Cuando miró hacia atrás, Sextus ya no estaba.
—¡Así se lucha! —Brennus se le acercó jadeando. Estaba ensangrentado de la cabeza a los pies.
Romulus miró a su alrededor para ver si había enemigos. Como no vio a ninguno, se relajó ligeramente.
—El combate ya casi ha terminado —dijo satisfecho—. Gracias a ti.
Brennus asintió agradecido.
—Mata o te matarán —dijo.
Romulus hizo un recuento rápido: menos de veinte gladiadores del Dacicus seguían en pie.
—Ya no tardaremos demasiado.
—Esperemos que estos locos se rindan rápido —suspiró el galo—. No tienen ninguna posibilidad de vencer.
De repente apareció una red volando por los aires que aterrizó en la cabeza de Brennus; los bordes lastrados cayeron sobre la arena. El hombretón luchó por quitársela de encima pero el extremo de su espada estaba liado en la densa malla. Le cayó un golpe de tridente que Brennus consiguió esquivar a duras penas.
Romulus atacó instintivamente con el
gladius
y le cortó el brazo al atacante por el codo. Aunque se sorprendió al reconocer a uno de los reciarios del Magnus, no se quedó quieto. Una patada rápida en la entrepierna hizo caer en la arena al gladiador mutilado.
—¡Cuidado! —Brennus soltó la espada larga y agarró la red para quitársela de encima.
Romulus advirtió un movimiento con el rabillo del ojo. Alarmado, se dio la vuelta y se encontró frente a Gallus, flanqueado por Figulus y otros dos luchadores de expresión sombría, un tracio y un samnita. Llevaban en las manos armas ensangrentadas.
—¡Ahora estás solo, pedazo de mierda! —El reciario le embistió con el tridente.
—Tenía que haberte apuñalado a ti en vez de al gladiador del Dacicus —replicó Romulus, esquivando el golpe.
—Pues has perdido la ocasión —se burló Gallus.
Manteniéndose entre Brennus y los atacantes, Romulus retrocedió arrastrando los pies. El reciario se echó a reír porque pensaba que el muchacho intentaba escapar.
Sin pensárselo dos veces, Romulus clavó la espada en la arena, sacó el otro puñal y lo arrojó.
Los gladiadores se quedaron pasmados.
Gallus se paró de repente, emitiendo un extraño gorgoteo. El mango de hueso le sobresalía del cuello. Con expresión sorprendida, el bajo y robusto luchador se desplomó sin vida, igual que el primer contrincante de Romulus.
Brennus se quitó la red de encima y acudió al lado de Romulus.
—Tres contra dos. Supongo que calcularon bien las probabilidades.
—¡Por la verga de Vulcano! ¡Dijiste que Gallus atraparía con la red a ese enorme cabrón! —El samnita que estaba a la izquierda de Figulus arrastraba los pies nervioso por la arena.
—¿Por qué no le has destripado cuando estaba en el suelo, idiota? —El tracio se humedeció los labios secos, pero no retrocedió—. ¡Acabemos con esto!
—¿Habéis terminado ya de reñir? —Brennus sonrió torvamente y atacó.
Romulus estaba a sólo un paso por detrás.
El samnita los vio y se volvió para marcharse corriendo. Entonces apareció Sextus, surgido de la nada. Describiendo un movimiento amplio con el hacha, le cercenó la cabeza. Del torso decapitado brotó una fuente de sangre y cayó retorciéndose encima del cadáver de Gallus.
La arena que los rodeaba estaba teñida de rojo por la sangre de innumerables gladiadores del Dacicus… y de quienes se suponía que estaban de su parte. Gallus. El samnita. «Los hombres mueren a puñados. ¿Para qué?», pensó Romulus.
Figulus lanzó el escudo a Brennus y corrió hacia una zona más segura, con lo que dejó solo al último de sus compinches. El hombre palideció al ver acercarse a los tres amigos.
—¡Me rindo! —El
murmillo
se arrodilló y depuso el arma.
—Intentando matar a uno de los tuyos, ¿eh? —Brennus alzó la espada larga y la dejó caer sobre el hombro izquierdo del hombre; le fracturó la clavícula.
El
murmillo
profirió un grito agudo que resonó por todas partes. Romulus se dio cuenta de que la arena se había quedado en silencio. El combate había terminado. Todos los espectadores los miraban a ellos.
—Deja que viva, Brennus. —Sextus también se había dado cuenta—. Se acabó. Ha pedido clemencia. —El
scissores
se alejó y plantó el hacha ensangrentada en la arena—. Memor está observando.
—¡Este pedazo de mierda es un traidor a nuestra familia! —rugió el galo—. La lealtad lo es todo. Sin ella no somos nada.
—No vale la pena —dijo Romulus con desánimo. Le asqueaba la cantidad de cadáveres desperdigados como marionetas—. Ya han muerto suficientes hombres.
Se produjo un largo silencio. Brennus temblaba de ira.
—¡Brennus!
Al final el galo pareció dispuesto a ceder y la ira que bullía en sus ojos azules se fue apagando.
El
murmillo
levantó el índice, pero la muchedumbre se mofó de la petición de clemencia. Aquello no era lo que habían ido a ver.
«Ésta no es forma de vivir.»
Brennus también estaba harto. Bajó la espada larga y retrocedió haciendo caso omiso de los gritos.
A lo largo y ancho de la arena los luchadores del Dacicus que seguían con vida habían depuesto las armas y suplicaban clemencia. Quedaban menos de quince. Veinticuatro gladiadores del Magnus seguían ilesos; media docena estaban en el suelo gritando de dolor pero sobrevivirían y podrían continuar con su carrera de gladiadores.
El sonido de las trompetas ahogó el griterío. El corpulento maestro de ceremonias se dirigió de nuevo al público.
—¡La victoria es para el Lu-dus Mag-nus! —anunció.
Brennus, Romulus y los demás alzaron las espadas ensangrentadas a modo de reconocimiento. Los rugidos de respuesta ahogaron por completo los gritos de los heridos y los moribundos. A Roma le importaban poco las víctimas.
—Menuda carnicería. —Asqueado, Romulus observó las bocas abiertas del público que aullaba—. ¿Casi sesenta hombres han muerto para esto?
Brennus ya había dominado su ira y recobrado la compostura habitual tras el frenesí de la batalla. Se miró el brazo derecho, que le sangraba hasta el codo.
—Pompeyo se lo merece más que este pobre desgraciado, supongo —dijo pesadamente al tiempo que daba un ligero puntapié al samnita decapitado.
—¡Sí! ¡Se lo merece! —susurró Romulus.
El presentador alzó los dos brazos regordetes para pedir silencio.
—¡Tiene la palabra el ilustre general Pompeyo Magno!
Cuando Pompeyo se levantó para retomar la palabra estalló la ovación de rigor. El cónsul de mediana edad guardó silencio unos instantes para disfrutar de los aplausos. Los aceptó con saludos regios y la gente respondió dando muestras de mayor fervor por el general. El brutal combate en masa había saciado su sed de sangre.
—Sabe manipular a las masas igual de bien que César —aseguró Brennus.
Romulus apretó los puños.
—¡Son todos unos cabrones! —repuso. Había sustituido el agotamiento por un deseo desesperado de enseñar a Pompeyo qué se sentía al ser masacrado. Pero tenía demasiado presente la imagen de la muerte del
venator
. El acabaría igual. Necesitaba un plan.
—¡Pueblo de Roma! —Pompeyo alzó los brazos y el gesto fue recibido con gritos de entusiasmo—. ¡Qué gran espectáculo hemos presenciado hoy! Todo por vosotros. ¡Ciudadanos de la República! —Los aplausos fueron ensordecedores.
Pompeyo sonrió y chasqueó los dedos. Enseguida aparecieron junto a él unos esclavos que portaban una bandeja repleta de bolsas de dinero.
—¡Que se acerquen los del bando vencedor! —El presentador habló con desdén—. ¡Sólo pueden acercarse los que no estén heridos!
Los luchadores que cumplían el requisito se agruparon con la cabeza bien alta. Fueron caminando hasta situarse enfrente del palco y saludaron a Pompeyo con el puño cerrado. Incluso Romulus sintió un breve atisbo de orgullo por haber sobrevivido a la matanza. Era difícil contenerse.
—Habéis luchado con valentía —afirmó Pompeyo satisfecho—. Quienes muestran tal valor merecen una recompensa digna. —Lanzó una bolsita de cuero.
Sextus atrapó la primera y retrocedió sonriendo de oreja a oreja. Fueron cayendo bolsas hasta que todos los hombres tuvieron una. Los gritos de aliento continuaron hasta mucho después de que Pompeyo acabara de repartir el dinero. La gente había disfrutado con aquel combate excesivo más de lo habitual. Los luchadores blandían las espadas, sonreían y reían, poco habituados a tanta adulación.
Pero no duró.
Con gesto impaciente, el maestro de ceremonias les hizo una señal para que se marcharan de la arena. Su momento de gloria había pasado; los gladiadores volvían a ser meros esclavos.
—Pesa. —Romulus calibró la recompensa con ambas manos—. ¿Cuánto hay?
Brennus se encogió de hombros.
—Un par de miles de sestercios, quizá.
—Una miseria —dijo Romulus, enfurecido otra vez—. Valemos más que esto. —Meneó la bolsa, cuyo contenido tintineó. El precio de la vida de un hombre.
Brennus le lanzó una mirada.
—Todavía hay demasiados oídos indiscretos —musitó.
Romulus se calló. No tenía sentido ser temerario.
—¡Suficiente para comprar vino e ir de putas unos cuantos meses! —Sextus sonreía de oreja a oreja.
—Gracias por sacar a Romulus de ese apuro.
—El año pasado me salvaste el pellejo, ¿recuerdas?
Brennus se encogió de hombros.
—Cualquiera hubiese hecho lo mismo.
—Menos ellos —contestó el
scissores
rápidamente—. De todos modos, es una pena que Figulus haya sobrevivido. Es como una serpiente venenosa.
—El cabrón empezará a buscar pelea antes de lo que nos imaginamos. —Brennus observó a Figulus con los ojos entrecerrados—. Lo sé.
—No estará satisfecho hasta que te haya matado —suspiró Sextus—, y violado a Astoria.
Esas palabras tuvieron un efecto incendiario.
Brennus alzó la espada.
—Voy a matarlo ahora mismo. Quiero zanjar este asunto.
Memor, que salió a la arena, le interrumpió.
—¡La lucha ya había terminado! —chilló—. Uno de los nuestros suplicaba por su vida. ¿Y qué has hecho?
El galo no respondió.
—¡Le has mutilado!
—¡Él y sus amigos rastreros nos atacaron a mí y a Romulus! —replicó Brennus—. Iban a matarnos a los dos.
—Debe de haber sido por error —exclamó Memor moviendo las manos—. Os habrán confundido con luchadores del Dacicus. —Estaba claro que no había visto el comienzo del altercado.
—Lo tenían todo planeado.
El
lanista
no hizo caso de su respuesta.
—Cuando un hombre suplica clemencia, no eres tú quien decide su suerte. —Memor señaló el palco de dignatarios, temblando de ira—. ¡Lo decide Pompeyo! —Blandió un puño contra el galo.
Brennus apretó la mandíbula.
—¡Te retiro todos los privilegios! Astoria volverá a la cocina, que es donde debe estar. Y también voy a quitarte la celda —Memor hizo una mueca desdeñosa—. Acuéstate con otros gladiadores, a ver qué tal te sienta.
Brennus dio un paso hacia el
lanista
con la espada larga alzada.
—Debería cortarte el cuello.
Memor se limitó a levantar una mano.
Los arqueros situados encima de las vallas prepararon los arcos.
—Haz lo que te acabo de decir o acabarás con el vientre lleno de flechas. —El
lanista
hizo una pausa antes de añadir—: Así a lo mejor evitas que venda a esa puta negra al Lupanar mañana por la mañana.
Brennus se quedó rígido.
Memor esperó.
Romulus observó aquel momento de suma tensión con el alma en vilo. No había forma de parar al
lanista
sin pagarlo con la vida.
Al final Brennus retrocedió.
Memor contempló un momento al enorme esclavo. Satisfecho de que Brennus no respondiera a la provocación, se marchó enfadado de la arena.
—Volved a las celdas —gruñó por encima del hombro.
—¡Hijo de puta! —Brennus escupió—. Lo abriré de un tajo y le haré comerse sus vísceras.
—Me gustaría verlo —dijo Sextus con una sonrisa triste—. Pero te crucificarían con Astoria antes de que acabara el día.
—¿Qué puedo hacer? —Brennus estaba desesperado, y era la primera vez que Romulus lo veía de aquel modo—. Yo sé cuidarme sólito, pero Astoria me necesita.
—Yo cuidaré de ella.
—¿Por qué?
—Yo también odio a Memor —repuso Sextus tranquilamente—. Astoria estará a salvo hasta que recuperes tus privilegios.
Al oír aquello, Romulus estuvo a punto de hablar. Necesitarían aliados y parecía que el
scissores
compartía su opinión. Pero era un asunto peliagudo que debía tratarse en privado, a puerta cerrada.
—¡Júralo! —Brennus se le acercó mirándolo de hito en hito.
—Lo juro por todos mis dioses.
Los dos hombres unieron sus respectivos antebrazos pero no era momento para sentimentalismos.
—Entremos antes de que esos arqueros se pongan nerviosos.
Sextus se marchó a grandes zancadas para reunir a sus hombres.
Romulus estaba intentando pensar en fórmulas para hacerse con la confianza de suficientes gladiadores y silenciar así a Memor para siempre. «Esto no tiene futuro —pensó—, contemplando los cuerpos ensangrentados de la arena. Espartaco tuvo la idea acertada: apoderarse de la libertad.»
La puesta de sol había convertido a los muertos en una mancha carmesí. Vieron entrar la amedrentadora silueta de Caronte, que se detenía con actitud decidida junto a cada cadáver. Cada vez que el barquero bajaba el martillo Romulus oía el crujido horripilante de los huesos al romperse.
Apartó la mirada.
—Los reclama para el Hades. —Brennus hizo una mueca de desprecio—. Se asegura de que ninguno se haga el muerto. Me alegro de no estar ahí tumbado. Ese reciario habría acabado conmigo. Estoy en deuda contigo, Romulus. Otra vez.
—No ha sido nada. —Cambió de tema porque se sentía incómodo—. Memor la tiene tomada contigo, ¿eh?
—El cabrón hace tiempo que espera que me pase de la raya. Esto no ha hecho más que darle una excusa. Con Figulus y sus amigos sedientos también de sangre… —Brennus se secó la frente—. La vida será interesante a partir de ahora.
—Lo que he dicho antes iba en serio.
—¿Libertad? —A Brennus se le iluminó el rostro pero se desanimó al pensar en Astoria—. Imposible.
Romulus suspiró. La futilidad de la vida de gladiador se había puesto de manifiesto con más claridad que nunca con el combate en masa. Necesitaba apoyo si quería tener posibilidades de huir, y el galo resultaba crucial para ello. Pero el castigo de Memor parecía haberlo dejado sin ganas de pelea. Tendría que ser paciente e ir convenciendo a Brennus poco a poco. Ganaría más adeptos a su causa si el luchador estrella del
ludus
estaba metido en el ajo.