De pronto me entero de que soy la comidilla del pueblo.
Mi interlocutora se me acerca más para contestar.
—Verás, yo también acepté salir con un hombre nada más divorciarme, y fue horroroso. Quería llevarme a la cama, pero me di cuenta de que era demasiado pronto.
—Perdone —replico, cerrando los puños—, pero no me apetece hablar de mi vida personal.
Ella prosigue, impertérrita.
—Lo que necesitaba yo era mimarme un poco, ir a un balneario, meterme en una bañera de agua caliente. Y tú necesitas que alguien te enderece esa columna...
—Me encuentro perfectamente. Llevo sola casi un año.
Se me ocurrió hablarle a mi tía de la única y desastrosa cita a ciegas a la que accedí poco después de la separación, una farsa orquestada por mi mejor amiga, Carol. Me puse un vestido rojo que se quedó atrapado en la puerta del coche. Rompí a llorar antes incluso de que llegáramos al restaurante, y aquel pobre hombre tuvo que llevarme de vuelta a casa. Ahora descubro que mi tía ha compartido este recuerdo personal con perfectos extraños. Es para matarla.
—El dolor tarda mucho en desaparecer —afirma la doctora Peleran—. Mi función es liberar las vértebras para que tu propio cuerpo pueda reparar cualquier daño sufrido y devolver los huesos a su posición correcta. Es la inteligencia innata del cuerpo.
Mi inteligencia innata me dice que salga corriendo ahora mismo. Visto lo visto, es probable que todo Fairport esté al corriente de mis secretos más íntimos.
Respiro hondo, destenso las manos.
—¿Está buscando algún libro?
Lucia Peleran pasa por delante de mí como un torbellino y se va directa a la sección de culinaria.
—Acabo de volver de California. Tengo que conseguir un libro de cocina que vi allí.
—¿Cómo se titula?
No sabría distinguir un libro de cocina de una guía de viajes, pero me hago pasar por quienquiera que sea la actual reina de los fogones televisivos.
Lucia acaricia los libros, y sus dedos de uñas rojas revolotean sobre los lomos como gigantescas mariquitas.
—No recuerdo el título ni el autor. —Un gesto extraño se adueña de su rostro, una fugaz expresión de pánico.
—¿Podría concretar un poco más? —Recorro con la mirada un críptico mar de subcategorías: libros para adelgazar, para diabéticos, para vegetarianos, de comida china, india, platos rápidos, delicias para gourmets—. ¿Recuerda por qué letra empezaba el nombre del autor? Podríamos buscarlo en el ordenador.
—¿En el ordenador? —Me mira como si no alcanzara a comprenderme, como si no pudiera articular una sola palabra.
—¿Busca recetas de algún país en concreto?
—¡Sí, de California! —contesta entre aspavientos.
California no es un país.
—¿De qué zona de California?
—Tenía unas recetas maravillosas de la costa.
—Muy bien, una ciudad costera. ¿Los Ángeles, San Francisco?
—No, de la costa Este.
—¿La costa Este de Estados Unidos?
—No, de California.
—La costa este de California es el estado de Nevada.
Me esfuerzo por sonar educada y cortés.
—Era un libro grande, tirando a cuadrado. En la cubierta salía la foto de un plato, ¿un cuenco de curry, quizá? La cubierta puede que fuera de un verde intenso. Colorida. ¿Arroz, quizá? O también podrían ser fideos. La composición era perfecta, y toda la comida parecía de lo más apetitosa, irresistible.
Le enseño varios libros, pero los rechaza todos, uno tras otro. Mi pinzamiento cervical se va notando cada vez más. Una voz aguda, estrafalaria e incorpórea se cuela en la habitación: «Todo ello dispuesto en el plato de un modo tan perfecto que salta a la vista que alguien lo ha toqueteado a conciencia». De pronto percibo un olor a magdalenas recién horneadas; seguramente lo ha traído el viento desde la panadería que hay al final de la calle.
Lucia sigue parloteando sin cesar. Noto un incipiente dolor de cabeza. Me importan un bledo los libros de cocina. Me importan un bledo el arroz, los fideos y el libro que descubrió en California. Lucia Peleran debería reunirse con mi perfecta y feliz hermana para comentar el menú de la boda, pero yo no lo aguanto ni un minuto más.
—¡Basta! —exclamo, interrumpiendo su monólogo.
Lucia Peleran se queda paralizada, con la palabra en la boca.
Saco un libro de la estantería, luego otro y otro más después, y los amontono todos sobre la mesa hasta formar varias pilas con ellos.
—Aquí tiene libros de cocina. Decenas, cientos de libros de cocina. ¡Coja uno y acabe de una maldita vez!
Lucia está boquiabierta. Abre y cierra los labios a cámara lenta, al tiempo que parpadea. Me mira con ojos achinados.
—Bueno —dice—, el divorcio también puede hacerte perder la chaveta.
Acto seguido, coge un libro de lo alto de una pila, haciendo que todos los demás se estrellen en el suelo.
—¿Otro cliente satisfecho? —pregunta Tony al ver que Lucia se marcha a grandes zancadas con cara de pocos amigos.
—Muy gracioso. —Ordeno los libros de cocina, uno por uno. No sé qué mosca me ha picado—. Tenemos que deshacernos de algunos de los libros más antiguos, donarlos a alguna organización benéfica...
—Ni se te ocurra. —Tony me arrebata de las manos un ejemplar de ¡Viva la pasta!—. A Ruma le daría un ataque. Los libros antiguos son los que dan personalidad a la librería.
—Pero es que aquí sobra personalidad. No cabe ni un alfiler.
Tony aprieta contra el pecho ¡Viva la pasta!, como si entre sus páginas sobadas y llenas de pliegues se ocultara la clave de su existencia.
—¿Por qué crees que Ruma te eligió? ¡Te aseguro que no fue para que le vaciaras el fondo!
—Se me dan bien los números. Tengo olfato para los negocios. La tía Ruma sabe que conmigo la librería saldrá a flote. Tenemos que encargar los últimos superventas de cocina, poner más lámparas, que esto parece una cueva.
—Este lo has puesto en el sitio equivocado. —Tony saca del estante un libro de tapas duras y lo coloca en el estante contiguo—. Estos los organizamos por temas y, dentro de cada tema, por autores.
—Lo que tú digas, Tony. Tampoco es una sección muy concurrida, que digamos.
—Ruma podía haber dejado la librería en mis manos. Me las habría arreglado perfectamente sin ti. Total, para que ahuyentes a la clientela...
—No he ahuyentado a nadie. Lucia no sabía qué quería.
Tony señala mi frente.
—Tu trabajo consiste en averiguarlo.
—Lo he intentado.
—Ruma sabe verlo, intuye cosas sobre la gente, sobre lo que quieren y lo que necesitan. Tiene una especie de tercer ojo.
—Eso es ridículo. —Hago un gesto de prestidigitador con los dedos—. Qué tercer ojo ni qué tonterías.
—Para dedicarte a esto no puedes valerte solo de la lógica. No es como darle a alguien la cotización de una cartera de inversiones.
—Quieren un libro, tú se lo das. Así averiguas qué quieren.
—A veces la gente no sabe lo que quiere. Paciencia, cortesía, entusiasmo. Compasión. Hacen falta todas esas cualidades para este trabajo.
—Lo que hace falta son pasillos más anchos y sillones mullidos.
—Los sillones están perfectos. —Tony coge el libro de pasta bajo el brazo—. ¿Te has parado a preguntarte por qué se marchó Lucia a California? No fue un viaje de placer, pues de lo contrario hubiese retenido el nombre de ese libro de cocina. Debía de tener otras cosas en las que pensar. Su madre tenía una casa en California pero no podía seguir viviendo sola. Le han diagnosticado una demencia de algún tipo. Podías habérselo preguntado.
—No soy vidente, ni psicóloga.
—Nadie ha dicho que tengas que serlo. —Tony me sigue hasta la sección de literatura clásica.
—Oye, siento mucho lo de la madre de Lucia. Es muy triste. Pero no es mi cometido desvelar sus secretos más íntimos.
—No tienes que hacerlo. Basta con que te importe. Los libros son más que meras mercancías. Contienen nuestra cultura, nuestro pasado, otros mundos, el antídoto contra la tristeza.
—Si eso fuera cierto, la gente acudiría en masa a la librería más cercana.
—Quizá debieran.
—A mí me ha ido estupendamente sin los libros... desde hace años. Ya no tengo tiempo para leer.
—A lo mejor deberías buscar tiempo.
—He estado ocupada...
—Así que también has perdido a alguien... Lo veo en tu cara. Eso es lo único que necesitas, conectar con tu lado más humano. Solo te falta un poquito de empatía.
—Pero si soy empática.
¿Qué ha visto en mi cara? En mi cara no hay nada que ver.
Tony me pone en las manos una maltrecha edición de bolsillo de Orgullo y prejuicio.
—Usa esa empatía en el club de lectura de los miércoles. Ruma siempre modera el debate.
—Pero no sé cómo moderar un club de lectura.
—Suelen reunirse en el salón de té.
—Pero...
—¿Quieres defraudar a tu tía?
—No pienso leérmelo —replico, dejando el libro sobre la mesa.
Tony suspira.
—Tú verás. Mañana por la mañana vendrá Gertrude Gertler a firmar El pijama del osito.
—¿El pijama del qué...?
—Gertrude es un poquitín excéntrica.
Me enseña un libro delgado de tapas duras ilustrado en suaves tonos pastel. Ositos de peluche en pijama.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ya sabes... —Me conduce hasta el salón—. Tú solo asegúrate de que todo esté ordenado, y puedes acomodarla ahí, en esa mesa. Rotulador de punta fina de color azul. Notas autoadhesivas de color rosa.
—¿Notas autoadhesivas de color rosa?
—Tienes que apuntar los nombres de todas las personas que quieran un libro dedicado en notas autoadhesivas y dárselos a Gertrude para que no se equivoque al escribirlos.
—¿Los tenemos en rosa?
Tony mira su reloj de muñeca.
—No, no los tenemos en rosa, y la papelería ya ha cerrado. Tendrán que ser azules.
—¿Estarás aquí mañana para echarme una mano?
—Vendré en cuanto pueda. Tengo que coger el ferry, ¿recuerdas?
Lo ayudo a preparar el salón para la firma de libros, colocando algunos ejemplares de El pijama del osito en las mesas junto con una selección de las restantes obras de Gertrude Gertler.
—¿No tenemos más libros? —pregunto—. Solo veo seis ejemplares de El pijama del osito, y están todos expuestos.
—Tu tía ha estado muy atareada estos días, así que los libros se encargaron en el último momento y no han llegado todavía. Pero los traerá un mensajero mañana a primera hora.
—A primera hora, ¿estás seguro?
—Casi pondría la mano en el fuego. —Tony coge su abrigo del armario. Está a punto de salir por la puerta cuando se detiene y, sin apartar la mano del pomo, se vuelve hacia mí—. Vas a pasar la noche aquí, ¿verdad?
—¿Por qué? —pregunto, mientras me pongo también el abrigo.
—Le has dicho a Ruma que lo harías.
—¿Y qué más da?
Tony parece vacilar, y finalmente niega con la cabeza.
—No puedes dejar la casa sola por la noche.
—Pues la pobre y vieja casa tendrá que apañárselas sin mí. Ya es lo bastante mayorcita para cuidar de sí misma.
Tony rompe a reír.
—Allá tú.
Y se marcha sin decir nada más.
Cuando llego a casa de mis padres, Gita ha vuelto a Seattle y mamá se pasea de un lado al otro envuelta en un sari de seda azul y una nube de colonia Joy. Se ha transformado de norteamericana en bengalí con solo cambiar de ropa y perfilarse los ojos con una raya de kajal negro.
—¿Qué tal te ha ido? —Se mira en el espejo del pasillo, mueve la cabeza a un lado y a otro entre destellos de joyas y se atusa el pelo corto.
—De maravilla —miento, bostezando. Dejo caer el bolso en el vestíbulo—. La tía Ruma cree que me quedo a dormir allí. Dice que la casa se pone de mal humor si no lo hago.
—La casa no va a notar la diferencia. —Mamá me recibe con una sonrisa radiante, enmarcada por sus rutilantes pendientes de plata—. Los Maulik se han enterado de que estás aquí y nos han invitado a cenar esta noche.
—¿Así, sin previo aviso? —Se me cae el alma a los pies. Mamá no me dejará escurrir el bulto; los Maulik son viejos amigos de la familia que se mudaron a la isla al jubilarse por insistencia de mi padre. Benoy Maulik, mi tío adoptivo, fue a la universidad con papá en India.
—No hace falta que te arregles —dice mamá sin dejar de retocarse el pelo—. Puedes ir tal como estás.
Miro mis vaqueros, las zapatillas. No lo dirá en serio. Hasta papá se ha puesto una camisa de seda, pantalones deportivos y una colonia especiada.
—No puedo ir así. Tengo que cambiarme.
Un momento, ¿acabo de acceder a acompañarlos? Sí, me temo que así es.
—Bueno, pues date prisa. Tenemos que salir en diez minutos.
¡Diez minutos!
—¿Por qué no me has avisado? Estoy cansada. Creo que me quedaré en casa.
Mamá me empuja hacia las escaleras.
—¿Y qué les digo a los Maulik, con la de tiempo que hace que no te ven? Te están esperando.
Diez minutos después, estoy lista para salir. Me he puesto una blusa con estampado de cachemira y una falda a juego. Me siento como si volviera a la infancia, sentada en el asiento trasero del coche de mis padres mientras nos dirigimos a una fiesta en casa de unos amigos indios. Mis padres siempre nos dejaban a Gita y a mí en la habitación de la tele con todos los demás mocosos. A mi hermana no parecía importarle. Era cinco años más joven que yo y se lo pasaba en grande jugando con los otros niños.
—¿Sabes si Charu se ha recuperado de la cadera? —pregunta mamá desde el asiento delantero. Se refiere a la esposa del tío Benoy.
—Tengo entendido que ha vuelto al trabajo —contesta mi padre—. Traduce textos del hindi para la universidad.
—¿Sigue intentando escribir una novela?
—Lleva años haciéndolo —comenta papá entre risas.
—Benoy está mejor desde que le han puesto el marcapasos —señala mamá.
—Tiene mala cara —dice papá.
—Los dos tienen mala cara —remacha mamá.
—Él intenta abarcar demasiado. Siempre está liado con algún arreglo en la casa.
—¿Por qué no se relaja? —pregunta mamá, mirándose la raya de los ojos en el espejo de cortesía—. A este paso, le dará otro infarto.
Los cotilleos de mis padres contaminan el aire como humo tóxico. Abro la ventanilla e inspiro el aire fresco, que huele a cedro y a pino. Hacía muchos años que no iba sentada en el asiento de atrás, oyéndolos cotillear sobre personas que no están presentes para defenderse. Me pregunto si hablarán así de mí cuando no estoy: «Esta Jasmine... ¡Estaba cantado que acabaría divorciándose! Será una vieja una solterona, triste y amargada...».