En fin, todas esas chorradas. Se negó a hacer comentarios sobre la acusación.
—¿Sabe su nombre?
—Pisaï no sé qué, creo… Trabaja en el
Phnom Penh Post
.
Marc se despidió del abogado sin extenderse en promesas y agradecimientos. Miró el reloj: las once de la mañana. Las cinco de la tarde en Phnom Penh. Se conectó a internet para buscar los datos de contacto del periódico camboyano. Vio que Schrecker le había mandado ya un mensaje electrónico: las fotos de las víctimas de Phuket.
Marc abrió los dos documentos con el programa Picture Viewer. El abogado tenía razón: las desaparecidas eran guapas, pero no se parecían. Y no tenían ningún punto en común con Pernille Mosensen y Linda Kreutz. Una tenía un rostro de líneas cuadradas y expresión decidida, acentuada por llevar el pelo peinado hacia atrás. La otra se ocultaba detrás de largos cabellos rizados y miraba de soslayo. Las únicas similitudes entre esas nómadas eran su edad y su tez bronceada: chicas de la carretera y del sol.
Schrecker había añadido las presuntas fechas de desaparición: marzo de 1998 en el primer caso y enero de 2000 en el segundo. Marc imprimió las fotos en el mismo formato que las de Pernille y Linda; luego colocó las cuatro, una junto a otra, sobre la mesa, como cartas de una baraja. Un extraño solitario, en el que había un solo vencedor.
Si esas cuatro mujeres eran realmente víctimas de Reverdi, ¿por qué las había elegido? ¿Poseían algo que Marc no veía, un signo, una particularidad que desencadenaba su locura asesina?
Clavó las fotos en la pared con chinchetas y después se puso de nuevo a buscar los datos de contacto del
Phnom Penh Post
. En la redacción del diario, un periodista anglófono le dio el número de móvil de Pisaï van Tham.
Lo marcó.
—¿Sí?
Marc empezó a explicarse en inglés, pero la mujer lo interrumpió en francés. Con una alegría manifiesta. Su voz era extraña, a la vez dulce y nasal. La periodista no parecía extrañada por su llamada; al parecer, no era el primero.
—¿Quiere mi entrevista por e-mail? ¿El texto en inglés?
Marc le dio su dirección electrónica y continuó hablando:
—Es usted la única persona que consiguió una entrevista con Jacques Reverdi. Desde entonces no ha vuelto a hablar…
Se oyó una risita vanidosa al otro lado del hilo telefónico.
—¿Cómo se las arregló? ¿Cómo explica ese favor?
Volvió a sonar la risa…, un tenue maullido. A Marc le hizo pensar en un gato precioso. Pelaje dorado, ojos verdes y languidez calculada.
Muy sencillo. Yo era mujer.
—¿Mujer?
—Jacques Reverdi seductor. Hombre de mujeres.
—Cuando lo vio, ¿cómo era?
—Encantador. —Volvió a maullar—. ¡Hombre de mujeres!
Un recuerdo acudió a su mente. Tradicionalmente, los apneístas eran grandes seductores. Jacques Mayol, Umberto Pelizzari: auténticos rompecorazones. Pero para Reverdi el amor no era más que una máscara.
—Sobre todo sonreír —continuó Pisaï—. Muy lento, muy suave. Como fruto, ¿comprende? Y voz muy cálida. A mujeres encanta eso, ya sabe… Y él ama mujeres.
Empezaba a ponerlo nervioso con su horrendo francés y sus monerías.
—¿Cree que es culpable?
—Seguro. Mata mujeres.
—En Phnom Penh lo dejaron libre, ¿no?
—Eso, justicia Camboya. Pero culpable, seguro. Yo percibí detrás sonrisa… Quiere la piel de las mujeres.
—Acaba de decir que las ama.
—Exacto. Asesinato, último grado de seducción. Estudié francés en la Sorbona.
Don Juan
de Molière. Comprendí verdad profunda. La seducción es destrucción. Don Juan es un asesino. Mata a Elvira. Le roba el corazón, el alma, la vida. Reverdi, igual. Asesino de mujeres.
Rió de nuevo, con un matiz de miedo fingido. Marc comprendía de un modo confuso lo que quería decir. El asesinato como paroxismo de la posesión. La gatita concluyó:
—Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera.
—¿Es posible verlo en Ipoh?
—Ya no está en Ipoh.
—¿Cómo?
—Reverdi ha salido de hospital.
Marc olvidó la cortesía:
—¡Mierda! ¿Y dónde está?
—Prisión Nacional de Kanara, cerca de Kuala Lumpur. Salió ayer tarde, jueves 13 febrero. Psiquiatras han dicho: curado. En todo caso, lúcido. Responsable de sus actos.
Marc no sabía si se trataba de una buena o una mala noticia. No tenía ni un solo contacto. Y seguía sin saber el nombre del abogado.
—¿Quién ha decidido el traslado?
—Él. Ha pedido ir a prisión… normal.
—¿Él lo ha pedido?
—Si hay algo que no quiere, es que lo tomen por loco.
Bajo la tapadera de plástico, la comida estaba compartimentada.
En el hueco más grande, unos trozos marrones, seguramente cordero, flotaban en una salsa grasienta. Al lado, un puñado de arroz apelmazado. En las otras dos cavidades, una porción de queso dentro de un envoltorio de plástico y un pequeño plátano negro.
Sentado en el suelo, con el torso desnudo, Jacques Reverdi hizo un cálculo mental de las calorías que tenía delante. Sumando esa comida al desayuno y a la cena, obtenía alrededor de mil seiscientas calorías. O sea, una carencia diaria de mil calorías en relación con su régimen habitual. Tendría que encontrar la manera de compensar ese desequilibrio.
Levantó los ojos al tiempo que colocaba una mano a modo de visera para protegerse del sol. A las once de la mañana, el patio era de una blancura cegadora. Los presos esperaban en fila india la comida. Todos con camiseta blanca, se refugiaban en la sombra de la pared del comedor. Sus siluetas se estiraban sobre el suelo como largos tentáculos orgánicos y negros. Otros presos comían ya al pie de las construcciones más alejadas, doblados sobre la bandeja.
Los edificios principales —cantina, locutorio, oficinas— estaban agrupados en el centro de la explanada y parecían modelados directamente en el asfalto. Los presos circulaban con toda libertad, pero después de dar unos pasos encontraban siempre un muro pegado al suelo o una puerta cerrada a cal y canto. Era solo una apariencia de libertad que planeaba sobre el lugar, un espejismo.
Reverdi levantó más los ojos y observó las torres de vigilancia que se alzaban en las cuatro esquinas del patio. Sobre los muros ciegos que se extendían entre esas torres había rollos de alambre cuyos espinos habían sido reemplazados por cuchillas de afeitar.
Sonrió: ese cuadro hostil le gustaba.
Cualquier cosa era mejor que estar en Ipoh.
Además, tratándose de un hombre detenido en flagrante delito de asesinato, no se las apañaba tan mal. Mientras empezaba a comer con los dedos, hizo recuento de sus golpes de suerte sucesivos. Primero se había librado por un pelo del linchamiento en Papan. Luego, pese a hallarse en trance, no había revelado ningún elemento del Secreto. Ya estaba seguro. Su última conversación con el psiquiatra de Ipoh, la víspera de su traslado, se lo había confirmado: nadie sabía absolutamente nada.
Después, había logrado acabar en Kanara, donde se había confundido entre la masa. Dos mil detenidos, entre ellos los peores criminales del país: asesinatos, violaciones, tráfico de drogas. A lo que se sumaba un bloque reservado a las mujeres y otro edificio que albergaba a los menores. Una verdadera ciudad, compuesta de bloques blancos o beis, que reflejaban el sol durante todo el día y deslumbraban tanto que acababan por acribillar los ojos de motas negras.
Al llegar, Reverdi había temido lo peor. En el momento del registro había visto que las paredes de la oficina de admisión estaban llenas de recortes de prensa relativos a su detención. Los guardias iban a disfrutar destrozando a la «fiera» occidental. Por más que ahora se llamase 243-554, seguía siendo una estrella occidental. Un asesino famoso que se mofaba, simplemente por su renombre, de la autoridad carcelaria.
Pero se había equivocado: la tendencia era a la tranquilidad. Ni siquiera lo habían llevado a la zona de alta seguridad. Por un inexplicable milagro, le daban libertad de movimientos, es decir, libertad para cocerse durante diez horas en ese patio.
Empezaba a creer que tenía allí un ángel de la guarda. Sobre todo cuando había visto su celda. Casi un estudio de cinco metros cuadrados. Paredes recién pintadas en color crema, suelo de cemento donde había enrollada una estera. Todo lo que le gustaba: pureza y desnudez. Incluso había, a la derecha, un tabique bajo revestido de azulejos grises que delimitaba un cuarto de aseo, con ducha y váteres. Ni pintadas guarras, ni agujero en el cemento tapado con un cartón para contener los olores, ni huellas negruzcas en el suelo, indicativas del paso de los presos anteriores. El espacio estaba como nuevo.
Y sobre todo, estaba solo. Ni rastro de hacinamiento humano, de compañeros apestosos haciéndose pajas a su lado, como en el T-5. Ni siquiera otro preso para compartir su palacio. Ese aislamiento no era una medida de seguridad, estaba seguro, sino un verdadero privilegio.
Cuando el guardia le llevó una pastilla de jabón y una toalla, Reverdi le preguntó a quién le debía todo eso. El hombre se encogió de hombros en señal de ignorancia.
—Es el menú europeo.
Una voz acababa de expresarse en francés a su lado. Reverdi volvió la cabeza: un hombre menudo, que se perdía dentro de la camiseta, se había materializado junto a él.
—El queso —añadió— es un pequeño «plus» para los occidentales.
Se sentó al estilo asiático, sobre los talones. Jacques abrió la boca para soltarle un «lárgate» tajante, pero cambió de opinión. El resto de los hombres que estaban en el patio lo observaban. Tamiles de rostro de piel quemada, malayos de tez azafranada, chinos de tonos cobrizos. Llevaba años relacionándose con esas poblaciones. Simplemente pensar en hablarles, en enfrentarse de nuevo a su lengua, a sus manías, a sus prejuicios, hacía que lo invadiera una sensación de cansancio. Un francés supondría un cambio.
Le sonrió sin contestar. El hombre era minúsculo. Reverdi pensó en un pequeño mono gris; de esos que viven en grupo para defenderse mejor en la selva. Su rostro, curtido como el cuero, era horrible. Agrietado, marcado, hundido. Se hubiera dicho que lo habían modelado a golpe de navaja y de puño de hierro. Recordaba a Chet Baker, cantante y trompetista cool, de una belleza lánguida cuando era joven y que poco a poco se había arrugado, apergaminado, hasta ofrecer una cara curvada, de órbitas profundas, aplastada hacia el interior. En el preso se sumaba además la deformidad: tenía labio leporino, y esa hendidura oblicua parecía paralizarle el lado izquierdo del rostro.
—Me llamo Éric —dijo, tendiendo la mano.
Reverdi se la estrechó.
—Jacques.
—No hace falta que te presentes. Ya eres la estrella aquí.
—¿Hay más franceses?
—Solo nosotros dos. Hay también dos ingleses, un alemán y un puñado de italianos. El cupo europeo acaba ahí. Todos estamos por tráfico de drogas. A la mayoría le ha caído la perpetua. A mí me condenaron a muerte por treinta gramos de heroína, pero la pena ha sido conmutada por veinte años de cárcel. Si nos portamos bien, nos dejarán a todos en libertad al cabo de diez o quince años. Nadie se queja. Cualquier cosa es mejor que la cuerda.
Éric se calló, sin duda lamentando haber mencionado la horca delante de Jacques. Apoyó el culo en el suelo y se puso a limpiarse las uñas de los pies.
—Tenemos suerte de ser franceses. La embajada nos envía un médico todos los meses para comprobar nuestro estado de salud, así que no pueden apalearnos. Los guardias se desquitan con los indonesios o los que no tienen embajada en Malaisia. —Se echó a reír, concentrado en los dedos de los pies—. ¡Se ponen las botas!
Reverdi observaba a un grupo de guardias con uniforme verde oscuro y la porra en la mano, de pie en el patio. Tenían una pinta más sospechosa que los propios presos.
—Háblame de los guardias.
—Hasta el año pasado, todo iba bien. Incluso había bastante tranquilidad. Kanara está considerada una prisión modelo, de esas modernas. Pero en diciembre cambiaron al jefe de seguridad. Un tipo llamado Raman vino con sus muchachos y desde entonces esto es un infierno.
Jacques apoyó la cabeza contra la pared.
—He conocido toda clase de infiernos.
—Raman es un chiflado. Y un corrupto. Está pringado hasta el cuello, pero eso es normal. La originalidad es que es musulmán practicante, rayando en el integrismo, y además pederasta. Todo eso no casa bien dentro de su cabeza de alcornoque. A veces tiene arrebatos de furia increíbles y se desahoga con nosotros. Pero las palizas no son lo peor. Lo peor son los momentos de tranquilidad…, no sé si me entiendes. Por el momento, yo he podido librarme, y prefiero no imaginar lo que pasa en las duchas.
Reverdi sonrió, pensando: «De algo te sirve ser feo». Seguía mirando a los hombres uniformados, que también lo observaban a él. Le parecían inquietos, anormalmente nerviosos.
—Se chutan, ¿no?
—Solo los muchachos de Raman. Se meten coca, ácidos, anfetas… Cuando están con un bajón de yaa-baa, te conviene estar fuera del alcance de su porra.
Desde hacía unos quince años, lo que más abundaba en el Sudeste Asiático eran las anfetaminas. Una de ellas, el yaa-baa, se consideraba una plaga. Era una pastilla pequeña con forma de corazón y sabor de fresa o de chocolate, que destrozaba los circuitos neuronales y provocaba unos ataques de una violencia inaudita. En Tailandia, los periódicos dedicaban con regularidad la primera página a las muertes provocadas por el yaa-baa.