Al final, Liesel Meminger se avino a entrar, con cautela. Hans Hubermann le dio una mano. Llevaba la maletita en la otra. En su interior, enterrado entre las capas de ropa doblada, había el pequeño libro negro que, por lo que sabemos, hacía horas que buscaba un sepulturero de catorce años en un pueblo sin nombre. «Se lo prometo —me lo imagino diciéndole a su jefe—. No tengo ni idea de lo que ha podido ocurrir. Lo he buscado por todas partes. ¡Por todas partes!» Estoy segura de que jamás habría sospechado de la niña y, sin embargo, ahí estaba, entre su ropa, un libro negro con letras plateadas:
MANUAL DEL SEPULTURERO
Doce pasos para ser un sepulturero de éxito.
Publicado por la Asociación de Cementerios de Baviera.
La ladrona de libros había dado su primer golpe: sería el comienzo de una ilustre carrera.
Sí, una ilustre carrera.
Sin embargo, debo reconocer que hubo un considerable paréntesis entre el robo del primer libro y el segundo. También hay que tener en cuenta que el primero lo robó a la nieve y el segundo a las llamas, sin olvidar que otros no los robó, sino que se los dieron. En total tenía catorce libros, pero ella sostenía que la mayor parte de su historia estaba en una decena de ellos. De esos diez, robó seis, uno apareció en la mesa de la cocina, un judío escondido escribió dos para ella y el otro le fue entregado por un amable atardecer vestido de amarillo.
Cuando empezó a escribir su historia, se preguntó por el momento exacto en que los libros y las palabras no sólo comenzaron a tener algún significado, sino que lo significaban todo. ¿Fue al ver por primera vez una habitación llena de estanterías abarrotadas de libros? ¿O cuando Max Vandenburg llegó a Himmelstrasse con las manos repletas de sufrimiento y el
Mein Kampf
de Hitler? ¿Fue por leer en los refugios antiaéreos o quizá por la última procesión hacia Dachau? ¿Fue
El árbol de las palabras
? Tal vez nunca pueda precisarse con exactitud cuándo y dónde ocurrió pero, en cualquier caso, estoy anticipándome a los acontecimientos. Por ahora, debemos repasar los inicios de Liesel Meminger en Himmelstrasse y el arte de ser una
Saumensch
.
A su llegada, todavía se apreciaban las marcas de los mordiscos de la nieve en las manos y la sangre helada en los dedos. Toda ella era pura desnutrición: pantorrillas de alambre, brazos de perchero. No fue fácil arrancarle una sonrisa, pero cuando lo consiguieron vieron la de una muerta de hambre.
Tenía el pelo rubio, al estilo alemán, pero sus ojos eran sospechosos: castaño oscuro. En Alemania, en esa época, no os habría gustado tener los ojos castaños. Tal vez los había heredado de su padre, aunque nunca lo sabría porque no lo recordaba. En realidad, sólo sabía una cosa sobre su padre: una palabra que no comprendía.
UNA PALABRA RARA
Kommunist
Liesel la había oído muchas veces en los últimos años.
«Comunista.»
Conocía pensiones atestadas, habitaciones repletas de preguntas… y esa palabra. Esa extraña palabra siempre estaba ahí, en alguna parte, en un rincón, al acecho, vigilando desde la oscuridad. Llevaba traje, uniforme. No importaba adónde fueran, allí estaba cada vez que su padre salía a colación. Podía olerla y saborearla en el paladar. No sabía cómo se escribía ni la comprendía. Cuando le preguntó a su madre el significado, le respondió que no tenía importancia, no debía preocuparse por esas cosas. En una de las pensiones había una mujer que intentó enseñar a escribir a los niños dibujando con un trozo de carbón sobre la pared. Liesel estuvo tentada de preguntarle el significado, pero nunca encontró el momento. Un día se la llevaron para hacerle unas preguntas. No regresó jamás.
Cuando Liesel llegó a Molching tuvo al menos la sensación de estar a salvo, pero eso no era ningún consuelo. Si su madre la quería, ¿por qué la había abandonado en la puerta de unos desconocidos? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?
A pesar de que conocía la respuesta —aunque vagamente— no parecía satisfacerla. Su madre siempre estaba enferma y el dinero nunca llegaba para que se curara por completo. Liesel lo sabía, pero eso no significaba que lo aceptara. No importaban las veces que le habían dicho que la querían, no reconocía ninguna prueba de ello en su abandono. Nada cambiaba el hecho de que era una criatura esquelética y perdida en un lugar nuevo y extraño, rodeada de gente extraña. Sola.
Los Hubermann vivían en una de las casitas con forma de caja de Himmelstrasse: unas habitaciones, una cocina y un baño exterior que compartían con los vecinos. La vivienda tenía el tejado plano y un sótano para almacenar cosas. Pero no tenía la «profundidad adecuada»; y aunque en 1939 eso todavía no representaba ningún problema, más tarde, en 1942 y 1943, sí lo fue. Cuando comenzaron los bombardeos aéreos, siempre tenían que salir corriendo en busca de un refugio más seguro.
Al principio, lo que más le impactó de la familia fue su procacidad verbal, sobre todo por la vehemencia y asiduidad con que se desataba. La última palabra siempre era
Saumensch
o bien
Saukerl
o
Arschloch
. Para los que no estén familiarizados con estas palabras, me explico:
Sau
, como todos sabemos, hace referencia a los cerdos. Y
Saumensch
se utiliza para censurar o humillar a la mujer.
Saukerl
(pronunciado tal cual) se utiliza para insultar al hombre.
Arschloch
podría traducirse por «imbécil», y no distingue entre el femenino y el masculino. Uno simplemente lo es.
—
Saumensch, du dreckiges!
—gritó la madre de acogida de Liesel la primera noche, cuando la niña se negó a bañarse—. ¡Cochina marrana! Venga, fuera esa ropa.
Se le daba bien ponerse hecha una energúmena. De hecho, podría decirse que el rostro de Rosa Hubermann siempre estaba poseído por la furia. Por eso le habían salido tantas arrugas en la piel.
Liesel, por supuesto, estaba aterrorizada. No iban a conseguir meterla en una bañera ni, llegado el caso, en una cama. Se acurrucó en un rincón del cuarto de baño que parecía un armario, en busca de unos brazos invisibles en los que apoyarse, pero sólo encontró pintura seca, dificultades para respirar y el aluvión de improperios de Rosa.
—Déjala en paz —Hans Hubermann interrumpió la pelea. Su suave voz se abrió camino hasta ellas, como si se deslizara entre la multitud—. Déjame a mí.
Se acercó y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Las baldosas estaban frías y duras.
—¿Sabes liar cigarrillos? —preguntó, y estuvieron una hora sentados en la creciente oscuridad, jugando con el tabaco y el papel que Hans Hubermann se iba fumando.
Al cabo de una hora, Liesel sabía liar un cigarrillo bastante bien. Pero todavía no se había bañado.
ALGUNOS DATOS SOBRE
HANS HUBERMANN
Le gustaba fumar.
Lo que más le apetecía era liar los cigarrillos.
Trabajaba de pintor y tocaba el acordeón. Les venía muy bien, sobre todo en invierno, porque sacaba un poco de dinero extra tocando en los bares de Molching, en el Knoller, por ejemplo.
Ya me la había jugado en una guerra mundial, y luego, en la otra, a la que lo enviaron (a modo de recompensa cruel), no sé cómo, se me volvió a escapar.
Para la mayoría de la gente Hans Hubermann era casi invisible, una persona normal y corriente. Tenía grandes dotes como pintor y poseía un oído más fino que la mayoría. Pero estoy segura de que habrás conocido personas como él, con esa habilidad para mimetizarse con el fondo, hasta cuando son el primero de la fila. Simplemente estaba allí. Pasaba inadvertido, no tenía importancia ni valor.
Lo decepcionante de esa apariencia, como te imaginarás, era que, por así decirlo, inducía a un completo error. Si había algo que no podía ponerse en duda, era su valía, algo que a Liesel Meminger no se le pasó por alto. (Los niños… A veces son mucho más astutos que los atontados y pesados adultos.) Liesel lo vio de inmediato.
En su actitud.
En el aire reposado que lo envolvía.
Esa noche, cuando encendió la luz del diminuto y frío lavabo, Liesel se fijó en los asombrosos ojos de su nuevo padre. Estaban hechos de bondad… y de plata, de plata líquida, esponjosa. Al ver esos ojos Liesel comprendió que Hans Hubermann valía mucho.
ALGUNOS DATOS SOBRE
ROSA HUBERMANN
Medía un metro cincuenta y cinco, y llevaba su liso pelo castaño grisáceo recogido en un moño.
Para complementar los ingresos de los Hubermann, hacía la colada y planchaba para cinco de las casas más acomodadas de Molching.
Cocinaba de pena.
Poseía una habilidad única para irritar a casi todos sus conocidos.
Pero quería a Liesel Meminger.
Sólo que su forma de demostrarlo era un tanto extraña.
Entre otras cosas, a menudo la agredía verbalmente y físicamente con una cuchara de madera.