No tengo tiempo para tomar el té. Necesito un café cargado.
—¿Y ocurre a menudo? —pregunto mientras la sigo por el pasillo.
—De tarde en tarde —contesta mi tía—. Son pequeñas tonterías. Cosas que la gente deja olvidadas. Gente que aparece y desaparece. Hombres que se pasan el día durmiendo aquí, qué descaro. —Me acaricia la mejilla, y noto en la piel el tacto de sus dedos secos como la hojarasca—. Hablando de descaro, ¿qué hay de ese cerdo al que llamas ex marido?
La sola mención de la palabra «ex marido» hace que se me encoja el corazón.
—Por desgracia, tengo que seguir en contacto con él. Hemos puesto el piso a la venta.
—¿Y por qué no te lo quedas tú?
—No puedo pagar la hipoteca yo sola. —Se acabó la luz derramándose a raudales sobre el suelo de tarima maciza, el acogedor rincón de los desayunos, las puestas de sol que contemplaba acurrucada entre los brazos de Robert—. No se lo digas a mis padres.
—No diré una sola palabra —contesta mi tía, abrazándome—. Pero me preocupo por ti.
—Estoy bien, aunque el divorcio me ha dejado sin blanca.
De hecho, debería mandar enmarcar mi último extracto de cuenta y subrayar con un rotulador el saldo casi negativo.
—¿Necesitas dinero?
—No, no. Me las arreglaré. Tú lo que tienes que hacer es cuidarte.
Se me hace un nudo en la garganta. La vuelvo a abrazar y su cariño hace que se desvanezcan todas mis dudas.
—Ni te acordarás de Robert mientras estés aquí. Ellos te ayudarán. —Señala los grabados enmarcados de las paredes, retratos a pluma y tinta de escritores famosos. Charles Dickens. Laura Ingalls Wilder.
Intento no reírme. Mi tía siempre ha sido un poco excéntrica.
—Los escritores te ayudarán —repite—. Con sus palabras. Ese hombre de la frente ancha es Edgar Allan Poe. Y, por supuesto, ahí está Jane Austen. Esto es una reproducción del único retrato suyo que se conserva.
—Parece tan joven, tan feúcha. —Toco el lienzo y noto el tacto rugoso de su mejilla. Los ojos de Jane parecen seguirme a través de los siglos.
—No hay que hablar mal de los muertos. —Mi tía se vuelve para mirar hacia atrás, como si Jane Austen estuviera agazapada en un rincón—. Ven, tomaremos una taza de té.
—Tengo que consultar mis mensajes. —Noto un hormigueo en los dedos, impacientes por tocar las teclas de la blackberry, por encender el netbook.
—Ya habrá tiempo para eso.
Me precede por el pasillo y de pronto dobla a la izquierda para adentrarse en la sala de literatura infantil. Claro, a ella le sobra el tiempo. Vive a cámara lenta en los confines del mundo civilizado.
—Los mercados bursátiles están cerrados hoy, y necesito comprobar algunos precios.
—Si están cerrados, están cerrados. Seguirán así toda la noche, ¿no?
—Supongo que sí, pero...
—¿Recuerdas esta habitación, Bippy?
Juguetes esparcidos sobre la alfombra; libros apilados en un escritorio de patas bajas en el rincón.
—Vagamente.
Desplazo el peso de mi cuerpo de un pie al otro. Los zapatos de tacón me están destrozando los dedos.
—Este escritorio perteneció a E. B. White. En él escribió todas sus obras, incluida La telaraña de Carlota. No en esta casa, claro está. Pero sí en ese escritorio de ahí.
—Impresionante. —En una de estas me dirá que los barrocos candelabros de la casa pertenecieron a Jane Austen.
Hay una niña con coletas sentada en el suelo con las piernas cruzadas, leyendo las aventuras de Perico el conejo travieso. Levanta los ojos y luego vuelve a enfrascarse en la lectura. A su espalda, personajes pintados a la acuarela bailan sobre la pared: el osito Winnie, la pequeña oruga glotona, Madeline. Me sorprende recordar a tantos personajes.
—¿Te acuerdas de esto? —Mi tía me tiende un ejemplar manoseado de El gato garabato.
—Todo el mundo conoce al Dr. Seuss. —No bien lo toco, devuelvo el libro a sus manos.
—¿No recuerdas nada más?
—Algo más, ¿cómo qué? —Pulso una tecla de mi móvil—. Como no encuentre cobertura pronto, podría perder un cliente.
«Necesito este trabajo. Estoy en la cuerda floja de Inversiones Taylor.»
—Tus clientes pueden esperar. Si de veras te aprecian, no te abandonarán.
«Sí que lo harán. Sin pestañear siquiera.»
—Ya hemos cerrado tres oficinas en la costa Oeste. Debo demostrar lo que valgo. Esto no tiene nada que ver con los sentimientos, sino con el dinero.
—Todo tiene que ver con los sentimientos —replica la tía Ruma, y me guiña un ojo.
Respiro hondo. No seré yo quien le lleve la contraria, desde luego. Se ha ganado ese privilegio.
—¿Qué viene ahora?
—La habitación de los libros antiguos.
Me conduce a una estancia de ambiente viciado, repleta de entanterías que llegan hasta el techo.
—¿Ves ese espejo de ahí? Perteneció a Dickens.
Miro hacia la pared y vislumbro mi rostro en un espejo de marco rectangular, muy ornamentado. ¿De veras tengo este aspecto? Me veo cansada, hinchada.
—Es una pieza maravillosa. Debe de valer una fortuna, si es que realmente perteneció a Dickens.
Cosa que dudo.
—Es un espejo de los que solían adornar la campana de las chimeneas y data de principios de la era victoriana, hacia la década de 1830.
Un hombre se aclara la garganta en el pasillo. Su rostro se halla sumido en la penumbra.
—Siento haberle molestado —se disculpa mi tía, y a continuación añade entre dientes—: Si busca silencio, que se vaya a una biblioteca.
Es un hombre alto, ancho de hombros. Por un momento, estoy segura de que se trata de Connor Hunt, pero en cuanto le da la luz veo que no es él. Viste de modo formal, con traje gris.
Mi tía vuelve sobre sus pasos para guiarme hasta un pequeño despacho atestado de objetos entre los que destaca su escritorio, sepultado bajo pilas de carpetas. Hay notas autoadhesivas de color amarillo pegadas por todas partes.
—Algún día tendré que adecentar esta habitación. Me falta tiempo, me falta tiempo.
No estoy acostumbrada a trabajar en medio de semejante caos. En mi vida todo está organizado, catalogado, clasificado.
—Podría ordenártela, hacer un poco de limpieza —sugiero, alargando las manos. Sobre el escritorio, mezclados con las carpetas, hay todo tipo de cachivaches inútiles que mi tía ha ido acumulando a lo largo de los años: un portalápices lacado con forma de canoa, repleto de pinceles y plumas estilográficas; una caja de madera llena de clips; una piedra gris y chata; una botella transparente con tinta azul y una antigua pluma de oca blanca.
—¿Cómo iba a desprenderme de la piedra de Faulkner? —replica, señalando la colección de objetos—. ¿O de la caja de Kipling? Son tesoros de valor incalculable que merece la pena conservar. Ven conmigo.
Me arrastra hasta un salón de té abierto a los clientes de la librería en el que nada ha cambiado desde hace décadas. A lo largo de una de las paredes hay una encimera con dos fogones, una diminuta nevera, armarios, butacas y sillones.
—Para mis clientes —señala mi tía—. Hace que pasen más tiempo en la librería.
La estancia está desierta. Mi tía necesita sillones nuevos, no antiguallas raídas compradas en alguna tienda de segunda mano. Necesita una buena máquina de café, libros alineados en las estanterías. Necesita vender tazas de diseño, ex libris, lámparas de lectura.
La tía Ruma nos sirve dos tazas de té humeante de una tetera metálica y señala dos butacas azules de tacto afelpado. Elijo la que se hunde en el centro. Mi tía se sienta delante de mí, se quita las sandalias planas y mueve los nudosos dedos de los pies, cuyas uñas lleva pintadas de color plateado. Bebe unos sorbitos de té y tuerce el gesto, como si estuviera amargo.
—Me temo que te dejo una patata caliente en las manos. Pero se te dan tan bien los números que a lo mejor decides quedarte con nosotros y poner un poco de orden en todo esto.
—Tengo un trabajo, ¿recuerdas? Y una presentación importante para un posible cliente en cuanto vuelva a Los Ángeles.
De hecho, mi carrera depende de ello. Vuelvo a estar soltera. Y arruinada. Tengo que buscarme la vida.
—Ah. —La decepción se dibuja en el rostro de mi tía. Luego palmea el brazo de la butaca y las alhajas tintinean en torno a sus muñecas en una cacofonía de oro, plata y pulseras pintadas de Cachemira.
—Te encuentras bien, ¿verdad? —le pregunto—. No te va a pasar nada malo, ¿no?
Mi tía me da unas palmaditas en la mano.
—No te preocupes, Bippy. Tu anciana tía volverá como nueva.
—Qué bien —respondo con un suspiro de alivio. Me muero por saber qué le pasa, pero no quiero parecer indiscreta. Cuando me inmiscuyo en su intimidad, la tía Ruma se repliega sobre sí misma como una flor al caer la noche—. Me enseñarás cómo funciona todo esto antes de marcharte, ¿verdad?
—Quería habértelo dicho antes: me marcho mañana a primera hora.
Casi se me atraganta el té.
—¿Tan de repente?
—Tony te ayudará. Es todo un personaje, ¿no crees?
—¿Tony?
—Y puede que te sea imposible localizarme durante unos días. No tengo móvil. Tampoco sabría usar esos artilugios del demonio, pero da igual porque aquí no funcionan.
—¿Cómo sabré si estás bien?
—No hay por qué alarmarse. —Mi tía juguetea con sus brazaletes—. Voy a India, a que me arreglen el corazón.
—¿El corazón? —Tomo sus manos entre las mías. Mi queridísima tía, que vive sola en esta casa desde hace tanto tiempo, que trabaja como nadie y se desvive por los demás, tiene el corazón enfermo—. No lo sabía. Cuánto lo siento.
La tía Ruma coge la taza de té y la aprieta contra el pecho.
—Me he sentido muy cansada últimamente... Pero ahora volveré a encontrarme bien, a ser la que fui.
—¿No pueden tratarte aquí?
—Lo que haya que hacer, tiene que hacerse en India. Debo volver a casa.
—Si estás segura...
—No se lo cuentes a nadie. Es mi secreto. No quiero que tus padres se preocupen por mí.
—Pero ¿y si...?
—No me pasará nada. Debes prometérmelo.
Suspiro.
—Mis labios están sellados. Pero mantenme informada.
Mi tía me estrecha la mano entre sus dedos.
—Primero voy a visitar a la familia. Y luego, bueno... En un mes estaré lista para volver.
Llevo su mano a mi mejilla.
—Te quiero. Por favor, cuídate mucho.
La tía Ruma me besa en la frente.
—Gracias por haber venido. Por aceptar ayudar a Tony en la tienda. Es competente y tiene experiencia, pero necesito tu talento especial.
No poseo ningún talento, pero ayudaré a mi tía. Lo que sea con tal de que no le pase nada a su corazón.
—No te fallaré.
—Debes intentar ser feliz mientras estés aquí.
No logro reprimir una risa seca.
—He venido a echarte una mano en la tienda. La felicidad no está incluida en el lote.
Me mira fijamente.
—Nunca debes dejar de creer en el amor. Olvídate del cerdo de Robert.
—Creo en el amor. En el que siento por ti, sin ir más lejos. Más te vale ponerte bien y volver pronto, para que podamos buscarte un buen partido.
Un centelleo anima su mirada.
—No te preocupes por mí. —Se levanta y vuelve a ponerse las sandalias—. Tus padres querrán tenerte en casa a tiempo para la cena. Deja que te enseñe el apartamento de la buhardilla antes de que te vayas. Allá arriba encontrarás verdadera magia.
Magia, dice.
La sola idea de dormir en el diminuto apartamento de mi tía, sumida en una oscuridad mohosa y húmeda, me produce escalofríos. Seguramente me encontraré las paredes invadidas por una mancha negra y algodonosa. Ya me veo en esta vieja casa ruinosa y encantada hasta el día del Juicio Final, o hasta que las ranas críen pelo, o ambas cosas. Pero le sigo la corriente a mi frágil tía y subo tras ella por la escalera de madera que se abre paso en el corazón de la casa.
—Había olvidado lo sumamente estrechos que son estos escalones —apunto.
Mi tía va apartando las telarañas a su paso, y oigo el leve frufrú de su sari.
—Cuando se construyó la casa esta escalera era para uso exclusivo del servicio. Todos los demás usaban la escalera de delante, ¿no te acuerdas?
—Vagamente. Deberíamos limitarnos a usar la otra, que está bien iluminada, ¿no crees?
No he puesto un pie en la librería desde hace años. ¿Quién tiene tiempo para mirar libros? La última vez que vine de visita a la isla, fue la tía Ruma la que vino a verme a casa de mis padres.
—La escalera principal solo llega hasta la segunda planta —contesta—. Mi apartamento está en la buhardilla, es decir, en la tercera planta. Vas a dormir en la cima del mundo.
—Vendré por la mañana a abrir la tienda y me quedaré hasta que se marche el último cliente. Pero lo de dormir aquí no lo veo nada claro...
—Recuerda: para ser librera debes vivir como tal. No valen las medias tintas.
Me aclaro la garganta. A medida que subimos, la polvareda se va haciendo más densa y el olor del paso del tiempo se acentúa.
—Me quedaré al pie del cañón. Sé que has dicho que nadie más puede hacerlo, pero yo no soy librera. Solo voy a fingir que lo soy.
Mi tía gira sobre los talones, recogiéndose el sari y descubriendo dos delgadas pantorrillas. Le brillan los ojos.
—De fingir, nada. Prometiste ayudarme, Bippy.
—Y lo haré, pero... No quiero invadir tu intimidad ocupando el apartamento y todo eso.
—Lo que quieres decir es que esta vieja casa destartalada te da miedo.
—No, no es eso.
Pero sí que tengo miedo. Tengo miedo de las habitaciones desiertas, de los tablones del suelo que gimen bajo mis pies, del viento que zarandea los cristales de las ventanas por la noche. Ya tengo los nervios a flor de piel, y la autoestima por los suelos por la traición de Robert. Tengo miedo de mis propios pensamientos, de dormir acurrucada a un lado de la cama, de despertarme a solas. Tengo miedo de que mi tía no vuelva nunca.
—En ese caso no te costará lo más mínimo cuidar de mi preciosa librería mientras estoy en India. Si no te quedaras a dormir, bueno..., la casa se pondría de mal humor, por así decirlo. —Abre una puerta que da al apartamento de la buhardilla, tenuemente iluminado por lámparas antiguas y atestado de muebles y libros. Todo lo que hay en él, desde las estrechas vigas del techo hasta el suelo, está hecho de una madera de tonalidad dorada sobre la que se han ido acumulando los años y el polvo, capa tras capa. La estancia es tan pequeña que bien podría ser una casa de muñecas.