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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (2 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Uno de los guardias era alto y el otro bajo. El alto siempre hablaba primero, aunque no era el jefe. Miró al bajo y rechoncho, de cara rubicunda.

—No podemos dejarlos así, ¿no crees? —respondió.

El alto estaba perdiendo la paciencia.

—¿Por qué no?

El más bajito estuvo a punto de estallar.


Spinnst du?!
¡¿Eres tonto o qué?! —gritó a la altura de la barbilla del alto. La repugnancia le inflaba las mejillas, la piel se le tensaba—. Vamos —ordenó, avanzando con dificultad por la nieve—. Si hace falta, cargamos a los tres. Ya informaremos en la siguiente parada.

En cuanto a mí, ya había cometido el más elemental de los errores. No encuentro palabras para describir cuánto me enfadé conmigo misma. Hasta ese momento lo había hecho todo bien. Había estudiado el cielo cegador, blanco como la nieve, al otro lado de la ventanilla del tren en movimiento. Prácticamente lo había inhalado, pero aun así vacilé, me dejé doblegar: la niña llamó mi atención. La curiosidad pudo conmigo y, resignada, me quedé el tiempo que me permitió mi apretada agenda, y observé.

Veintitrés minutos después, cuando el tren ya se había detenido, bajé con ellos.

Llevaba en brazos una pequeña alma.

Me quedé un poco apartada, a la derecha.

El eficiente dúo de los guardias se volvió hacia la madre, la niña y el pequeño cadáver. Recuerdo con claridad que ese día podía oír mi respiración, alta y fuerte. Me sorprende que los guardias no advirtieran mi presencia al pasar a su lado. El mundo se estaba hundiendo bajo el peso de la nieve.

La pálida y famélica niña estaba a unos diez metros a mi izquierda, aterida.

Le castañeteaban los dientes.

Tenía los brazos cruzados y congelados.

Las lágrimas se habían helado sobre el rostro de la ladrona de libros.

El eclipse

Era el momento de mayor oscuridad antes del alba.

Esta vez yo había ido por un hombre de unos veinticuatro años. En cierto modo, fue hermoso. El avión todavía tosía. El humo se le escapaba por los pulmones.

Se abrieron tres grandes zanjas en el suelo al estrellarse. Las alas se convirtieron en brazos amputados. Se acabó el revoloteo, al menos para ese pajarillo metálico.

OTROS PEQUEÑOS DETALLES

A veces llego demasiado pronto, me adelanto.

Y hay gente que se aferra a la vida más de lo esperado.

Al cabo de unos pocos minutos, el humo se extinguió.

Primero llegó un niño con respiración agitada y lo que parecía una caja de herramientas. Turbado, se acercó a la cabina y miró en el interior, para ver si el piloto seguía vivo; en ese momento así era. La ladrona de libros llegó unos treinta segundos después.

Habían pasado los años, pero la reconocí.

Estaba jadeando.

El niño sacó un oso de peluche de la caja de herramientas, metió la mano en la cabina a través del cristal hecho añicos y lo dejó sobre el pecho del piloto. El osito sonriente se acurrucó entre el amasijo de carne y sangre. Minutos después probé suerte. Le había llegado la hora.

Entré, liberé su alma y me la llevé con delicadeza.

Allí sólo quedó el cuerpo, un olor a humo cada vez más leve y el sonriente oso de peluche.

Cuando empezó a llegar la gente, todo había cambiado, por supuesto. El horizonte empezaba a dibujarse al carboncillo. Apenas quedaba un suspiro de la oscuridad de antes, que se difuminaba con rapidez.

Ahora el hombre tenía un color hueso. La piel parecía un esqueleto. Un uniforme arrugado. Tenía los ojos castaños, la mirada fría —como dos manchas de café—, y el último trazo de negro dibujó una forma extraña y a la vez familiar: una firma.

La gente hizo lo que suele hacer.

A medida que me abría paso entre la multitud veía a todo el mundo jugueteando con el silencio imperante: un pequeño revoltijo de gestos descoordinados y frases apagadas mientras daban una tímida y callada media vuelta.

Cuando volví la vista atrás hacia el avión, el piloto, boquiabierto, parecía sonreír.

Un último chiste morboso.

Otro remate final típico de los humanos.

Permaneció amortajado en su uniforme mientras la luz grisácea desafiaba al cielo. Al igual que en otras ocasiones, cuando empecé a alejarme, me pareció ver una sombra fugaz, los últimos momentos de un eclipse: la constatación de la partida de una nueva alma.

¿Sabes?, durante un breve instante, a pesar de todos los colores que se cruzan y se enfrentan con lo que veo en este mundo, suelo atisbar un eclipse cuando muere un humano.

He visto millones.

He visto más eclipses de los que quisiera recordar.

La bandera

La última ocasión en que la vi todo era rojo. El cielo parecía un caldo hirviendo, en plena agitación, un poco requemado. Algunos tropezones negros y salpicaduras de pimienta flotaban sobre el rojo.

Un poco antes, unas niñas habían estado jugando allí a la rayuela, en esa calle que parecía una página con manchas de aceite. Cuando llegué, todavía se oía el eco de sus voces. Los pies repicando contra la calzada, las carcajadas infantiles y las sonrisas de sal. Aunque se desvanecían a gran velocidad.

Luego, las bombas.

Esta vez, todo llegó tarde.

Las sirenas. Los gritos alborotados de la radio. Todo demasiado tarde.

En cuestión de pocos minutos, había montañas de cemento y tierra por todas partes. Las calles se abrieron como venas reventadas. La sangre corrió hasta que se secó en el suelo, donde quedaron pegados los cuerpos inmóviles, como los escombros tras una inundación.

Pegados al suelo hasta el último de ellos. Un mar de almas.

¿Fue el destino?

¿La mala suerte?

¿Eso los dejó pegados al suelo?

Por supuesto que no.

No seamos estúpidos.

Seguramente las bombas, arrojadas por humanos escondidos entre las nubes, tuvieron algo que ver.

Sí, el cielo era de un rojo abrumador, ardiente. La pequeña ciudad alemana había quedado dividida en dos otra vez. Los copos de ceniza caían con tal encanto que uno se sentía tentado de atraparlos con la lengua y saborearlos. Pero te habrían quemado los labios y escaldado la boca.

Lo recuerdo con toda claridad.

Estaba a punto de irme cuando la vi allí, arrodillada.

A su alrededor, se había escrito, proyectado y erigido una montaña de escombros. Se aferraba a un libro.

Por encima de todo, la ladrona de libros ansiaba volver al sótano a escribir o a leer su historia una vez más. Ahora que lo pienso, sin duda se le veía en la cara. Se moría de ganas de reencontrar esa seguridad, ese hogar, pero era incapaz de moverse. Además, el sótano ya no existía. Era parte del paisaje devastado.

Por favor, insisto, créeme.

Tuve ganas de detenerme y agacharme a su lado.

Tuve ganas de decirle: «Lo siento, pequeña».

Pero no está permitido.

No me agaché. No dije nada.

Me quedé mirándola un rato y, cuando se movió, la seguí.

Soltó el libro.

Se arrodilló.

La ladrona de libros se puso a gritar.

Cuando empezó la limpieza, su libro recibió varias pisotadas y, aunque sólo tenían orden de despejar el cemento de las calles, el objeto más preciado de la niña también acabó en el camión de la basura. Entonces me vi obligada a reaccionar. Subí al vehículo y lo cogí, sin ser consciente de que me lo quedaría y lo estudiaría miles de veces a lo largo de los años. Buscaría los lugares en que nuestros caminos se habían cruzado y me maravillaría todo lo que la niña había visto y cómo había conseguido sobrevivir. Es lo único que puedo hacer: descubrir que ese relato se ajusta al resto de lo que presencié en esa época.

Cuando la recuerdo, veo una larga lista de colores, aunque hay tres que resuenan en mi memoria por encima de todos los demás:

LOS COLORES

ROJO:
BLANCO:
NEGRO:

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