La línea negra (3 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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No tardó en ser conocido por el apodo del Rapiñador. Su especialidad: robar fotografías íntimas de las familias que, por una u otra razón, estaban en el candelero. ¿Que unos padres se hallaban desbordados por el éxito mediático de su hijo? Él estaba allí, sonriente, cálido, pero birlando discretamente las fotos de encima de la chimenea. ¿Que un padre y una madre, cuya hija de corta edad acababa de ser asesinada, estaban hundidos? Él se mostraba compasivo, pero aprovechaba la desesperación general para rebuscar en la caja de zapatos que contenía los archivos fotográficos de la familia.

Cuando las fotos había que hacerlas, se asociaba, según el caso de que se tratara, con el mejor fotógrafo, venido muchas veces de otros pagos. ¿Un lugar de observación peligroso sobre La Roca de Mónaco? Llamaba a un alpinista capaz de entrar en el Principado sin pasar por la aduana para que escalara el acantilado. ¿Una imagen relámpago de los pechos de Ophélie Winter? Daba con el fotógrafo más rápido, uno de esos virtuosos de los Juegos Olímpicos capaces de tomar la foto perfecta en la salida de los cien metros. ¿Una escena que había que captar de noche, a más de ochocientos metros? Hablaba con un fotógrafo de animales, especialista en el mundo nocturno e inventor de objetivos con infrarrojo.

En 1994 encontró por fin una pareja completa, eficiente en todos los frentes. Vincent Timpani, coloso de pelo largo, exuberante, escabroso, pero capaz de permanecer al acecho noches enteras y de conseguir una imagen clara en cualquier circunstancia. Un gorila que, llegado el caso, podía enfrentarse a guardaespaldas y que no dudaba en infringir la ley; en varias ocasiones habían violado juntos el domicilio de una estrella. Peligroso, pero rentable.

Vestidos de bombero, con la cazadora verde de los aviadores ingleses, llevando un pasamontañas negro enrollado sobre la frente, organizaban auténticas operaciones de comando. Llevaban una vida agitada en la que nunca faltaba la excitación. Todo les iba viento en popa. A mediados de los años noventa, las revistas francesas competían encarnizadamente en el terreno de los famosos.
Paris-Match, Voici, Gala
y
Point de vue
libraban una guerra abierta por los mejores negativos.

Amasaron una verdadera fortuna.

Pero Marc no trabajaba por el dinero. Solo se había comprado, al contado, un estudio en el distrito IX que ni siquiera se había tomado la molestia de amueblar. Él buscaba otra cosa: olvidar. Su único triunfo era haber logrado, a fuerza de agitación, hacer retroceder sus pesadillas y encerrar en un rincón de su mente la imagen de Sophie. No había arreglado nada a fondo. Pero así y todo era un éxito. Exhibía con orgullo su piel de cerdo.

Marc era un superviviente.

Y los supervivientes tienen derecho a todo.

1997. Marc y Vincent iban de la isla Mosquito a Gstaad; de Sperone, en Córcega, a Palm Beach, en Florida. Imposible parar: la fiebre de los famosos estaba llegando a su punto culminante. Marc intuía que eso no iba a durar. El viento iba a cambiar, no solo para ellos, sino para todo el mundo. Las revistas se hundían bajo el peso de las imágenes indiscretas. Y también bajo el peso de las demandas presentadas al día siguiente de la publicación de cada número. Las celebridades multiplicaban las protestas, se manifestaban en las tribunas libres de los otros medios de comunicación. Y los lectores empezaban a sentirse incómodos ante tanto voyeurismo. El umbral de la tolerancia se acercaba.

Marc imaginaba un declive progresivo, una caída lenta. No había previsto que ese declive sobrevendría en unas horas. Cortante como una cuchilla.

La cuchilla fue la noche del 30 de agosto de 1997.

Marc nunca se había interesado por lady Diana: demasiada competencia. Prefería trabajar en solitario, en casos más retorcidos, más sorprendentes. Así pues, debería haberse enterado de la noticia de su muerte igual que la mayoría de la gente, a la mañana siguiente, el 31, a través de la radio o de la televisión.

Pero no. A la una de la madrugada, Vincent lo había llamado.

Marc tardó unos minutos en procesar los datos: Diana y Dodi al-Fayed perseguidos por un grupo de
paparazzi
por los muelles del Sena; el accidente en el túnel de Alma. Vincent era uno de los fotógrafos que seguían al Mercedes. Por teléfono, hablaba como una ametralladora y daba los detalles desordenadamente: los cuerpos incrustados en la chapa, el claxon bloqueado sonando en el túnel, los colegas que habían seguido haciendo fotos y los que habían intentado ayudar a los pasajeros.

Marc se dio cuenta de que ese insólito accidente suponía el fin del oficio… y de la buena racha. Esa era la visión a largo plazo. A corto plazo, comprendió que el coloso había tomado fotos. Y que había conseguido escapar, mientras que los otros
paparazzi
habían sido detenidos por la poli. Durante unas horas, Vincent poseía las únicas imágenes del mercado. Una fortuna.

Marc se hizo mentalmente una pregunta: ¿era un hombre o un simple buitre? A modo de respuesta, se oyó preguntar en un tono glacial:

—¿Las fotos que tienes son digitales?

Quedaron en reunirse en la redacción de una de las revistas parisienses más importantes. Vincent tenía que revelar primero las imágenes urgentemente; había trabajado con película convencional. Marc llegó a las dos y media. Cuando vio a los hombres todavía con la cazadora puesta, de pie alrededor de la mesa de montaje, comprendió que las noticias se habían agravado. Diana agonizaba en el hospital de La Pitié-Salpêtrière. Había sufrido dos paradas cardíacas y los médicos estaban operándola.

Marc se acercó a la mesa donde brillaban las diapositivas. Esperaba ver imágenes de carne desgarrada, regueros de sangre en la carrocería, una carnicería abyecta. Vio el rostro diáfano, radiante de la princesa. Tenía los ojos ligeramente hinchados y una gota de sangre resbalaba por su sien, pero su belleza permanecía intacta. Incluso parecía poseer, bajo las contusiones, una juventud y una frescura conmovedoras. Era un verdadero ángel hecho carne, con ojeras, cardenales, sangre y una presencia que encogía el corazón.

Lo peor era otra imagen, sin duda la última de Diana consciente. La princesa, iluminada por un flash, lanzaba una mirada asustada a través de la luna trasera del coche hacia los fotógrafos que acababan de cazarla. Marc leyó la verdad en esa mirada. Diana no iba a morir por un fallo en la conducción, ni siquiera a causa de los fotógrafos que la seguían esa noche. Iba a morir como consecuencia de esos largos años de persecución durante los cuales había sido acosada, acechada, no solo por fotógrafos, sino por el mundo entero. Iba a morir como consecuencia de la curiosidad humana, de esa fuerza oscura que había concentrado en ella todas las miradas, todos los deseos. Un acoso que había comenzado en la noche de los tiempos, con el deseo de ver, de saber, inscrito en los genes del hombre.

—Os lo advierto. Yo no la vendo.

Marc reconoció al fotógrafo que acababa de hablar; tenía lágrimas en los ojos. Comprendió que era el autor de la foto «luna trasera»; las otras, las de Diana entre la chapa estrujada, eran las de Vincent. Lo buscó con la mirada: el gigante parecía intimidado, balanceaba el cuerpo pasando el peso de un pie al otro, con el casco en la mano.

Marc contempló a los otros hombres: los periodistas de guardia, el jefe del servicio fotográfico, al que habían despertado en plena noche. Todos pálidos, demacrados incluso, con la luz de la mesa de montaje iluminándolos desde abajo. En ese momento, sin que se pronunciara una sola palabra, hubo un acuerdo tácito: nadie vendería ni publicaría esas imágenes.

A las cuatro estalló la noticia: Diana había muerto.

Entonces la fiebre subió. Los teléfonos móviles ya no pararon de sonar. Las ofertas procedían de las redacciones de todo el mundo. Las pujas se aceleraban. Marc observaba por el rabillo del ojo a Vincent y a algunos fotógrafos más que habían llegado entretanto con otras fotos. Respondían vacilando, tomando nota de las sumas que no dejaban de aumentar. De vez en cuando se miraban en los cristales de la sala de redacción y también ellos debían de preguntarse: ¿hombres o buitres? Marc se marchó a las seis de la mañana, después de haber llegado a un acuerdo con Vincent: no venderían nada.

Marc se dirigía hacia su coche cuando su teléfono móvil sonó. Reconoció la voz: uno de sus contactos en la policía judicial. «Estamos esperando el certificado de defunción de Diana. ¿Te interesa?» Marc imaginó el cuerpo blanco, tendido sobre la mesa de operaciones. Ese cuerpo que él mismo había profanado hacía unos años vendiendo unas fotos en las que se distinguía, en el nacimiento de los muslos de la princesa, unas marcas de celulitis. El periódico había publicado las imágenes aumentando y rodeando con un círculo rojo la zona «interesante». Marc se había embolsado ochenta mil francos por ese reportaje de interés general. Ese era el mundo en el que vivía. Colgó sin contestar.

Una hora más tarde, el policía volvió a llamar: «Acabamos de recibir el certificado por fax. Tenemos los resultados del análisis de sangre. Posiblemente estaba embarazada. ¿Sigue sin interesarte?». Marc dudó de nuevo, por guardar las formas; luego, movido por una oscura voluntad de tocar fondo, dijo: «Te espero en el Soleil d'Or dentro de media hora. Llevaré el papel». El Soleil d'Or era el bar más próximo al número 36 del Quai des Orfèvres, la sede de la policía judicial. En cuanto al «papel», siempre había que llevar al informador un paquete de folios corrientes para meter en la fotocopiadora: los que utilizaban los servicios policiales llevaban unas marcas características y, si el caso llegaba a los tribunales, constituían una prueba material contra dichos servicios.

Una hora más tarde, tenía en la mano la copia del documento. Dos horas más tarde, la ofrecía a una de las redacciones más importantes de París. Una primicia inestimable. Sin embargo, la dirección dudaba ante ese certificado: nada garantizaba su autenticidad, y aquello iba demasiado lejos, era demasiado fuerte. Al mismo tiempo, fuera se hablaba de linchar a los
paparazzi
y, en general, a los medios de comunicación, los «asesinos de Diana». Sin estar segura de que fuera a publicarlo, la revista pagó una «garantía» y preparó una compaginación; el propio Marc escribió el texto allí mismo. Pero entonces sucedió un hecho inédito: las secretarias del servicio de estenotipia se negaron a teclear el artículo. Era excesivo. Aquella rebelión hizo que la redacción diera marcha atrás y optara por una solución intermedia. Mencionarían el posible embarazo en el artículo, pero no publicarían el certificado.

Marc, rabioso, cogió su prueba material y se metió en los lavabos del periódico. Allí quemó el documento. En ese preciso instante, el asco inundó su garganta. No cabía duda: era una auténtica basura. Contempló las llamas que se retorcían entre sus dedos y decidió que ese oficio se había acabado para él. Llevaba cinco años pactando con el diablo y en ese momento estaba quemando, simbólicamente, su contrato maléfico.

Emprendió un viaje. Casi a su pesar, volvió a Sicilia, y solo tardó dos días en encontrarse, sin siquiera haber pensado en ello, en Catania. Una especie de peregrinación, con la salvedad de que no se acordaba de nada. En las calles de lava negra, intentó una vez más recordar las horas inmediatamente anteriores a la desaparición de Sophie. ¿Cuáles habían sido sus últimas palabras? Pese a su amor intacto, pese al hecho de que no pasaba un día sin pensar en ella, era incapaz de reconstruir esas últimas horas.

En Sicilia tomó otra decisión. A la manera de un hombre que, acosado durante años, de repente da media vuelta y opta por luchar contra sus perseguidores, Marc decidió mirar hacia atrás y enfrentarse por fin a sus propios demonios. Los cinco años de agitación, de tejemanejes, de fotos indiscretas solo tenían un objetivo: sembrar la confusión, ocultar lo que realmente le obsesionaba. Había llegado el momento de consagrarse a su verdadera obsesión.

El crimen.

La sangre y la muerte.

Ofreció sus servicios a una nueva revista de sucesos,
Le Limier
. Marc no tenía el perfil requerido para ese puesto, pero su carrera demostraba que tenía dotes de investigador. A los cuarenta años, partió de cero. Por quinta vez. Después de haber sido pianista, periodista de ámbito regional, gran reportero y
paparazzo
, ahora se dedicaba a los sucesos. Le asignaron la crónica judicial. Pasó días en los juzgados, cubrió los crímenes más sórdidos, observó a los asesinos en el banquillo de los acusados. Ajustes de cuentas, robos abyectos, crímenes pasionales, infanticidios, incestos… No faltaba ni una vileza. Pero Marc se sentía decepcionado. Él esperaba descubrir, frente a los acusados, una verdad. La marca ancestral del crimen.

Lo que veía era más espantoso aún: no veía nada. La trivialidad del mal. Semblantes más o menos arrepentidos, más o menos expresivos, que siempre parecían ajenos a los hechos evocados. Esos seres humanos que habían matado a sus hijos, descuartizado a su cónyuge o destripado a su vecino por unos euros parecían haber sido dominados por una fuerza desconocida, extraña.

A veces, Marc intuía lo contrario. La pulsión de destruir siempre había estado ahí, en el fondo de su mente. Pertenecía a los genes del hombre, a su cerebro primitivo, y no hacía sino esperar una oportunidad para surgir.

Pasaron los años. Trabajó en cientos de casos. No solo procesos, sino también investigaciones criminales sin resolver. Conocía a todos los agentes de la policía criminal, a los magistrados, a los abogados. Y a los criminales. Estaba en su casa tanto en la Brigada Criminal del Quai des Orfèvres como en el locutorio de la prisión de Fresnes. Comía con los mejores investigadores y entrevistaba a los peores asesinos. Buscaba, observaba, descubría. Pero lo esencial se le escapaba siempre. No conseguía contemplar el rostro del Mal.

Sin embargo, no desesperaba. Después de cinco años en
Le Limier
, seguía aguardando el caso, el «delito flagrante», la confesión que le permitiría por fin descubrir la luz negra. Vivía en sus parajes, así que acabaría por sorprenderla.

—¿Otro café, señor?

El camarero estaba de nuevo ante él. Marc miró el reloj: las cinco de la tarde. Había tardado más de una hora en hacer el balance de su vida. Se frotó los ojos como si saliera del cine.

—No, gracias. Por hoy es suficiente.

El camarero lo gratificó con una sonrisa de satisfacción, sobre todo cuando lo vio recoger sus carpetas y sus notas. Antes de marcharse, Marc entró en los lavabos para refrescarse. Se sentía más ajado que el pañuelo de una jovencita con mal de amores.

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