Lexius adquirió un exquisito rubor. Vi la cólera que se encrespaba para luego fundirse una vez dominada. Entornó los ojos.
—¡Sois un sinvergüenza muy apuesto, lo sabéis, eunuco o no! —siseé.
—¡Silencio! —soltó, fulminante.
Los asistentes estaban escandalizados. La palabra reverberó por el jardín. Luego su voz crepitó para dar unas órdenes rápidas. Los asistentes, aterrorizados, acabaron con Tristán y se apresuraron a salir en silencio.
Yo había inclinado la cabeza pero volvía a levantar la mirada.
—¿Cómo osáis? —susurró. Fue un momento interesante porque comprobé que murmuraba del mismo modo que había hecho yo. Él tampoco se atrevía a hablarme en voz alta.
Sonreí. Mi pene latía violentamente, con el fluido listo para derramarse.
—¡Yo os montaré, si así lo preferís! —le susurré—. Quiero decir, si no funciona esa cosa que tenéis...
La bofetada me alcanzó con tanta velocidad que no la vi. Me hizo perder el equilibro. Me quedé de nuevo a cuatro patas. Oí un sonido silbante, algo que provocaba miedo por razones que no recordaba. Alcé la vista y vi que sacaba una larga traílla de cuero de su faja. La llevaba enrollada en la cintura, oculta entre los pliegues de terciopelo. Tenía un pequeño aro en el extremo, lo suficientemente grande para abarcar una verga normal, no para la mía, pensé.
Me agarró por el pelo y me levantó. Sentí el miedo como una quemadura. Me azotó con fuerza dos veces y vi el jardín entre centelleos de color mientras mi cabeza iba de un lado a otro. Tumulto en el paraíso. Sentí que me removía los testículos, que los elevaba, y la correa para la verga me rodeaba y se cerraba con firmeza. De hecho, quedaba muy bien ajustada. La traílla tiró de toda mi pelvis hacia adelante. Me arañé las rodillas con la hierba mientras intentaba recuperar el equilibrio.
El amo me obligó a bajar la cabeza hasta que pudo poner la todopoderosa pantufla sobre mi nuca. Una vez más volvía a tener la cara pegada al suelo, aunque la traílla pasaba bajo mi pecho. Tiró de ella con brusquedad para obligarme a corretear tras él a cuatro patas.
Hubiera deseado volver la vista hacia Tristán. Me sentía como si le hubiera traicionado. De pronto pensé que había cometido un error espantoso, que iba a acabar en uno de los pasillos, o tal vez algo peor. Pero ya era demasiado tarde. La correa me oprimía la verga mientras él estiraba de mí con fuerza en dirección a las puertas de palacio.
Bella se despertó medio desfallecida. Las esposas del harén seguían congregadas a su alrededor, charlando despreocupadamente.
En las manos sostenían largas y hermosas plumas, colas de pavo real y otros plumajes de gran colorido que de vez en cuando pasaban por los pechos y los órganos sexuales de la princesa.
Su húmedo sexo palpitaba con un leve latido. Sentía las plumas que se deslizaban sobre sus pechos y luego le recorrían el sexo con más brusquedad pero lentamente.
¿No querían nada para ellas, estas amables criaturas? De nuevo le invadió el sueño, pero enseguida se despejó.
Bella abrió los ojos. Vio el sol que se derramaba a través de las altas ventanas enrejadas, los entoldados del techo con abundantes bordados, cuentas brillantes e hiladuras de oro. Observó los rostros de las mujeres próximos a ella, los dientes blancos, los suaves y rosados labios oscuros. Oyó su charla, rápida y en voz baja, y su risa. De entre los pliegues de sus ropas surgían perfumadas fragancias. Las plumas continuaban entreteniéndose con Bella como si se tratara de un juguete, algo a lo que podían importunar futilmente.
Gradualmente, desde este bosque de hermosas criaturas, Bella desplazó la vista hasta una figura majestuosa, una mujer que se mantenía apartada del resto y cuyo cuerpo permanecía medio oculto por un biombo, agarrada con una mano al extremo de la madera de cedro mientras miraba a Bella.
La princesa cerró los ojos y se deleitó con el calor del sol, en el lecho de cojines, y las plumas. Luego volvió a abrirlos.
La mujer continuaba allí. ¿Quién era? ¿Había estado ahí todo el rato?
Era un rostro extraordinario, que destacaba incluso entre la infinidad de rostros extraordinarios. Boca sensual, nariz pequeña y unos ojos llameantes que en cierto modo eran diferentes a los de las demás. El pelo castaño oscuro, peinado con raya en medio, caía por debajo de los hombros en masas de rizos que creaban un triángulo de oscuridad alrededor de su rostro; sólo unos pequeños bucles sobre la frente sugerían cierto desorden, imperfección humana. Una gruesa corona de oro rodeaba su frente para sostener un largo velo de color rosa que parecía flotar sobre el pelo oscuro, y que caía tras su figura como una sombra teñida de rosa.
La cara, que tenía forma de corazón, era sin embargo severa, muy severa. Aquella expresión de aparente irritación era casi amarga.
Algunos rostros hubieran resultado feos con esta expresión pensó Bella, pero en este caso la intensidad realzaba su cara. Los ojos... ¡vaya!, eran de un gris violeta. Eso era lo que resultaba chocante. No eran negros. No obstante, tampoco eran claros; sino vibrantes, penetrantes y, de pronto, cuando Bella alzó la mirada para mirarlos, parecieron llenos de desasosiego.
La mujer retrocedió un poco detrás del biombo, como si Bella la hubiera inducido a retirarse. Pero aquel movimiento la delató. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Al principio nadie se movió. Luego las mujeres se levantaron y la saludaron con una reverencia. Todas las presentes en la habitación, excepto Bella, que no se atrevía a moverse, se inclinaron ante la dama que se hallaba de pie detrás del biombo.
«Debe de ser la sultana», pensó Bella, y sintió que la garganta se le contraía al ver que los ojos violetas se fijaban con tal concentración en ella. Sus ropajes eran suntuosos. Y los pendientes, dos inmensos adornos ovalados copiosamente labrados con relieves de esmalte violeta, eran una preciosidad.
La mujer no se movió ni respondió a los murmullos de saludo pronunciados por las otras. Permaneció medio oculta tras el biombo, observando a Bella.
Las mujeres volvieron a acomodarse en los lugares que ocupaban anteriormente. Se sentaron al lado de Bella y posaron otra vez las plumas sobre el cuerpo de la princesa para acariciarla. Una de las mujeres se apoyó contra Bella, con la misma calidez y fragancia de un gato gigante, y dejó que sus dedos juguetearan distraídamente con los pequeños y tupidos mechones púbicos de la muchacha. Bella se sonrojó, sus ojos se velaron mientras continuaba mirando a la distante mujer. Pero sus caderas se movían y, cuando las plumas volvieron a acariciarla, comenzó a gemir, perfectamente consciente de que aquella dama la observaba.
«Salid —quería decirle Bella—. No seáis tímida.» La mujer la atraía. Movió las caderas aún más deprisa y la ancha pluma de pavo real se dilataba en sus pasadas. Sintió otras plumas que le hacían cosquillas entre las piernas. Las delicadas sensaciones se multiplicaban cada vez con mayor intensidad.
Luego una sombra cruzó ante sus ojos. Sentía los labios que volvían a besarla, y dejó de ver a la extraña y vigilante mujer.
Era la hora del crepúsculo cuando Bella se despertó. Sombras azules celestes y el temblor de la luz de las lámparas. Olor a cedro y a rosas. Las esposas continuaron acariciándola mientras la levantaban del lecho para llevarla hasta el pasadizo. Entonces, cuando su cuerpo volvía a despertar, no quería irse, pero luego pensó en Lexius. Seguro que le harían saber que les había agradado. Obedientemente, Bella se puso de rodillas.
Sin embargo, justo antes de entrar en el pasaje, echó un vistazo atrás, a la umbría habitación, y distinguió a la espectadora de pie en el rincón. Esta vez no había ningún biombo que la ocultara.
Iba vestida de seda violeta, del mismo color que sus ojos, y el alto fajín dorado y plateado era como un trozo de armadura que encerraba su estrecha cintura. El velo rosa revoloteaba alrededor de ella como si tuviera vida propia, como un aura.
« ¿Cómo desabrocháis el fajín, cómo se quita?», se preguntaba Bella intrigada. La mujer tenía la cabeza un poco ladeada, como si intentara disimular su fascinación por Bella. Sus pechos parecían hincharse visiblemente bajo el ajustado corpiño de tela bordada que, también, en cierto modo, recordaba a una pieza de armadura. Los pendientes ovalados de sus orejas parecían temblar como si registraran la excitación secreta y absolutamente privada que sentía la mujer.
Bella no lo sabía, pero quizá fuera el efecto embellecedor de la luz lo que hacía que esta mujer pareciera infinitamente más atrayente que las demás, como una gran florescencia tropical de color púrpura situada entre azucenas atigradas.
Las mujeres instaban a Bella a continuar, aunque la besaban al mismo tiempo. Debía irse. Dobló la cabeza y se introdujo en el pasadizo, aún con el hormigueo del contacto de las mujeres en la carne, y rápidamente salió al otro lado, donde dos criados varones la esperaban.
Anochecía. En los baños todas las antorchas estaban encendidas. Después de aplicarle aceites, perfumarla y cepillarle el pelo, tres asistentes condujeron a Bella hasta el pasillo más amplio que había visto anteriormente, el que estaba decorado tan exquisitamente con esclavos atados y mosaicos que conferían al lugar una atmósfera de tremenda importancia.
No obstante, Bella estaba cada vez más asustada. ¿Dónde se encontraba Lexius? ¿Adónde la llevaban? Los criados trasportaban un cofrecito con ellos. Bella se temía que sabía lo que había dentro.
Finalmente, llegaron a una sala que tenía una monumental puerta doble a la derecha, una especie de vestíbulo de techo descubierto. Bella vio las estrellas, sintió el aire cálido.
Pero cuando descubrió el nicho en la pared, el único nicho de la habitación, colocado exactamente en frente de las puertas, sintió terror. Los asistentes dejaron el cofre en el suelo y se apresuraron a sacar de él un collar de oro y una tela de seda.
Al comprobar el miedo de ella se limitaron a sonreír. La colocaron en el nicho, le doblaron los brazos tras la espalda y, rápidamente, cerraron con un chasquido el alto collar forrado de piel que le rodeó el cuello, abrigando su mandíbula con el amplio borde que levantaba ligeramente su barbilla. No podía volver la cabeza ni mirar hacia abajo. El collar estaba enganchado al muro que tenía a su espalda. Aunque levantara los pies del suelo aquel engarce la hubiera sostenido.
Pero no hizo falta. Los mozos le estaban levantando los pies para envolvérselos con largas tiras de seda. Continuaron trabajando piernas arriba, apretando cada vez más la tela, pero dejaron el sexo al descubierto. En un momento, la seda le ceñía el estómago y la cintura, le lacraba los brazos contra la espalda y cruzaba el pecho para dejarlo al descubierto.
Con cada vuelta de la seda, el vendaje la oprimía más. Tenía espacio suficiente para respirar pero estaba completamente rígida, totalmente encerrada y acalorada. Se sentía comprimida y muy liviana. Tenía la impresión de flotar en el nicho, como algo compacto, indefenso, incapaz de ocultar su sexo desnudo y sus pechos, ni la franja de carne desnuda que comprendía sus nalgas estrujadas.
Sus pies habían quedado bien separados, sujetos al suelo por medio de unas correas. Luego los criados dieron un último ajuste al alto collar de metal y al gancho.
Bella temblaba de pies a cabeza. Gemía. La atención que le prestaban los criados era escasa. Tenían prisa. Le cepillaron el pelo para que cayera sobre sus hombros y dieron un toque final con los labios. Le peinaron el vello púbico haciendo caso omiso a los gemidos de la princesa. Luego, le dieron una última tanda de besos en los labios y otra de silenciosas amonestaciones para que se mantuviera callada.
Los criados se alejaron por el corredor. La dejaron en esta alcoba iluminada por antorchas, como si fuera un mero accesorio, igual que los otros que había visto antes por los pasillos.
Bella se quedó quieta. Su cuerpo parecía crecer bajo las envolturas, llenándolas y presionando contra éstas cada centímetro de su cuerpo, tan opresivamente sujeto. El silencio zumbaba en sus oídos.
Las antorchas que llameaban frente a ella a ambos lados del corredor le parecieron seres vivos.
La princesa intentó permanecer inmóvil pero perdió la batalla. De repente, todo su cuerpo se esforzó por liberarse. Sacudió la cabeza e intentó liberar sus miembros, pero no consiguió variar ni un ápice la posición de esta pequeña escultura en la que la habían convertido.
Luego, mientras las lágrimas surcaban su rostro, sintió un arrebato maravilloso, triste. Pertenecía al sultán, al palacio, a este tranquilo e inevitable momento.
En realidad, era un gran honor que le hubieran asignado este lugar especial en vez de colocarla en una fila con los demás. Miraba hacia las puertas. Estaba agradecida de que allí no hubiera más esclavos maniatados como motivos decorativos. Sabía que cuando abrieran las puertas podría bajar la vista y mostrarse totalmente servil, como se esperaba de ella.
Se deleitó en las ataduras, pese a que era consciente de la frustración que la noche traería consigo. Su sexo ya empezaba a recordar el contacto de las mujeres del harén. Soñaba, pese a que aún estaba despierta, con Lexius y aquella extraña mujer, la sultana tal vez, que había estado observándola pero que no la había tocado.
Bella tenía los ojos cerrados cuando oyó un débil sonido. Alguien se acercaba. Alguien pasaría junto a ella en medio de las sombras, sin percatarse de su presencia. Los pasos se aproximaban cada vez más. Bella respiró ansiosamente bajo la fuerte contracción de las vendas.
Finalmente, las figuras se hicieron visibles. Eran dos señores del desierto elegantemente ataviados con relucientes tocados de lino blanco, fruncidos en la frente con trenzas de oro que formaban pulcros pliegues en torno a sus caras y por encima de sus hombros. Hablaban entre ellos. Ni siquiera le dirigieron una ojeada. Tras ellos venía un silencioso sirviente, con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Parecía asustado, tímido.
El vestíbulo se quedó una vez más en silencio y el corazón de Bella adoptó un ritmo más pausado; su respiración se normalizó. Le llegaban leves sonidos de risas y música que procedían de muy lejos, demasiado distantes para inquietaría o calmarla.
Casi dormitaba cuando un penetrante chasquido la despertó. Fijó la vista hacia delante y vio que la puerta doble se había movido. Alguien la había entreabierto y la estaba observando desde allí. ¿Quién era aquella persona y por qué no se dejaba ver?