—Sí, capitán —asentí. Observé aturdido la larga hilera de compartimentos, los traseros de los esclavos corceles, las botas provistas de herraduras sobre la tierra cubierta de heno—. Pero ¿podríais... podríais...?
—¿Sí, Laurent?
—¿Me haréis saber de vez en cuando cómo le va a Lexius? —Mi querido y elegante Lexius no tardaría en encontrarse entre los brazos de la reina—. Y la princesa Bella... si tenéis alguna noticia.
—Nunca hablamos de quienes han abandonado el reino — dijo él—. Pero os haré saber si circula algún rumor. —Vi la tristeza y la añoranza reflejadas en el rostro del capitán—. En cuanto a Lexius, os contaré cómo le va. Podéis estar seguros, los dos, de que nos veremos con frecuencia. Si no os veo trotando cada día por las calles y vendré a buscaros.
Me volvió la cara hacia él y me besó con fuerza en la boca. Luego besó a Tristán del mismo modo y yo estudié los dos rostros mal afeitados allí juntos, la fusión de pelo rubio, los ojos medio cerrados.
Dos hombres besándose. Qué visión tan encantadora.
—Sed estrictos con ellos, Gareth —dijo al soltar a Tristán—. Adiestradlos bien. En caso de duda, usad el látigo.
Una vez que se hubo marchado, nos quedamos a solas con el joven mozo del establo que entonces era nuestro amo y que ya empezaba a hacer que mi corazón diera brincos.
—Muy bien, mis jóvenes caballos dijo con la misma voz llena de júbilo que antes—. Con las barbillas bien altas, recorred la hilera hasta llegar a la última casilla. Marchad como siempre hacen los corceles, a ritmo enérgico, con los brazos fuertemente doblados contra la espalda y las rodillas altas. No quiero tener que recordaros esto nunca más. Marcharéis en todo momento con brío, tanto si estáis calzados como si no, si vais por la calle u os encontráis en las cuadras, siempre orgullosos de la fuerza de vuestros cuerpos.
Obedecimos y nos desplazamos hacia el final de la larga hilera de casillas hasta llegar a la última, que estaba vacía. Vi el abrevadero situado debajo de la ventana, con los cuencos de agua limpia y de comida, y las dos anchas vigas lisas que atravesaban la casilla, sobre las que teníamos que doblarnos por la cintura, una de ellas para sostener nuestros pechos y la otra para los vientres. Gareth nos empujo a cada uno a un extremo de la casilla para poder quedarse entre los dos y nos ordenó inclinarnos hacia delante. Obedecimos hasta quedarnos con los torsos sobre las vigas y las cabezas situadas encima de los cuencos de comida.
—Ahora lamed el agua y hacedlo con entusiasmo —dijo él—. No quiero ver ni una pizca de vanidad o de reticencia. Ahora sois corceles.
En este lugar no habían dedos delicados y sedosos, ungüentos perfumados, ni voces tiernas hablando en esa impenetrable lengua arábiga que parecía tan apropiada para la sensualidad.
El húmedo cepillo para restregar me alcanzó en la espalda e inició de inmediato el vigoroso fregado mientras el agua goteaba por mis piernas desnudas. Sentí una oleada de vergüenza al lamer el agua del cuenco; la humedad que se pegaba a mi rostro me resultaba odiosa pero tenía sed. Así que hice lo que me ordenaban, sorprendentemente ansioso por complacer, disfrutando del olor del coleto de cuero sin mangas de Gareth y su piel tostada por el sol.
Me restregó a conciencia. Se agachaba desenvueltamente bajo las vigas y volvía a aparecer entre ellas o bien por delante cuando era necesario, con movimientos firmes y bruscos, así era como él desempeñaba sus tareas. Su voz sonaba tranquilizadora. Cuando acabó conmigo se volvió a Tristán, justo en el momento en que nos traían la comida, un buen plato de denso cocido de carne, que dijo que teníamos que dejar limpio.
Yo sólo había dado los primeros bocados cuando Gareth me obligó a parar.
—No, ya veo que aquí hace falta adiestramiento de urgencia. Os he dicho que os lo comáis, y cuando digo comer, quiero decir que lo devoréis a toda velocidad. No voy a consentir modales refinados. Ahora, a ver cómo lo hacéis.
De nuevo, me sonrojé de vergüenza por tener que coger la carne y las verduras con la boca, por tener el estofado delante de la cara, pero no me atreví a desobedecerle. Ya sentía un afecto extraordinario por él.
—Bueno, eso está mejor —reconoció. Vi que daba una palmadita a Tristán en el hombro—. Voy a explicaros ahora mismo lo que significa ser un corcel. Significa sentir orgullo por lo que sois y perder todo el falso orgullo por lo que ya habéis dejado de ser. Hay que marchar con brío, con la cabeza alta, la verga dura, mostrando toda vuestra gratitud a la menor atención. Obedeceréis con entusiasmo todas las órdenes, incluso las más sencillas.
Habíamos acabado nuestra comida pero continuábamos doblados sobre la barra mientras unos mozos nos ponían las botas y nos ataban fuertemente las lazadas alrededor de las pantorrillas. Las pesadas herraduras cargaban nuestros pies de tal manera que me volvieron a saltar las lágrimas. Había llevado estas botas con herraduras en el sendero para caballos por el que lady Elvira me hizo correr a latigazos junto a su montura. Pero eso no era nada comparado con esto. Nos encontrábamos en un mundo de austeros castigos y, abrumado por la confusión, empecé a lloriquear, sin esforzarme lo más mínimo por detenerme. Sabía cuál era el siguiente paso.
Permanecí en mi puesto. Entretanto, me introdujeron el falo y enseguida noté el leve roce de la cola de caballo. Tragué saliva deseando que no tardaran en amordazarme para que los gemidos fueran menos perceptibles y Gareth no se enfureciera.
Tristán también estaba pasando un mal rato, lo cual sólo servía para confundirme aún más. Cuando volví la cabeza para echar un vistazo a la tupida cola de caballo que le habían metido, aquel espectáculo me encandiló.
Mientras tanto, empezaron a ajustarnos los arneses, unas excelentes correas que pasaban por encima de los hombros, bajaban hasta las piernas, subían hasta una anilla situada en la parte posterior del falo y continuaban hacia arriba para rodear las caderas, donde quedaban aseguradas con hebillas. Eran unas piezas excelentes, aunque yo no experimenté verdadero pánico, auténtica indefensión, hasta que me ataron fuertemente los brazos con correas y me los ligaron al resto del arnés.
Comprendí con cierto alivio que mi voluntad ya no era un factor tan importante. Se me escapó un sollozo cuando me metieron a la fuerza entre los dientes una rígida embocadura de cuero enrollado y sentí las riendas pegadas a ambos lados de mi cara.
—Arriba, Laurent —ordenó Gareth con un fuerte tirón de riendas. Mientras yo me enderezaba y retrocedía un poco desequilibrado por las pesadas botas provistas de herraduras, sentí que él sujetaba unas abrazaderas con pesos que me rozaban la piel del tórax y tiraban de la delicada piel de mis pezones. Las lágrimas corrían a mares por mi rostro. Ni siquiera habíamos salido de los establos.
Tristán gemía mientras le aplicaban el mismo tratamiento. De nuevo sentí aquella confusión que se acrecentó al volver a echarle una ojeada. Pero en esta ocasión, Gareth tiró con fuerza de las riendas y me dijo que mirara delante si no quería que me pusieran un bonito collar para mantener fija mi cabeza al frente.
—¡Los corceles no echan miradas a su alrededor de esa manera, muchacho! —exclamó, y de repente me golpeó con la palma de la mano abierta a la vez que sacudía el falo en mi interior—. Y si lo hacen, se llevan unos buenos azotes y luego les colocamos unas anteojeras.
Cuando me tocó la verga con los dedos para atarme los testículos con una apretada anilla que los pegaba al pene, apenas fui capaz de soportar la dulzura del toque, el ardor de aquella sensación.
—Bien, eso está mejor —dijo mientras caminaba de un lado a otro ante nosotros y observándonos. Las mangas blancas remangadas mostraban el fino vello dorado de sus brazos bronceados y sus caderas se movían seductoramente bajo el chaleco de cuero sugiriendo un sosegado contoneo.
—Si no me queda otro remedio que soportar vuestros lloriqueos —continuo— quiero que levantéis bien la cara para que todo el mundo vea las lágrimas. Si tenéis que llorar, al menos que vuestros amos y señoras disfruten de la visión. Pero no me engañáis ninguno de los dos. Sois corceles perfectos. Vuestras lágrimas sólo os servirán para que os fustigue aún con más fuerza. ¡Ahora, marchad hasta la entrada de los establos!
Los dos obedecimos al instante. Noté que Gareth cogía las riendas desde atrás y el falo penetró con fuerza en mi ano como si fuera un garrote, igual de duro e inflexible que el falo de bronce, muy grueso y sujeto firmemente por el arnés. Los pesos tironeaban de los pezones. De hecho, ninguna parte de mi cuerpo descansaba tranquila. La anilla de la verga me comprimía el pene, las botas se ajustaban como guantes a las piernas y hacían que el resto de mi cuerpo sintiera su desnudez de un modo más humillante. El arnés parecía gobernarme, me contenía y unificaba un millar de sensaciones y tormentos.
Creí disolverme en esas sensaciones pero de pronto me alcanzó el sonoro y rotundo chasquido de la correa de Gareth sobre la espalda. Resonó otro golpe y oí que Tristán daba un respingo desde detrás de la embocadura. Nos hicieron marchar al lado de las picotas y luego atravesamos una puerta doble para salir a un gran patio con carretas y carruajes en sus casillas y una entrada abierta que daba a la calzada este del pueblo.
De nuevo temí que nos hicieran salir al exterior, que nos vieran con este vergonzoso aspecto, y cuanto más temblaba con los angustiados sollozos y la respiración entrecortada, más oprimido me sentía por los arreos y los pesos que colgaban de mis pezones.
Gareth se colocó a mi lado y me dio unas rápidas pasadas por el pelo con un peine.
—¿Y ahora de qué tenéis miedo, Laurent? —preguntó con desdén. Me dio un golpecito cariñoso en el trasero donde momentos antes me había golpeado con el látigo—. No, no quiero atormentaros —dijo—. Hablo completamente en serio. Permitidme que os diga algo acerca del dolor: sólo es bueno cuando tenéis alguna posibilidad de elección.
Agitó el falo para comprobar si estaba bien metido. Pareció oprimirme con más fuerza, mas a fondo; el ano me picaba y palpitaba a su alrededor. No podía dejar de llorar.
—¿Pero tenéis vosotros alguna elección? —preguntó con franqueza—. Pensad un poco. ¿Tenéis alguna opción?
Sacudí la cabeza para admitir que no la tenía.
—No, no es así como contesta un corcel —dijo afectuosamente—. Quiero que sacudáis la cabeza como es debido. Así. Eso es. Así.
Obedecí y cada sacudida de cabeza tensó los arneses, movió los pesos e hizo vibrar el falo. Gareth me tocó el cuello con una amabilidad que me enloquecía. Me entraron ganas de volverme a él y llorar contra su hombro.
—Entonces, como estaba diciendo —continuó—, escuchad también vos esto, Tristán, el miedo sólo es importante cuando tenéis alguna alternativa o algún control. Éste no es vuestro caso. Dentro de breves momentos, el corregidor estará aquí con la carreta de carga de su granja. Vendrá para devolver el tiro anterior y buscar otro nuevo, del que ambos formaréis parte, para llevarle de regreso a su casa solariega y recoger la carga de la tarde. No tenéis otra elección. Tendréis que marchar hacia allí amarrados a la carreta, tirar de ella toda la tarde y, mientras lo hacéis, os fustigarán vigorosamente. No podéis hacer nada en absoluto para evitarlo. Así que, si pensáis en ello, ¿de qué podéis tener miedo? Haréis esto durante todo un año; nada va a cambiar. Me entendéis, sabéis que es así. Quiero ver cómo asentís con la cabeza.
Tristán y yo sacudimos la cabeza a la vez. Para mi sorpresa, me sentí un poco más calmado. El temor parecía transformarse, convertirse en otra cosa, en algo indefinible. La sensación que me producía esta nueva vida que no hacía más que comenzar era difícil de explicar, quizás imposible... Todos los caminos que había seguido me llevaban a este lugar, a esta puerta, a este comienzo.
Gareth tomó un poco de aceite de un frasco próximo y me frotó en los testículos mientras murmuraba que aquello haría que «resplandecieran». Luego, aplicó el mismo aceite al pene. Me costaba enormemente dominar los estímulos que me producía, sentí escalofríos que hormigueaban por mi piel y huí asustado de su mano mientras él se reía y me pellizcaba el trasero.
—¿Cuándo cesarán estas lágrimas? —preguntó mientras me besaba la oreja—. Morded con fuerza la embocadura cuando lloréis. Mascad con fuerza. ¿No os produce una sensación agradable el blando cuero entre los dientes? A los corceles suele gustarle.
Sí, producía una sensación agradable. Tenía razón. Servía de ayuda mascar contra la embocadura, manipularla entre las mandíbulas. El rígido rollo de cuero tenía buen sabor y parecía fuerte, lo suficiente para aguantar la presión de los mordiscos.
Observé a Gareth por el rabillo del ojo mientras lustraba a Tristán. Pensé, «en cualquier momento habremos salido a la calzada, estaremos marchando ante cientos de personas que nos verán... si se toman la molestia de observarnos, de prestarnos atención».
Gareth se volvió otra vez a mí. Me colocó un pequeño aro de cuero negro justo debajo de la punta de la verga, adornado con una pequeña campanilla que producía un sonido discordante, grave y estridente con cada movimiento. Parecía increíble que una cosa tan ínfima pudiera ser tan degradante.
Me invadieron recuerdos de los exquisitos adornos de la sultanía: joyas, oro, las alfombras multicolores esparcidas sobre el césped suave y verde, los sofisticados grilletes de cuero; y las lágrimas surcaron mi rostro. ¡Pero si yo no quería volver allí! ¡Simplemente era que el dramático cambio lo intensificaba todo!
A Tristán también le iban a obligar a llevar la campanilla; cada movimiento de nuestras vergas extraía un sonido pasmoso de aquellas cosas. Íbamos a acostumbrarnos, de eso estaba seguro, acabaríamos acostumbrándonos a todo esto. ¡En cosa de un mes, nos parecería natural!
Observé que Gareth cogía una tralla de largo mango que yo no había visto antes y que colgaba de un gancho de la pared. Estaba compuesta por un manojo de tiras de cuero, tiesas pero flexibles, una especie de látigo de nueve colas, y nuestro mozo empezó a azotarnos a los dos con ella, con gran energía.
No dolía igual que el golpe de la correa pero las tiras eran pesadas y cubrían fácilmente toda la carne con cada azote. Casi resultaban acariciadoras. Envolvían la piel desnuda con incontables punzadas, pinchazos y rasguños.
Gareth tomó otra vez las riendas y nos hizo marchar hasta la entrada de las cuadras. El corazón me subió hasta la boca. Miré al otro lado de la amplia calzada, a la muralla del pueblo. En lo alto de ella, los soldados iban y venían holgazanamente, no eran más que meras siluetas recortadas contra el cielo soleado. Uno de ellos se detuvo para saludar con el brazo a Gareth y éste le devolvió el ademán. Por el sur apareció un carruaje que se acercaba a buena velocidad tirado por ocho corceles humanos, todos ellos enjaezados como nosotros y con embocaduras iguales que las nuestras. Me quedé observando estupefacto.