Estoy que no quepo en mí de felicidad. Sin apartar mi mano de la suya, lo conduzco hasta la playa de Fairport. Por el camino nos cruzamos con gente que ha aprovechado la mañana del domingo para salir a correr o pasear, comerciantes que se disponen a abrir sus negocios.
Llegamos a la playa y echamos a correr hacia el mar, dejando atrás los edificios que puntean Harborside Road. Hay unas cuantas personas desperdigadas por la playa y un golden retriever que entra y sale del agua dando brincos.
Esquivamos las olas entre risas. Suelto su mano y bailo en círculos hasta dejarme caer sobre la arena. Él se desploma a mi lado, coge un puñado de arena seca y la deja resbalar entre los dedos.
—Quiero volver a besarte —dice.
—Sí, bésame —susurro. Esta vez no me resisto. El beso dura un minuto, una hora, una eternidad. El tiempo se detiene, las gaviotas planean en el cielo y el océano contiene la respiración. Me pierdo entre los brazos de Connor, y luego nos separamos para mirarnos a los ojos.
—Me encanta besarte —dice, acariciándome la barbilla con la mano—. He querido besarte desde que te vi por primera vez en la librería. Parecías una flor urbana trasplantada a la isla sin demasiado éxito.
Me río.
—¿Y ahora cómo me ves?
—Siempre te veo preciosa.
Me atrae hacia él y me besa otra vez. Luego nos levantamos y nos encaminamos a una franja escarpada y rocosa de la playa. Connor me coge de la mano y me ayuda a subir a un gran peñasco alisado por la intemperie. Noto el latido de la sangre en los oídos. Jamás me he sentido tan despierta.
—¿Dónde has aprendido a escalar así? —le pregunto—. Pareces una cabra montesa.
—Me crié entre estos escollos —contesta—. ¿Y tú?
—Me crié en el centro de la isla —le cuento—. Cerca del bosque. Mis padres ya no viven en aquella casa.
—¿La echas de menos? —me pregunta mientras trepamos por las rocas.
—Mi hermana y yo plantamos un jardín delante de la casa. Mi padre construyó la acera con sus propias manos y nosotras incrustamos piedras de colores en el hormigón antes de que se secara. Hace años que no voy por allí.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Aquellos tiempos parecen tan lejanos.
Connor baja a la arena de un salto y luego se sube a otro escollo.
—¡Vayamos a ver la casa!
—¿Ahora? ¿Hoy?
—¿Por qué no?
—Habrá otras personas viviendo allí.
—¿Y qué? Solo vamos a echar un vistazo.
—No tengo coche. Y queda muy lejos para ir andando.
—Iremos en bici. Podemos alquilarlas en Fairport.
Connor salta de nuevo a la arena. La playa se extiende ante nuestros ojos, inmaculada. No hay un alma a la vista.
—¿Por qué quieres ver mi antigua casa? —pregunto, saltando tras él.
—Quiero saberlo todo de ti. —Se agacha junto a hondonada arrasada de agua que los elementos han abierto en la roca—. Mira esto —dice, señalando la charca.
En un primer momento no veo nada, pero poco a poco va tomando forma ante mis ojos todo un universo submarino. Una estrella de mar de color naranja adherida a los escollos bajo la superficie; una estrella de mar roja; una estrella de mar amarilla.
—¡Qué preciosidad! —exclamo.
Connor me señala unos cangrejos de color marrón que se escabullen rápidamente.
—Cangrejos ermitaños. Había olvidado la cantidad de vida que hay aquí fuera. —Acaricia el agua con el dedo, rizando suavemente la superficie—. Este lugar, la playa, la naturaleza... Me recuerda lo que es importante.
—Lo sé, a mí también me pasa.
Nos quedamos un rato contemplando las criaturas que pueblan el agua, y luego seguimos recorriendo la orilla, en la que grandes cangrejos rosados entran y salen del mar, arrastrados por la corriente. La bajamar ha sembrado la arena de conchas perfectas.
—Ojalá este día no se acabara nunca —dice Connor mientras volvemos al pueblo.
—Sí, ojalá.
Siento que el corazón me va a estallar dentro del pecho.
En pocos minutos, nos plantamos en Classic Cycle, la tienda de bicicletas de la esquina de Harborside Road y Uphill Drive, la carretera que conduce al interior, a mi antigua casa.
Mientras estamos en la tienda, eligiendo las bicicletas que vamos a alquilar, Lucia Peleran entra del brazo de Virginia Langemack.
—¡Me ha parecido verte! —exclama Lucia a modo de saludo—. Hemos pasado por la librería y nos hemos encontrado con Tony, ¡en fin de semana! Nos ha dicho que estarías fuera todo el día. —Lucia da un respingo y alarga la mano en la dirección de Connor—. Vaya, vaya, ¿y tú quién eres? Jasmine, qué calladito te lo tenías...
—Les presento al doctor Hunt. Solo está de paso —me apresuro a añadir—. Tenemos que irnos...
—¿Tan pronto? ¿Pero por qué? —Lucia no para de mirar a Connor con una sonrisa boba.
Él asiente a modo de saludo y le estrecha la mano.
Virginia sonríe.
—Doctor Hunt. Me suena de algo ese apellido.
—Mi padre...
—Eso es. —Virginia achina los ojos—. Te pareces mucho a él. Lo recuerdo vagamente.
—¿Eres médico? —pregunta Lucia, y su sonrisa se hace más ancha. ¿Son cosas mías o acaba de dedicarle una coqueta caída de ojos? No le suelta la mano, como si llevara los dedos untados con pegamento—. Andamos faltos de médicos por aquí, y tenemos todo lo que necesitas: cultura, arte, teatro, comida ecológica, playas idílicas... La isla es muy hermosa.
—Sí —asiente Connor, mirándome—. Es muy hermosa.
Su mirada hace que me flaqueen las piernas. Se las arregla para retirar la mano de entre los dedos de Lucia sin ofenderla, porque sigue sonriendo, fascinada.
—Tenemos que llevarte a dar un paseo —sugiere, moviendo los brazos como si quisiera abarcar todo el paisaje.
Virginia no ha despegado los ojos de Connor.
—Tu padre, claro. Recuerdo haber leído un libro suyo.
—Sus memorias —puntualizo.
—Puede que lo tenga en casa. Es curioso lo mucho que te pareces a él.
—Sí, me lo dicen a menudo —replica Connor.
—Su muerte estuvo rodeada de mucho misterio...
Pero Connor ya me conduce hacia las bicicletas, para que podamos escaparnos cuanto antes.
La rueda delantera de la bici chirría y cuesta cambiar de marcha, pero hace un sol espléndido y el viento me acaricia el pelo.
—Siento lo que te ha dicho Virginia. La muerte de tu padre no es asunto suyo.
Connor pedalea hasta alcanzarme en el carril de bicicletas.
—Suelo oír comentarios parecidos cada vez que alguien me reconoce.
—¿A qué se refería con eso del misterio...?
—Perder a tu padre no tiene nada de misterioso. Murió y punto. ¿Qué más se puede decir?
—No quería ser indiscreta.
—No pasa nada. Disfrutemos del día.
Está claro que el tema lo vuelve un poco quisquilloso. No insisto. Cruzamos prados, fincas, viñedos, densas arboledas de bosque ancestral. Los recuerdos acuden en tropel a mi memoria y me veo montando mi vieja bicicleta por estos senderos, sin manos, entre risas, insensata. Sin miedo a arriesgar.
—Por ese camino se va a Grand Woods —le digo, señalando a la izquierda—, y en ese prado se organiza un mercadillo agrícola los sábados a lo largo del mes de octubre. A la derecha queda North Beach, y en dirección oeste el Fuerte Winston, un viejo puesto de observación del ejército ahora convertido en parque.
Connor asiente, sonriendo.
—Por aquí se va a mi antigua casa.
Tuerzo a la izquierda para enfilar la umbría Rhodie Lane y pedaleo hasta el final de la calle sin salida, donde se pierde en un espeso bosque de abetos, cedros y madroños. A medida que me acerco a mi antigua casa, las palmas de las manos me empiezan a sudar. Connor está justo a mi lado.
Me detengo junto a la acera, delante de la casa, me apeo de la bicicleta y me quedo allí parada, observando el que fuera el hogar de mi infancia. Connor se detiene junto a mí. Oigo su respiración, huelo su sudor, pero no dice nada.
Han pintado nuestro chalet azul de un marrón apagado y han sustituido las persianas de madera por visillos de encaje con volantes. El corazón me da un vuelco en el pecho.
—Han cortado la pícea azul del jardín de delante. Y teníamos dos arces enormes en la parte de atrás. Buena parte del jardín estaba asilvestrado. Aquí solía haber árboles.
Han desaparecido todos, reemplazados por arbustos raquíticos y un césped tan perfecto que casi parece artificial, sin una mala hierba. Se me llenan los ojos de lágrimas.
Connor me reconforta posándome una mano en el hombro.
—¿No es lo que esperabas encontrar?
Me aferro al manillar como si la bicicleta fuera a escapárseme de las manos.
—Lo único que sigue igual es la acera.
El hormigón sigue tachonado de coloridas cuentas de vidrio y piedras. Un añico de cristal azul relumbra bajo el sol y me trae a la mente un recuerdo. Apenas tendría cuatro años. Corro por esta misma acera, luciendo un vestido de verano y sandalias, llevo bajo el brazo Huevos verdes con jamón. Papá me va a llevar a la librería de la tía Ruma, y ardo en deseos de cambiar este libro por otro nuevo. Cada vez que entro en la vieja casa de mi tía, la voz del Dr. Seuss me habla en verso. Sentada en la escalera del servicio, en penumbra, converso con él y con los demás escritores cuyos espíritus revolotean a mi alrededor como mariposas, contándome historias memorables.
Pero los espíritus se fueron desvaneciendo poco a poco, a medida que fui creciendo y pasando cada vez menos tiempo en la librería, hasta que olvidé la magia por completo.
—¿Te encuentras bien?
Connor me acaricia la mejilla, y cuando retira el dedo lo tiene mojado.
Me apresuro a secarme las lágrimas con la mano.
—Sí, solo que... He recordado algo de cuando era niña.
—¿Quieres hablar de ello?
Niego con la cabeza. Me coge de la mano.
—Podemos marcharnos —sugiere a media voz.
Una mujer sale al porche. Lleva una bata de poliéster a cuadros de un color desvaído que recuerda al helado de lima. Por debajo del dobladillo de la bata, sus blandas piernas se desparraman sobre unos tobillos inexistentes. Se inclina con gran esfuerzo para recoger el diario y luego vuelve a entrar en la casa que ahora es suya.
Me vuelvo hacia Connor.
—Sí, vayámonos. Vayámonos lejos. Cojamos el ferry hasta la ciudad.
Media hora más tarde nos encontramos a bordo del barco que habrá de llevarnos a Seattle, en un reservado junto a la ventana. Connor se ha sentado delante de mí, con sus largas piernas estiradas debajo de la mesa. Contemplamos la isla que vamos dejando atrás, el denso bosque que parece precipitarse desde las faldas de las colinas hacia una angosta franja de playa color caramelo.
—Cormoranes —apunta él maravillado, señalando las gráciles aves negras que toman el sol sobre un bloque de hormigón, en el rompeolas.
—Ni que fuera la primera vez que los ves.
—Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. —Da unas palmaditas en el asiento con tapizado de vinilo—. Ven a sentarte aquí, estás demasiado lejos.
Me siento a su lado y, apretujada contra él, estoy en el séptimo cielo. Qué distinto me resulta este viaje de la desoladora travesía que marcó mi regreso a la isla hace tan solo unas semanas, cuando me hallaba sumida en un estupor melancólico. Mi corazón está lleno a rebosar de luz, de brisa.
Pasamos el resto del viaje en silencio, pero noto los fuertes latidos de su corazón, la línea muscular que va del torso a los muslos de Connor, la tensión del brazo con que me rodea.
Mientras el ferry se adentra en el puerto y se dirige al centro de la ciudad, se alzan ante nuestros ojos los rascacielos acristalados y los nuevos complejos de edificios que han ido surgiendo como setas a lo largo de la fachada marítima. A lo lejos, se adivina el perfil de los gigantescos transatlánticos amarrados frente a la costa.
—La Ciudad Esmeralda —apunta Connor, mientras la gente se precipita hacia las puertas.
Instantes después, estamos en tierra firme, donde sopla un aire frío, cargado de humo de tráfico y de sal marina. Enfilamos la pasarela elevada de hormigón que cruza Alaskan Way y se adentra en First Street. Camino como si flotara, dejándome llevar por la expectación. Connor observa detenidamente las tiendas, los restaurantes y las boutiques mientras vamos dando un paseo hasta Second Avenue y doblamos a mano izquierda. Delante del Museo de Arte de Seattle cogemos el autobús gratuito que nos lleva al centro de la ciudad.
Nos unimos a un variopinto grupo de ciudadanos: una anciana, un hombre fornido que rasga varios envoltorios de cromos de béisbol, una chica que baila al compás de la música que oye en su iPod. Connor los contempla con mirada de asombro, como si volviera a estar en un país ajeno.
—¿Adónde vamos? —le pregunto, emocionada. Hacía siglos que no me subía a un autobús, quizá desde los tiempos de la universidad.
—Qué más da —contesta Connor, sonriendo. Los asientos son estrechos y me veo obligada a pegarme a él hasta notar su calor. Dejamos atrás tiendas, restaurantes, cafés. Luego Connor pulsa el botón de parada, nos apeamos del autobús y subimos la colina a la carrera. Seguimos estando en el centro de la ciudad, entre edificios históricos de obra vista, viejas farolas de hierro. Nos detenemos ante la librería Ciudad Esmeralda, cuyo escaparate exhibe los últimos lanzamientos editoriales. No puedo evitar entrar a echar un vistazo, y Connor sigue mis pasos. Una serie de bombillas fluorescentes arrojan una luz anémica sobre estanterías anodinas abarrotadas de las más recientes ediciones de bolsillo. El suelo es un laminado de aspecto industrial. El murmullo de varias conversaciones y los olores genéricos a papel y colonia flotan en el aire. En estas estancias vulgares y corrientes no hay ni pizca de encanto, no hay polvo ni desorden, ni libros amontonados, no hay sillones afelpados ni dioses hindúes.
—¿En qué puedo ayudarla? —me pregunta una mujer de rostro redondeado.
Le sonrío.
—Gracias, ya lo ha hecho.
Se me queda mirando perpleja mientras Connor y yo salimos de la tienda.
—No quiero que mi tía pierda la librería —le digo.
Connor me coge la mano y subimos juntos una empinada cuesta en dirección al parque de Seattle Center.
—¿Qué te ha hecho llegar a esa conclusión, así de repente?
—La librería Ciudad Esmeralda. No tiene el menor encanto. Los sillones mullidos de mi tía, el dios Ganesh, las fotos de las paredes, los libros apilados por todas partes, todo eso convierte la librería de la tía Ruma en un lugar único, especial. Nada más entrar, sabes que estás allí, es inconfundible. Un lugar encantado...