No fui muy sociable en el colegio. Noviembre llegó y pasó. Por esa época, la mayor parte de los barcos habían dejado de salir a faenar, pero mi madre nunca apareció. Para distraerme, Eva me dio un trabajo en el salón de té. Y la escuela de baile. En noviembre recibí una invitación para una fiesta en Hamilton Hall. En el pasado, yo siempre tiraba las invitaciones, e hice lo mismo en esa ocasión, pero Eva la rescató de la basura y envió una confirmación. Al no ver la luz de May durante dos días y no bajar de la balconada durante todo el fin de semana, Eva decidió que ya había tenido suficiente. Contrató a un cazador de langostas para que la llevara a sacar a May de la isla, de la misma forma que había hecho con Lyndley, pero una vez más volvió sola. Notaba que Eva estaba disgustada, pero también que no quería preocuparme. Era el Día de los Veteranos, lo recuerdo porque no teníamos colegio.
—Ella nunca tuvo intención de venir—dije al percatarme de la verdad, consciente de que May prefería renunciar a nosotros que dejar su isla alguna vez.
—No es tan sencillo —replicó Eva, leyéndome, pero yo no me lo tragué.
—Es demasiado sencillo.
—Por el amor de Dios, Sophya, ten un poco de compasión.
—Es siempre lo mismo. —Era incapaz de quedarme sentada, estaba muy alterada.
—¿Qué quieres decir?
—Es igual que con Lyndley.
—¿Qué pasa con Lyndley? —Pronunció las palabras lentamente, como si estuviera intentando averiguar cuánto sabía yo.
—Ella se deshizo de Lyndley, y ahora se está deshaciendo de Beezer y de mí.
—¿De qué estás hablando?
—De lo que le está pasando a Lyndley, lo que él le está haciendo. —Se me puso la carne de gallina al pensar en aquella noche en la habitación de mi hermana—. Nada de eso habría sucedido si May no se hubiera deshecho de Lyndley en primera instancia. ¡Todo el mundo sabe lo que él le hace! —Estaba llorando descontrolada mientras pronunciaba esas palabras. No podía respirar.
Eva me abrazó durante mucho rato.
—Todo saldrá bien —dijo.
Yo no veía cómo.
Eva me llevó a un terapeuta en Boston. El médico me recetó un antidepresivo suave. Ella esperaba que yo hablase con él, pero yo no veía la manera de hacerlo.
—Háblame de tu hermana —me decía.
Pero no podía hacerlo. Podía hablar con Eva, pero no era el tipo de cosas que podías contarle a un extraño. Después de seis sesiones, me negué a volver.
Luego, Eva me dio un trabajo ayudando con las clases de baile. Intentaba mantenerme ocupada. El hecho de que ella esperara que yo fuera a Hamilton Hall y me comportara como una señorita también era parte del plan. Aprendí a seguir a las parejas de baile más indecisas. Eva me compró unos guantes largos que me llegaban más allá de los codos, y me enseñó a retirar las manos de los guantes al cenar, dejando tan sólo las mangas, y a comer pollo
á la king
sentada a una apretada mesa de banquete, sin mover los codos y sin tirarme ningún guisante encima del vestido de fiesta. Cuando le pregunté qué debía hacer si servían otro plato que no fuera pollo
á la king
, Eva se limitó a reírse y me dijo que eso no sucedería «en un millón de años».
Unas cuantas semanas antes de la fiesta, recibí una invitación de una chica de Pingree para ir al baile en un pequeño autocar que sus padres habían alquilado para la ocasión. Yo apenas conocía a la chica; lo único que recordaba de ella era que tenía pinta de pija de verdad y que le gustaba mucho decir «joder», sólo por el impacto que causaba. Le dije a Eva que me parecía ridículo, porque el autocar salía de Beverly Farms y podía ir caminando a Hamilton Hall desde nuestra casa, pero ella me contestó que estaba pasando por alto lo más importante. Me obligó a aceptar «la amable invitación» de la chica por escrito y a permitir que su chófer me llevara hasta Beverly Farms y me dejara allí para que cogiera un pequeño autocar atestado y maloliente de vuelta a Salem.
El baile no fue tan horrible, aunque parecía sacado de otro siglo. Cada chica tenía dos parejas al entrar, uno de cada brazo, y uno de mis acompañantes era un chico que conocía del club náutico Pleon de Marblehead. Cada vez que la orquesta hacía un descanso, los integrantes lanzaban sus sombreros de fieltro con el nombre de la banda bordado en el ala al público, y los chicos intentaban cogerlos para dárselos a las chicas que les gustaban. Aunque los chavales odiaban la música, les gustaban los sombreros; se peleaban por ellos, saltaban como si fuera un partido de béisbol o algo por el estilo.
Durante uno de los descansos, alguien escondió la batuta del director y el baile se detuvo mientras los supervisores la buscaban e interrogaban a todo el mundo. Los chicos salieron a fumar, mis dos acompañantes incluidos, y yo decidí que era una buena idea, teniendo en cuenta la Inquisición española que se había montado dentro. Estábamos en el parque al otro lado de la calle, y un chico con una faja de frac india encendió un Marlboro y comenzó su propio juicio de Inquisición sobre Cal y cómo le estaba yendo en San Diego.
Hasta ese momento, nadie había hecho la conexión. Para los chicos aficionados a la navegación que lo conocían, Cal era un héroe local, el tipo de hombre en el que podían esperar convertirse si tenían suerte y todo les iba bien.
—Probablemente es el mejor navegante del mundo —dijo el chico a modo de conclusión—. Y es rico. Es el dueño de toda esa isla, por el amor de Dios.
—Él no es el dueño de la isla. La familia de mi madre es la propietaria —dije un poco cortante.
—Es lo mismo.
—Vi una foto de él en el periódico —comentó una de las chicas, fantaseando.
—Se parece al maldito Paul Newman —dijo la chica del autocar alquilado.
Sentí que se me tensaban los músculos.
Una de las chicas estaba temblando.
—¿Cuánto tiempo nos harán estar aquí fuera?
—Hasta que den con el culpable. —El de la faja me guiñó un ojo.
—Eso nos da algo de tiempo —señaló el chico del club náutico, con una mirada furtiva al de la faja, que sacó una petaca de plata del bolsillo de su chaqueta y la pasó.
—Me voy a casa —dije yo.
—¿Qué?
—De ninguna manera.
—No puedes irte. El autocar no llegará hasta las once.
—No voy a esperar hasta las once para que me lleve un autocar cuando vivo a seis manzanas.
—Fiesta en casa de Towner —dijo uno de los chicos.
—Vivo con mi tía abuela Eva.
La chica del autocar alquilado me lanzó una mirada.
—Fiesta en casa de la tía abuela de Towner —exclamó el chico.
—Eva estará durmiendo.
—Créeme: no quieres ir a una fiesta allí —dijo otra de las chicas.
—Sí —dijo la chica del autocar alquilado—. Eva Whitney es la jodida Emily Post
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.
—¿Perdona? —El de la faja arqueó una ceja—. ¿Has dicho que su tía abuela es la jodida Emily Post? Ni siquiera sabía que Emily Post todavía estuviese viva.
La chica estalló en carcajadas como si creyera que era la broma más graciosa que había oído en su vida.
—Ya sabes a qué me refiero.
Me marché antes de que pudieran urdir un plan alternativo que me incluyera. A media manzana me di cuenta de que mi abrigo seguía en el salón de baile, pero no quería volver porque me temía que la siguiente vez no podría escabullirme tan fácilmente. Lo que hice, en cambio, fue embutir las manos en los guantes y subirme las mangas tanto como pude para cubrirme los brazos. Al doblar la esquina, oí a la orquesta afinar y vi a los chavales volver en fila al interior del recinto.
Fui a pie hasta casa. Pero Eva todavía estaba despierta, y yo no quería entrar aún, así que seguí de largo. Mientras caminaba empecé a enfadarme de verdad con May por permitir que eso sucediera: por ponerme en esa situación y obligarme a vivir en casa de Eva y asistir a cotillones. Me enfadé porque Beezer se había ido para siempre, ¿o no? Porque después del internado iba… ¿Qué? ¿El instituto y después la universidad? Se había marchado, había desaparecido. Estaba empezando a darme cuenta de cuánto habían cambiado las cosas y cuán de prisa. Probablemente no volveríamos a vivir todos juntos en la isla nunca. En un abrir y cerrar de ojos, todo nuestro mundo había cambiado y ninguno de nosotros podía hacer que volviera a ser como era. Lyndley se había marchado, mi hermano se había marchado. Y mi madre, May, estaba deprimida o loca, o simplemente no le importaba.
Entonces se me ocurrió esa idea absurda. Empecé a pensar que tal vez yo podía cambiarlo si hacía algo de prisa, quizá no sería demasiado tarde si regresaba a casa de inmediato, esa misma noche. Si llamaba a Beezer y le decía que volviera, él lo haría. Todavía seguía teniendo mucho poder sobre él, aunque se estaba disipando rápidamente. Fui hasta la cabina de los muelles y marqué el número del colegio de Beezer, pero ya habían apagado las luces y no iban a contestar. Supuse que no importaba. Dentro de unos días vendría por Acción de Gracias, y cuando llegara a casa de Eva y descubriera que yo estaba en la isla, decidiría quedarse y todo estaría bien otra vez. Lo conocía. Conseguiría llegar de algún modo. Aunque tuviera que coger un helicóptero, mi hermano lo haría.
Y así me encontré a mí misma en el embarcadero donde estaba guardado el whaler durante el invierno. Comprobé el depósito, le quedaba algo de gasolina y era una noche bastante tranquila, así que metí el barco en el agua y me subí, echando a perder mi vestido en el proceso, pero ¿a quién le importaba? Si algún día iba a volver a casa, esa noche era la noche. No podía esperar. Desatraqué el barco y éste fue a la deriva por la bahía. La marea estaba muy baja, la luna casi llena, pero no había ningún otro barco alrededor, así que al menos nadie me haría ninguna pregunta ni trataría de detenerme.
Calculé que gastaría algo de combustible para arrancar, pero fue más sencillo de lo que había pensado. Cogí el bidón de gasolina. Estaba más o menos por la mitad. No había olas, y con una luna tan brillante era fácil divisar las rocas. Sabía que estaría a salvo si no hacía nada estúpido, si no me caía. Recuerdo que Eva le contó una vez a Lyndley que una persona de cincuenta años tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir en un trayecto a nado de cincuenta metros en aguas a diez grados. Ésa era una de las razones por las que se suponía que no debías nadar si te caías. Se suponía que tenías que quedarte quieto, gastando la menor energía posible, y esperar hasta que alguien te rescatara. Si comenzabas a nadar, desplazarías forzosamente todo el flujo sanguíneo a las extremidades, lejos de los órganos vitales. De esa manera morirías muchísimo más de prisa, y eso en aguas a diez grados. Esa agua no había estado a diez grados desde principios de octubre.
Cuando salí de la bahía y me alejé del refugio que daba la tierra firme, un viento helado rizó el agua, y me di cuenta de que también había algo de oleaje, aunque no era muy fuerte y no estaba demasiado lejos de la isla, así que no me preocupé. No obstante, todo me parecía raro y fuera de lugar. Las estrellas tenían la claridad invernal, y recuerdo haber pensado que, aunque había estado en la isla los inviernos anteriores y observado los mismos cielos, nunca había estado en el agua a esas alturas del año. Guardábamos los barcos pronto, justo después del Día de Colón. Aunque todavía hiciera buena temperatura, la flota tenía que estar guardada para el Día de los Veteranos, porque era entonces cuando el astillero clausuraba la temporada, y los empleados del astillero eran quienes se encargaban de todo. Los únicos barcos que navegaban a esas alturas del año eran los grandes procedentes de Gloucester, y unos cuantos pesqueros de langostas.
Casi había llegado a la isla cuando me di cuenta de la ironía. Era una gran ironía cósmica, y acudió a mi mente como un fogonazo. Empecé a reír. Me estaba riendo tanto que tuve que apagar el motor, porque tenía miedo de caerme si no me sentaba hasta que se me pasara.
¿Qué era lo que Eva había dicho? «No puedes volver a casa.» Ésa era la ironía. Pero no era figurada o metafórica, era literal. Cuando me acerqué a la isla, me di cuenta de que la plataforma había desaparecido. La rampa estaba allí, flotando muy alta sobre el agua, exactamente igual que cada noche que podía recordar, después de que May la subiera. Pero la plataforma con la que conectaba no estaba. La sacaban del agua para el invierno como todos los años en el Día de los Veteranos, pero por algún motivo no me había acordado de eso. Eso era lo que le preocupaba a Eva cuando fue a buscar a May, el motivo por el que fue, porque una vez que retiraran la plataforma, May no podría salir de la isla hasta la primavera, salvo que lo hiciera en helicóptero, cosa que no haría nunca. Lo sabía, habíamos estado hablando de eso el fin de semana anterior. Pero lo que había olvidado era que, si May no podía salir de la isla, yo tampoco podía entrar. El único acceso era Back Beach, pero no en marea de invierno. En esa época del año, el barco se haría pedazos. Allí estaba yo, haciendo aquel gesto grandioso, intentando volver a casa, pero mi tía Eva estaba en lo cierto cuando había dicho que no podía volver. Y por algún motivo, en ese momento me pareció verdaderamente divertido.
Me quedé sentada en el barco con el motor apagado, observando la isla, que estaba a escasos cien metros, pero por lo que a mí respectaba, podría haber estado a un millón de kilómetros. Sabía que debía encender el motor y poner rumbo a la ciudad, pero era incapaz de moverme. Ni adelante ni atrás. Me quedé sentada en el barco con mi vestido de fiesta, desternillándome.
Jack pensó que el barco se había averiado o que le había sucedido algo. Él venía de la parte de atrás de la isla, donde su padre todavía tenía algunas trampas. Las había estado retirando para el invierno, y el barco estaba hasta arriba de ellas, era un laberinto de pequeñas cajas. Él no quería salir esa noche —me contó más tarde—, pero su padre había estado insistiéndole durante semanas, y él estaba harto de oír su cantinela. Sólo quería acabar con el asunto para conseguir un poco de paz. Como la luna brillaba con tanta claridad, Jack había visto el whaler al instante. No creo que se diera cuenta de que era yo hasta que llegó a mi lado.
Lo vi fijarse en el vestido, los guantes. No me preguntó qué estaba haciendo allí, ni siquiera me preguntó por el motor. En cambio, me cogió de un brazo y me subió a bordo, para después atar el whaler a la popa de su barco, al tiempo que me envolvía en su chaqueta. No me saludó. Me di cuenta de que estaba enfadado. De hecho, no me dirigió la palabra durante un buen rato, y cuando lo hizo fue para preguntarme: «¿Simplemente eres estúpida o tienes un problema de verdad?»