La isla misteriosa (18 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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—¿No es el archipiélago de las Pomotu el más próximo a nosotros en latitud? —preguntó Harbert.

—Sí —contestó el ingeniero—, pero la distancia que de él nos separa es mayor de 1.200 millas.

—¿Y por allí? —dijo Nab, que seguía la conversación con gran interés y cuya mano indicaba la dirección del sur.

—Por allí, nada —contestó Pencroff.

—Nada, en efecto —añadió el ingeniero.

—Dígame usted, Ciro —preguntó el corresponsal—, ¿y si la isla de Lincoln se encuentra nada más a 200 o a 300 millas de Nueva Zelanda o Chile?

—Entonces —contestó el ingeniero—, en vez de hacer una casa, haremos un buque y el capitán Pencroff se encargará de dirigirlo.

—¡Claro que sí, señor Ciro! —exclamó el marino—; estoy preparado a hacerme capitán tan pronto como usted haya encontrado el medio de construir una embarcación capaz de navegar por alta mar.

—La construiremos, si es necesario —contestó Ciro Smith.

Mientras hablaban aquellos hombres, que verdaderamente no dudaban de nada, se acercaba la hora de la observación. ¿Cómo se compondría Ciro Smith para averiguar el paso del sol por el meridiano de la isla sin ningún instrumento? Era éste el problema que Harbert no podía resolver.

Los observadores se hallaban entonces a una distancia de seis millas de las Chimeneas, no lejos de aquella parte de las dunas en que habían encontrado al ingeniero, después de su enigmática salvación. Hicieron alto en aquel sitio y lo prepararon todo para el almuerzo, porque eran las once y media. Harbert fue a buscar agua dulce al arroyo que corría allí cerca y la trajo en un cántaro del que Nab se había provisto.

Durante aquellos preparativos Ciro Smith lo dispuso todo para su observación astronómica. Eligió en la playa un sitio despejado, que el mar, al retirarse, había nivelado perfectamente. Aquella capa de arena muy fina estaba tersa como un espejo, sin que un grano sobresaliese entre los demás. Poco importaba, por otra parte, que fuese horizontal o no, ni tampoco que la varita que Ciro plantó en ella se levantase perpendicularmente. Por el contrario, el ingeniero la inclinó hacia el sur, es decir, del lado opuesto al sol, porque no debe olvidarse que los colonos de la isla de Lincoln, por lo mismo que la isla estaba situada en el hemisferio austral, veían el astro radiante describir su arco diurno por encima del horizonte del norte y no por encima del horizonte del sur.

Harbert comprendió entonces el procedimiento que iba a emplear el ingeniero para averiguar la culminación del sol, es decir, su paso por el meridiano de la isla o, en otros términos, el mediodía del lugar. Se valdría de la sombra proyectada sobre la arena por la vara plantada en ella; medio que, a falta de instrumento, le daría una aproximación conveniente para el resultado que quería obtener.

En efecto, cuando aquella sombra llegase al mínimun de su longitud, sería el mediodía preciso, y bastaría seguir el extremo de aquella sombra para reconocer el instante en que, después de haber disminuido sucesivamente, comenzara a prolongarse. Inclinando la vara del lado opuesto al sol, Ciro Smith alargaba la sombra, y por consiguiente, sus modificaciones serían más fáciles de observar. En efecto, cuanto mayor es la aguja de un cuadrante, mejor puede seguirse el movimiento de su punta. La sombra de la vara no era, en efecto, más que la aguja de un cuadrante.

Cuando creyó llegado el momento, Smith se arrodilló sobre la arena, y por medio de jalones de madera que fijaba en ella, comenzó a apuntar la disminución sucesiva de la sombra de la varita. Sus compañeros, inclinados sobre él, seguían la operación con gran interés.

El corresponsal tenía su cronómetro en la mano, pronto a decir la hora que marcase, cuando la sombra llegase al mínimun de longitud.

Además, como Ciro Smith operaba el 16 de abril, día en el cual se confunden el tiempo medio y el tiempo verdadero, la hora dada por Gedeón Spilett sería la hora verdadera de Washington en aquel momento, lo cual simplificaría el cálculo.

El sol se inclinaba lentamente; la sombra de la vara iba disminuyendo poco a poco y, cuando pareció a Ciro Smith que comenzaba a aumentar, preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y un minuto —contestó inmediatamente Spilett.

No había más que anotar con números la operación, cosa facilísima, como se ve: había cinco horas de diferencia, en números re4ondos, entre Washington y la isla de Lincoln, es decir, que eran las doce en punto en la isla de Lincoln cuando eran las cinco de la tarde en Washington.

Ahora bien, el sol, en su movimiento aparente alrededor de la tierra, recorre un grado cada cuatro minutos, o sea quince grados por hora; quince grados multiplicados por cinco horas daban 75 grados.

Así, pues, estando Washington a los 77° 3' 11” o digamos a los 77° del meridiano de Greenwich, que los norteamericanos, lo mismo que los ingleses, toman por punto de partida de las longitudes, se concluía que la isla estaba situada a los 77° más 750 al oeste del meridiano de Greenwich, es decir, hacia los 152° de longitud oeste.

Ciro Smith anunció este resultado a sus compañeros y, teniendo en cuenta los errores de observación como los había tenido respecto de la latitud, creyó poder afirmar que la isla de Lincoln debía estar entre el grado 35 y el 37 de latitud y el 150 y 155 de longitud oeste del meridiano de Greenwich.

El error posible que se atribuía a la observación era, como se ve, de cinco grados en los dos sentidos, que a 60 millas por grado podía dar un error de 300 millas en latitud o en longitud para el cálculo exacto.

Pero este error no debía influir en el partido que convenía tomar.

Era evidente que la isla de Lincoln se hallaba a tal distancia de toda tierra o archipiélago, que no era posible aventurarse a atravesar semejante distancia en una sencilla y frágil canoa. En efecto, los cálculos la situaban por lo menos a mil doscientas millas de Tahití y de las islas del archipiélago de Pomotú, a más de mil ochocientas millas de Nueva Zelanda, y a más de cuatro mil quinientas de la costa americana.

Y cuando Ciro Smith consultaba su memoria, no recordaba en modo alguno una isla que ocupara en aquella parte del Pacífico la situación señalada a la isla de Lincoln.

15. Se convierten en metalúrgicos

Al día siguiente, 17 de abril, las primeras palabras del marino fueron para preguntar a Gedeón Spilett:

—Y bien, ¿qué vamos a hacer hoy?

—Lo que quiera el señor Ciro —contestó el corresponsal.

Los compañeros del ingeniero habían sido hasta entonces alfareros y en adelante iban a ser metalúrgicos.

La víspera, después del almuerzo, se había llevado a cabo la exploración hasta la punta del cabo Mandíbula, distante unas siete millas de las Chimeneas. Allí concluía la extraña serie de dunas y el suelo tomaba un aspecto volcánico. No se veían altas murallas como en la meseta de la Gran Vista, sino un bordado extraño y caprichoso, que formaba el marco de aquel estrecho golfo comprendido entre dos cabos y el compuesto de materias minerales vomitadas por el volcán. Los colonos, al llegar a aquella punta, habían retrocedido, y al caer la noche entraban de regreso en las Chimeneas; pero no se entregaron al sueño hasta que estuvo resuelta definitivamente la cuestión de si debían abandonar la isla de Lincoln o permanecer en ella.

Era una distancia considerable, 1.200 millas separaban la isla del archipiélago de las Pomotú. Una canoa no habría sido suficiente para atravesar, sobre todo al acercarse la mala estación; así lo declaró Pencroff. Ahora bien, construir una canoa, aun teniendo los útiles necesarios, era una obra difícil y, careciendo de herramientas, era preciso comenzar por hacer martillos, hachas, azuelas, sierras, barrenas, cepillos, etc., lo que exigía bastante tiempo. Se decidió, pues, invernar en la isla de Lincoln y buscar una morada más cómoda que las Chimeneas para pasar en ella los meses de invierno.

Ante todo se trataba de utilizar el mineral de hierro, del cual el ingeniero había observado algunos yacimientos en la parte nordeste de la isla, y de convertir aquel mineral en hierro o en acero.

El suelo no contiene generalmente los metales en estado de pureza; en su mayor parte se hallan combinados con el oxígeno o con el azufre.

Precisamente las dos muestras recogidas por Ciro Smith eran una de hierro magnético no carbonatado, y la otra de pirita o sulfuro de hierro.

El primero, o sea óxido de hierro, había que reducirlo por medio del carbón, es decir, desembarazarlo del oxígeno para utilizarlo en estado de pureza. Esta reducción debía hacerse sometiendo el mineral mezclado con carbón a una alta temperatura, ya por el
método catalán,
rápido y fácil, que tiene la ventaja de transformar directamente el mineral en hierro con una sola operación, bien por el método de los altos hornos, que cambia primero el mineral en fusión y después la fusión en hierro, quitándole el tres o cuatro por ciento de carbón, que se ha combinado con ella.

Ahora bien, ¿qué necesitaba Ciro Smith? Hierro y no fundición, y debía buscar el método más rápido de reducirlo. Por lo demás, el mineral que había recogido era por sí mismo muy puro y rico, o sea ese mineral oxidulado, que, hallándose en masas confusas de un color gris oscuro, da un polvo negro, se cristaliza en octaedros regulares, produce los imanes naturales y sirve en Europa para elaborar esos hierros de primera calidad que tan abundantemente producen Suecia y Noruega.

No lejos de aquel yacimiento se hallaba otro de carbón de piedra ya explorado por los colonos. De aquí la facilidad para el tratamiento del mineral, pues estaban cerca de los elementos de fabricación. Esto es lo que constituye también la prodigiosa riqueza de las explotaciones del Reino Unido, donde la hulla sirve para hacer el metal extraído del mismo suelo y al mismo tiempo que ella.

—¿Así, pues, señor Ciro —dijo Pencroff—, vamos a trabajar mineral de hierro?

—Sí, amigo mío —contestó el ingeniero—, y para eso, si a usted no le parece mal, comenzaremos a cazar focas en el islote.

—¡A cazar focas! —exclamó el marino volviéndose hacia Gedeón Spilett—. ¿Necesitamos focas para fabricar hierro?

—Cuando lo dice el señor Ciro... —contestó el corresponsal.

El ingeniero había salido ya de las Chimeneas y Pencroff se preparó para la caza de las focas, sin haber obtenido más explicaciones.

En breve, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Nab y el marino se hallaron reunidos en la playa en el punto en que el canal dejaba un estrecho paso vadeable en la baja marea. La marea estaba en lo más bajo del reflujo, y los cazadores pudieron atravesar el canal sin mojarse por encima de las rodillas.

Ciro Smith ponía por primera vez el pie en el islote, y su compañeros, por la segunda, pues allí el globo los había arrojado.

Al desembarcar, algunos centenares de pájaros bobos les dirigieron sus cándidas miradas. Los colonos, armados de garrotes, habrían podido exterminarlos fácilmente, pero no pensaron en entregarse a aquella matanza doblemente inútil, porque importaba no asustar a los anfibios echados sobre la arena a poca distancia. Respetaron también varios somorgujos muy inocentes, cuyas alas reducidas a muñones se achataban en forma de aletas guarnecidas de plumas de apariencia escamosa.

Los colonos se adelantaron con prudencia hasta la punta norte, marchando por un suelo acribillado de hoyos, que formaban otros tantos nidos de aves acuáticas. Hacia el extremo del islote aparecían grandes puntos negros, que nadaban a flor de agua, semejantes a puntas de escollo en movimiento. Eran los anfibios que se trataba de capturar.

Había que cazarlos en tierra, porque las focas, con su vientre estrecho, su pelo corto y apretado, su figura fusiforme y su disposición excelente para nadar, son difíciles de pescar en el mar, mientras que en el suelo sus pies cortos y palmeados no les permiten sino un movimiento de reptil muy pesado.

Pencroff conocía las costumbres de estos anfibios y aconsejó esperar a que se hubieran tendido en la arena a los rayos del sol, que no tardarían en hacerles dormir profundamente. Entonces convendría maniobrar de manera que se les cortara la retirada, teniendo cuidado de dirigir los golpes a las fosas nasales.

Los cazadores se escondieron detrás de las rocas del litoral y esperaron en silencio. Transcurrió una hora antes que las focas vinieran a solazarse por la arena. Había media docena; Pencroff y Harbert salieron entonces para doblar la punta del islote, tomarles la playa y cortarles la retirada, mientras Ciro Smith, Gedeon Spilett y Nab, trepando por las rocas, se dirigían hacia el futuro teatro del combate. De improviso el marino se irguió lanzando un grito. El ingeniero y sus dos compañeros se precipitaron entre el mar y las focas. Dos de aquellos animales quedaron muertos en la arena a fuerza de varios golpes vigorosos, pero los demás pudieron llegar al mar y tomar el lago.

—Aquí están las focas pedidas, señor Ciro —dijo el marino adelantándose hacia el ingeniero.

—Bien —contestó Ciro Smith—. Haremos de ellas fuelles de fragua.

—¡Fuelles de fragua! —exclamó Pencroff—; ¡vaya unas focas afortunadas!

En efecto, era una máquina para soplar lo que necesitaba el ingeniero para el tratamiento del mineral, y pensaba fabricarla con la piel de aquellos anfibios.

Su longitud era mediana; no pasaban de seis pies y tenían la cabeza semejante a la de un perro.

Como era inútil cargarse con un peso tan considerable como el de aquellos animales, Nab y Pencroff resolvieron desollarlos en el mismo sitio, mientras Ciro y el corresponsal acababan de explorar el islote.

El marino y el negro ejecutaron diestramente su operación y, tres horas después, Ciro Smith tenía a su disposición dos pieles de foca, que decidió utilizar en aquel estado, sin curtirlas.

Los colonos tuvieron que esperar la baja marea, y después atravesaron el canal de regreso a las Chimeneas.

Costó trabajo sujetar aquellas pieles a marcos de madera destinados a mantenerlas tendidas y coserlas después por medio de fibras, para que pudiesen tomar aire sin dejarlo escapar. Hubo que realizar la operación muchas veces. Ciro Smith no tenía a su disposición más que las dos hojas de acero, procedentes del collar de
Top,
y sin embargo fue tan diestro y sus compañeros le ayudaron con tanta inteligencia, que tres días después los útiles de la pequeña colonia se habían aumentado con un gran fuelle, destinado a inyectar el aire en el mineral, cuando fuese tratado por el calor, condición indispensable para el buen éxito de la operación.

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