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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (16 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—No quiero gritar. Ya estoy mejor. Voy a guardar unos cuantos libros.

Dejo la taza vacía sobre la encimera y enfilo el pasillo con paso decidido, la cabeza bien alta. En la sección de autoayuda hay un montón de libros de tapas blandas apilados en un rincón: La mujer sola, Mentiras íntimas, Primeros auxilios para la traición...

Cojo un libro, luego otro, y los tiro contra la pared. Se estrellan uno a uno, produciendo un ruido sordo, y luego se desploman en el suelo. La única persona que hay en la estancia aparte de mí, una mujer rolliza tocada con un sombrero de color morado, me mira sobresaltada y se marcha a toda prisa.

Sigo arrojando libros, y cuanto más lo hago, mejor me siento. El último de la pila se titula Cómo ser mejor esposa.

Me lo quedo mirando unos instantes con la mente en blanco. Luego arranco la cubierta y empiezo a rasgar las páginas, una a una primero, y luego a puñados. Hala, para que te enteres. Esto es lo que hace una buena esposa.

25

—Este es absolutamente divino —murmura Gita casi sin aliento. Desdobla el sari rojo sobre el mostrador acristalado del almacén de géneros indios Krishna’s de Bellevue. Llevamos toda la mañana de compras, recorriendo las tiendas de saris de Seattle e inmediaciones.

—A mí me recuerda la sangre —comento—. Es demasiado vivo, como un semáforo en rojo.

Aún me duele la cabeza a raíz de mi encuentro de ayer con Robert. Me pregunto si se habrá quedado a pasar la noche en un elegante hotel de Seattle o habrá tomado el primer avión rumbo a Los Ángeles, para volver cuanto antes con Lauren. «Nunca has cedido ni un ápice», me dijo. ¿Qué se supone que quería decir?

—No se parece en nada a la sangre —replica Gita, mirándome con gesto ceñudo—. Ni a un semáforo. A mí me recuerda las rosas, un ramo de flores... Me chifla esta tela.

—Lo que tú digas. Querías saber mi opinión...

—¿No te encanta esta orla dorada?

—No es tejida, sino estampada —objeta mamá.

—Pero el estampado es precioso. ¡Estáis las dos empeñadas en llevarme la contraria!

—¿No te gustaría llevar un sari con la orla tejida, como está mandado? —pregunta mamá.

Gita hace un mohín, coge otro sari rojo, lo descarta.

De camino a casa, no ha parado de hablar de la boda: qué clase de papel usar para las invitaciones, qué flores encargar, de qué color deben ser los manteles de las mesas. Yo me devané los sesos por las mismas naderías antes de mi boda, por detalles que en realidad carecían de toda importancia.

—Este no es de seda —comenta mamá, frotando un sari de color rosa entre los dedos.

La mujer que hay al otro lado del mostrador, una rechoncha beldad de cutis impoluto ataviada con un sari amarillo plátano y cubierta de baratijas, mueve la mano en el aire y apunta:

—Lo que más se lleva ahora mismo es el chiffon.

—El chiffon me parece perfecto. Me da igual que no sea de seda. —Gita sostiene el sari en alto, al trasluz. La tela es casi transparente, no apta para menores como no se ponga nada debajo—. Me encanta el color, el tacto. Es una opción, ¿no? ¿Creéis que Dilip me encontrará irresistible?

—Pensará que se casa con un chicle gigante —opina mamá—. Demasiado rosa.

El ambiente cargado de la tienda —mezcla de especias, telas y olor corporal— hace que sienta náuseas. La mitad del local está ocupado por una tienda de comestibles indios. Las telas importadas se amontonan en el otro extremo del local, donde los clientes merodean para pasar el rato, sacan salwar kameeze de los percheros, se prueban kurta de algodón, chales y pilas de saris.

—Uno os recuerda la sangre, el otro es demasiado rosa... —se queja Gita—. Me alegro de que no seáis vosotras las que elegís.

—Estamos intentando ayudarte —replico—. ¿Quieres que te mintamos?

Mi hermana me fulmina con la mirada.

—Quiero que seáis totalmente sinceras.

«Pues no te cases —digo para mis adentros—. No te preocupes por los saris. En el fondo, los rituales no tienen la menor importancia.» Pero fuerzo una sonrisa. No quiero aguarle la fiesta.

Mamá saca otro sari de la pila que hay sobre el mostrador.

—¿Qué me dices de este? Es un rojo menos subido, y la seda es de la mejor calidad.

—Demasiado oscuro —repone Gita.

La mujer del sari color plátano saca más modelos de los estantes que tiene a su espalda y los deja sobre el mostrador sin quitar ojo a un grupo de adolescentes arracimadas en un rincón apartado que, entre risitas ahogadas, se dedican a pegarse bindis redondos y brillantes en el centro de la frente.

—¿Y si probamos con otro color? —sugiere mamá—. Azul, o verde, o...

—Si me pongo sari, será rojo —ataja Gita mientras inspecciona las muestras que hay sobre el mostrador—. ¿No es ese el color que suelen llevar las novias bengalíes?

—Puedes llevar el color que quieras —dice mamá—. Creía que vuestra idea era fusionar Oriente y Occidente.

—Y así es, pero a la familia de Dilip seguramente le gustaría verme luciendo el rojo tradicional.

Mamá desenrolla un sari con una llamativa orla roja.

—Lo que cuenta es lo que tú quieras.

Me sorprende oír esas palabras de labios de mi madre. A lo mejor está dispuesta a ceder en esto, a dejar que Gita elija su propio sari de boda, porque va a casarse con un indio.

—No estoy segura de lo que quiero —contesta Gita—. Pero tienes razón, no tendría que anteponer los deseos de los demás a los míos. —Llama por señas a la dependienta del sari amarillo—. ¿Tienen más saris de seda con orlas tejidas?

La mujer asiente con el rostro de perfil y saca otra pila de saris de distintos colores.

—No sé ni por qué te molestas en buscar aquí —le digo.

Empiezan a dolerme los pies. Tengo hambre. Llevamos tres horas de compras en sendas tiendas distintas, desdoblando saris y contemplándolos al trasluz. Estoy harta de la quincalla de colores chillones.

—Necesito tomarme mi tiempo —contesta Gita—. La boda tiene que salir perfecta.

—Si esperas que nada se tuerza, te llevarás un chasco —le advierto—. ¿Recuerdas que el fotógrafo llegó tarde a mi boda? Y luego tardó siglos en enviarme las fotos...

Ahora ya da igual.

Mamá y Gita guardan silencio unos instantes, incómodas, y luego Gita sonríe.

—Puedo intentarlo, al menos.

Mamá extiende sobre el mostrador un sari verde con estampado de flores de loto gigantes.

—¡Mira este, qué maravilla!

—¡Ni loca! —replica Gita—. Parecería un sapo en un estanque.

La mujer del sari color plátano se aleja para ayudar a una clienta que señala la crema blanqueadora Blanca y Radiante expuesta bajo la luna del mostrador. Para los indios, un cutis pálido sigue siendo sinónimo de belleza. Con lo poco que me queda del bronceado de Los Ángeles, no entraría en el canon.

Los colores de algunos de estos saris son delirantes: lima fluorescente, amarillo limón.

—La tía Ruma va a traerte saris de India —le recuerdo a mi hermana—. Seguro que serán de mejor calidad.

—¿Por qué no puedo buscar aquí también? Ahí tienes un sari de seda, y otro, y aquí otro más. Son preciosos.

—Podrías casarte con lo que llevas puesto ahora mismo —digo, señalando el sencillo vestido blanco que luce mi hermana bajo un abrigo de punto azul, largo y abotonado—. Estás de lo más elegante.

—¡No puedo ir vestida de blanco en una boda bengalí! —Gita arruga su perfecta nariz—. Es el color del duelo, ¿recuerdas?

—Puedes ir del color que quieras. La boda no es más que una ceremonia. Sobrevalorada, en mi opinión. Ponemos mucho énfasis en el ritual, pero lo que de verdad importa es el carácter de la persona con la que te casas. ¿Acabará Dilip poniéndote los cuernos? Eso es lo que deberías preguntarte.

—¡Jasmine! —exclama mamá.

—Lo siento, no he podido evitarlo.

Los labios de Gita tiemblan.

—No lo estropees todo, Jasmine.

Levanto las manos en el aire.

—No lo decía en serio. Me preocupo por ti, eso es todo. Solo deseo que estés bien. No quiero que des este paso sin estar preparada.

—Lo estoy. Deja de preocuparte por mí. Dilip y yo seremos felices por siempre jamás.

—De acuerdo, entonces me alegro por ti.

—No lo parece. Yo diría que estás resentida.

—¡Chicas! —grita mamá. Desenrolla un sari naranja chillón y agita la tela entre ambas, como si enarbolara una bandera de la paz—. ¿Qué me decís de este? Es de seda; precioso.

—¡Que no, mamá! —Gita da una patada en el suelo, algo que no la veía hacer desde que era una niña y tenía berrinches—. Los hare krishnas van de naranja. ¡Y son una secta!

Mamá vuelve a enrollar el sari.

—¿Cómo iba yo a saberlo? No quiero que discutáis como dos niñas.

—No estamos discutiendo —replica Gita, mirándome con cara de pocos amigos—. Jasmine cree que comprar un sari es una pérdida de tiempo.

—Yo no he dicho eso. Solo quiero que te lo pienses, que te... sientas segura de lo que haces. ¿De veras quieres pasar el resto de tu vida con el mismo hombre, día tras día? ¿Quieres comprometerte hasta ese punto? ¿Hasta el punto de que no sepas distinguir tu dinero del suyo? Puede incluso que tengáis hijos antes de descubrir que no estáis hechos el uno para el otro, ¿y entonces qué?

—No podría estar más segura de lo que hago.

Gita hace caso omiso de mis advertencias, como de costumbre. Está cegada por el amor, perdidamente enamorada. Su idealismo brilla con tal intensidad que podría alumbrar todo un planeta. El problema es que ese resplandor no puede durar para siempre.

Vuelvo a la librería a la hora de cierre, tras haberme pasado el día comprando, discutiendo y probando una amplia variedad de dulces y pastelitos en la repostería india de Bellevue para que Gita pueda elegir el postre del banquete de bodas. He hecho todo lo que he podido por resultarle útil. He intentado con todas mis fuerzas alegrarme por ella.

Tony me ha dejado una nota, deseándome un maravilloso fin de semana. Me dejo caer en un sillón con una taza de té en la mano y apoyo los pies en la otomana. Los libros de la tía Ruma no discuten, no exigen nada, no rechistan. No me recuerdan cosas que preferiría olvidar. Me siento extrañamente reconfortada aquí, en medio del caos, el abarrotamiento y el polvo, por más que me pique la nariz.

—Jasmine —dice una voz a mi espalda. Una voz grave y profunda. Me vuelvo hacia atrás sin levantarme del sillón. Está tremendo, recortado sobre la tenue luz de fondo, con la cazadora perlada de relucientes gotas de lluvia. Percibo su habitual perfume agreste, al aire cargado de sal marina.

—¡Connor! —exclamo, incorporándome de golpe en el sillón. He olvidado completamente nuestra cita.

26

—Se te ha olvidado. —Connor se apoya con ademán informal en la jamba de la puerta.

—Oh, cielos, es verdad. —Me levanto de un brinco, me sacudo los vaqueros con las manos y me aliso el pelo enmarañado.

—Puedo volver en otro momento.

Su voz, varios tonos más grave que la de Robert, ejerce un extraño efecto en mis terminaciones nerviosas.

—Lo siento. He estado..., han pasado muchas cosas.

De pronto me doy cuenta de que tengo la blusa toda arrugada, los ojos hinchados. Noto que me ruborizo.

—Una semana movidita, ¿no?

Su voz resuena, y mi corazón late desbocado. Echa un vistazo a su reloj, el viejo cronógrafo plateado con correa de piel.

—Mi ex marido ha venido para pedirme que renuncie a mi parte del piso que compartíamos a fin de que se lo queden su nueva novia y él...

—Vaya, menuda faena. Tu ex es un zoquete.

Una palabra que ya nadie usa. Pero me gusta.

—¿Debería haberle dicho que sí? Quiero decir, ¿crees que soy una egoísta por aferrarme al piso, o al menos a la parte que me corresponde?

Hablo como si lo hiciera para mis adentros, pero Connor me escucha con atención.

—Siento que tengas que desprenderte de algo que significa tanto para ti —repone con dulzura.

De pronto, apenas puedo respirar. Las lágrimas vuelven a anegarme los ojos.

—Y mi hermana va a casarse. He pasado todo el día con mi madre y con ella, buscando saris de boda.

—Una boda. Vaya, qué poco oportuna.

Me enjugo los ojos húmedos.

—Sé que las bodas deben ser celebraciones alegres, pero acabo de divorciarme y no estoy de humor para fiestas.

—Es normal que estés triste. Yo también he pasado por eso.

—Ah, ¿estuviste casado?

—Una vez, hace mucho tiempo. Parece que fue en otra vida.

—¿Qué pasó, os divorciasteis?

Connor frunce el ceño fugazmente.

—Murió.

El tono es duro, seco.

—Lo siento.

Connor asiente ligeramente, y decido no seguir indagando. Finjo que me quito una pelusa de la falda.

—Estoy hecha polvo. Debo de tener una pinta horrible.

—No, estás preciosa. —Por algún motivo, cuando él lo dice, me siento preciosa—. Llevo toda la semana deseando verte.

—No estaba segura de que fueras a venir. —Me tiemblan los dedos, el corazón me brinca en el pecho. Mi cuerpo ha decidido embarcarse en un viaje por su cuenta y riesgo. Uno las palmas de las manos a la altura del pecho—. Debería ir arriba a cambiarme...

—No quiero perderte de vista.

Me ruborizo.

—Mmm, vale. ¿Qué te apetece hacer?

Se frota la ceja con el dedo, algo típico en él cuando no sabe qué decir o mientras reflexiona.

—¿Qué te parece si hacemos una visita guiada de la casa? Este lugar tiene mucha historia, hasta el último rincón. Luego podría prepararte la cena.

—No tienes por qué...

—Quiero hacerlo.

—De acuerdo, una visita guiada. —Intento recordar lo que mi tía me ha ido contando sobre la casa a lo largo de los años, cosas sueltas sobre esto y lo otro—. Creo que, en un primer momento, la casa pertenecía a la compañía maderera Walker. Pero de eso hace un siglo.

Connor apoya una de sus largas manos en el elaborado pasamanos.

—Es una construcción muy elegante, de estilo...

—Reina Ana. La familia Walker vendió la casa a principios del siglo XIX, si no me equivoco, cuando la industria maderera entró en decadencia. La casa pasó por dos o tres manos más, no estoy segura, hasta que mis tíos la compraron hace treinta años. Ellos mandaron restaurar las habitaciones. Mi tío murió hace casi una década, de un ataque al corazón.

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