Tenía mejor aspecto, gracias a Dios. Él nunca la habría tocado si hubiera sabido lo de la operación. En cualquier caso, no debería haberlo hecho. Ella era incapaz de beber. Siempre lo había sido. La idea de que él podría haberle provocado la infección era algo que pensaba cada hora que estaba despierto. Podría haber muerto. Según May, había estado a punto, aunque May no sabía nada de lo que había pasado entre ellos aquella noche, no sabía que podía ser culpa suya.
Él se había aprovechado de ella de la misma manera que se cuenta que sucede en las fiestas de las fraternidades. No había utilizado un sedante ni nada por el estilo, pero ella había estado…, ¿cómo decirlo?, incapacitada. Se odiaba a sí mismo por ello. Tan pronto como la tocó, se odió a sí mismo. Pero eso no lo detuvo. Ella estaba allí tumbada, con los ojos perdidos, sin mirarlo. En algún lugar profundo de sí mismo, una parte enfermiza y romántica, pensó que, si sólo la besaba, ella despertaría y volvería con él. No había funcionado. Entonces, por algún motivo aún más enfermizo, pensó que debía hacer más. Cuanto más la tocaba, más lejos se iba ella, hasta que sus ojos, aún abiertos, parecieron muertos y lejanos. Ella no estaba allí en absoluto.
Ella no lo quería, ya no. Ella quería al otro tipo. Quizá nunca lo había querido a él.
Había una mujer en Canadá. Una persona con la que se había estado viendo durante mucho tiempo. No era capaz de comprometerse con ella. Y ella tampoco se comprometía con él, a causa de su problema con el alcohol. «Morirás —le había dicho ella—. Si no paras, caerás muerto sin más cualquier día de éstos, y yo no quiero estar ahí para verlo.»
Observó a Towner salir de la bahía en dirección a Yellow Dog Island. Deseó volver atrás en el tiempo y cambiar las cosas. Deseó haber matado a Cal aquella noche en el coche, la única vez que había tenido la oportunidad.
Deseó poder matar a Rafferty en ese momento. No, no era cierto. Rafferty era un buen tipo, mucho más que él. Lo que hacía que le doliera aún más.
Joder. Tenía que dejar de beber. Lo sabía. Sentía el maldito hígado cuando se tocaba el costado. Era inmenso.
Comenzó a llorar. No podía parar.
La había violado. Probablemente era un hecho. Quizá ella no lo llamaría así, si es que lo recordaba, pero eso era lo que había sido. La había violado, y había estado a punto de matarla. Lo único que Jack quería era que ella volviera con él. Y él había acabado haciendo lo mismo que Cal. Era tan horrible como Cal Boynton. Peor, quizá, porque él conocía la terrible historia de lo que Cal había hecho.
La verdad era que Jack había pasado los mejores años de su vida esperando algo que no sucedería nunca. Esperando que Towner regresara, lo viera y lo conociera como lo había hecho en su día. Esperando vivir felices para siempre de la forma que una parte de él siempre había creído que lo harían. Tiempo antes, ella se había creído toda esa mierda de «… y fueron felices y comieron perdices» tanto como él. Estaba seguro de eso.
Lo que él había querido aquella noche era despertarla con un beso y que ella lo viera como su príncipe, su maldito príncipe, por el amor de Dios, ¿cuán estúpido era eso? Él quería que ella lo viera como un príncipe, cuando la realidad era que ella no lo veía, ya no. Towner no había sido capaz de verlo, ni siquiera de mirarlo, desde el día en que había saltado del barco y había tratado de ahogarse. Él también había saltado, heroico, creyendo que realmente podía salvarla.
Angela insistió en ver a Cal. La policía la escoltó hasta Middleton
Cuando salió, llevaba el anillo de él, el mismo que él dejaba besar a sus seguidores. En su dedo quedaba enorme. Ella lo sujetaba como un tesoro.
—Nos vamos a casar —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—. Nos iremos a Las Vegas y nos casaremos tan pronto como salga de aquí.
—Algo que debería suceder en algún momento de esta noche —señaló el abogado de Cal.
Ni Rafferty ni el detective nuevo articularon palabra en el camino de vuelta.
Ella quería que la dejaran en Winter Island.
—Para darle las buenas noticias a la congregación —anunció sonriente—, También tengo que recoger mis cosas.
El detective nuevo estaba esperando una reacción de Rafferty, pero no tuvo lugar. Tan pronto como volvieron a la comisaría, Rafferty se fue al aeropuerto a recoger a su hija. Ya había tenido suficiente.
May estaba en la plataforma observando el whaler entrar en el canal. El perro estaba en la proa, como un mascarón. Desde la distancia, había vuelto atrás en el tiempo, viendo a Towner y a
Skybo
rodear la isla desde los muelles. En ese momento Towner no parecía más mayor que entonces.
El tiempo estaba haciendo lo que le placía con May ese día. Towner había llamado para decir que traía de vuelta al perro, que sería cruel llevárselo a Los Ángeles, donde ni siquiera tenía un sitio para vivir ella.
—Podrías comprarte una casa —le había sugerido May—. Ahora tienes mucho dinero.
En verano no se transportan perros en avión, le había informado Towner. Era demasiado peligroso. Para cuando consiguiera transportarlo a Los Ángeles,
Byzy
ya se habría vuelto salvaje otra vez. Sería cruel, repitió. Él pertenecía a la isla.
May se dio cuenta de que eso quería decir que Towner no volvería a ver a
Byzy.
Ese pensamiento le hizo caer en la cuenta de que lo más probable es que ella misma no volviera a ver a su hija nunca más. Era duro, pero era la verdad. A menos que May cambiara. A menos que pudiera marcharse de la isla y viajar cinco mil kilómetros. Ella quería, y en ese momento pensó que podía suceder de verdad. La gente cambiaba; las cosas eran posibles. Pero tan pronto como el pensamiento se hizo real, se percató de que el razonamiento que estaba detrás no.
May no podía dejar la isla y viajar a Los Ángeles, de la misma manera que Towner no podía volver a ella.
El corazón le dio un vuelco. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no lloró.
Towner necesitaba alejarse de ese lugar. No era seguro. Algunas veces, escapar era exactamente lo que se debía hacer. La única cosa que se podía hacer. Ella sabía que Eva no habría estado de acuerdo, Eva pensaba que todos los problemas de Towner se resolverían si regresaba allí, pero se equivocaba. Si había algo que May había aprendido trabajando con mujeres víctimas de abusos y su nueva red clandestina era que a veces lo único que podías hacer era huir y no volver a mirar nunca atrás.
May amarra el whaler cuando entramos.
Byzy
está merodeando por el pequeño barco, haciendo que se balancee de manera violenta. Unos cuantos goldens (que han estado durmiendo apilados en lo alto del muelle) se han puesto en pie, esforzándose por ver qué está pasando. Saltan, se alegran de verlo.
Es demasiado. Todo su cuerpo tiembla mientras trata de contenerse hasta que yo lo suelte.
—Ve —digo cuando ya no puedo retenerlo más.
Entonces, él corre hasta ellos, sin saber que no hay nada definitivo en esta visita, sin tener ni idea de que no volverá conmigo. Los perros saltan y se pelean unos con otros, jugando, rodando.
—Te vas esta noche —dice ella.
—Sí.
Levanto la vista y vislumbro a la tía Emma en el huerto. Ella también levanta la cabeza, siente mi presencia. Mi mano asciende hasta mi corazón. Veo que May se da cuenta. Por un momento, no sé dónde estoy. No puedo hablar; todo esto es demasiado para mí. Entonces, al fin, me obligo a volver.
—He venido a decir adiós —digo.
Miro la isla. Veo a las mujeres que establecen su hogar aquí. Caminan de un lado a otro haciendo las tareas de la vida cotidiana. Ésta es su vida ahora, todas trabajando juntas. Viviendo juntas.
Levanto la vista y veo a la tía Emma regresando a casa con la cesta de verduras para la cena de esta noche. Me lo imagino. Todas las mujeres y los niños cocinando juntos, sentados juntos a la enorme mesa de May. Un extraño sentimiento de nostalgia me sobrecoge.
—Puedes quedarte aquí—dice May—. Siempre lo has sabido.
Las dos sabemos que no es cierto. Aun así, me alegro de oírlo.
—No puedo.
Ella asiente con la cabeza.
Durante un momento esto es todo lo que quiero. Todo lo que siempre he querido, me doy cuenta. Todo ha cambiado, y nada ha cambiado. Y, sin embargo, la única manera de detenerlo es abandonar este lugar.
Sé que debería subir y despedirme de la tía Emma, pero no puedo hacerlo. Por algún motivo, la simple visión de ella me afecta, verla volver con su cesta de verduras, avanzar en lo que ahora es su vida. Es demasiado para soportarlo. No soy capaz de obligarme a acercarme a ella. May me lee. Toda esta emoción. Se da cuenta de que me ha dejado paralizada. Y también noto que lo entiende.
—¿Te despedirás por mí?
Ella asiente.
—Cuando llegue el momento —dice.
Nos quedamos de pie juntas en un silencio diferente.
—No espero que vuelvas —dice—, ahora que Eva ya no está.
—No —respondo.
Ella me abraza. Es inusual para May hacer esto y para mí aceptarlo. Nos abrazamos la una a la otra por un largo instante.
—Cuídate —dice, cuando finalmente yo me aparto. Y me percato de que le importa de verdad.
Byzy
está sentado en lo alto del muelle, mirándome sólo a mí, con la cabeza agachada, preguntándose qué haremos a continuación, cuál será nuestra próxima gran aventura. Me doy cuenta de que tengo que marcharme ya si voy a hacerlo. Me doy media vuelta y emprendo el camino hacia el whaler.
—¿Sophya? —dice May.
Me vuelvo por un instante.
—¿Sí? —digo.
Noto que piensa una segunda vez, quizá una tercera, antes de decidirse a decirlo:
—No podría haberte querido más aunque hubieras sido mi propia hija.
Océano abierto. Niebla. La mano tiembla con las vibraciones del motor. Calculo la distancia por el eco de las gaviotas. Calculo la dirección por el viento. Un minuto antes no había niebla, pero así es como funcionan las cosas en esta parte del mundo. Aquí la niebla no avanza: cae en bloques, no como una manta, sino como una almohada de plumas. Puede llegar a asfixiarte.
Es tan densa que no puedo respirar. No, no es eso. Estoy hiperventilando.
«No podría haberte querido más aunque hubieras sido mi propia hija.»
Las manos tensas, camino del espasmo, hiperventilación.
Me estoy asfixiando. Muriendo.
No hay bolsa de papel. Nada en lo que respirar. Hago un cuenco con las manos. Es inútil.
Miro en todas las direcciones. No hay a donde ir.
Apago el motor. Separo las manos, me siento, coloco la cabeza entre las rodillas. Entonces me acuerdo del Stelazine. En caso de emergencia, romper el cristal.
Trago la pastilla en seco. Se me queda pegada. Trago otra vez. Toso.
«No podría haberte querido más…»
Me veo a mí misma de pie, meciendo el barco sin control. Me obligo a sentarme.
Ésta es la niebla del sueño. Entorno los ojos. Espero ver a Eva o a Lyndley, espero que alguien me guíe. Pero no hay nada.
Me siento en el fondo del barco. Me da miedo ponerme de pie otra vez. Me da miedo hacerlo sin darme cuenta. No confío en mí misma.
Ahora no hay sonidos. No hay pájaros. No hay aire. Sólo el patrón en el agua, un encaje oscuro.
Entonces, por un momento, veo el caballito de mar.
Mi primera reacción es apartar la vista, pero me estoy muriendo. Me siento como si hubiera muerto de verdad.
«Tan sólo vuelve a casa. El avión. Llega al avión y vuelve a California.»
Arranco el motor. No puedo moverme.
Estoy clavada, inmóvil. Cal está aquí. Cal está sobre mí. Cal me está asfixiando. Entonces, la perspectiva y la cara cambian. Éste no es Cal. Es Jack.
Estoy llorando. «Por favor, déjame volver. Por favor, déjame marcharme.»
Acciono el motor para avance. Entonces veo partes del cuerpo. Flotan en el agua delante de mí. Un brazo, una pierna, un torso. Parece que son de tamaño real, hasta que llego a donde están. Entonces, no, no son de tamaño real, son diminutas. ¿Plástico? No. Cerámica. Religiosas. Ceremoniales. Las he visto en Los Ángeles, en Olvera Street. Sigo el rastro de los milagros flotantes hasta que la niebla se aclara y veo la curva de Salem Willows justo delante de mí. Me obligo a pensar. Hago una lista. Llegar a Los Ángeles. Llamar a la doctora Fukuhara. Conseguir ayuda. Puedo hacer esto. Tengo que creer que puedo hacerlo, o moriré aquí mismo. Llegar a Los Ángeles. Llamar a la doctora Fukuhara…
«No podría haberte querido más aunque hubieras sido mi propia hija.»
Angela cogió los milagros y los envolvió en papel higiénico, enrollándolos y colocándolos a continuación en el interior de sus prendas para protegerlos, dentro de los calcetines y de las zapatillas.
Dobló la mantilla de encaje negro y la tiró a la papelera. Cal odiaba el encaje. Tampoco le gustaba la imagen de la Virgen, pero ésa la dejó. Cuando volvieran, ella viviría en la caravana de Cal; a la siguiente persona que viviera allí quizá le pareciera bonita.
Angela se había tomado un momento para contarles las noticias al resto de los calvinistas: que tendría el bebé, el bebé de Cal; que él finalmente había reconocido que el niño era suyo; que se iban a Las Vegas a casarse.
—El reverendo Cal nunca iría a Las Vegas —dijo Charlie Pedrick.
Angela se negaba a llamarlo Juan Bautista, aunque le había llegado el rumor de que él estaba intentando cambiarse el nombre legalmente.
—El reverendo Cal odia Las Vegas —confirmó una de las mujeres—. Y también San Francisco.
—Se puede conseguir una licencia de matrimonio a cualquier hora del día o de la noche en Las Vegas —explicó Angela.
—Rezaré por ello —dijo Charlie.
«Hazlo», pensó Angela, y empezó a trasladar sus cosas a la caravana de Cal.
Juan Bautista convocó una reunión de oración. Bien. Podían hacer lo que quisieran. Que Charlie convocara una reunión para orar; ella tenía un montón de cosas que hacer antes de que Cal llegara. Tenía que preparar las maletas de ambos y dejarlo todo listo para partir.
Llenó su mochila, metió un par de prendas para Cal y su mejor traje de Armani para la boda. Pensó en llamar a sus padres y contarles la buena nueva; a su madre, no a su padre. Pero no había tiempo. Tenía que encontrar el horario del ferry. Tenía que conseguir billetes de avión.