La isla misteriosa (14 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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—Bueno, en cuanto al resto, no será difícil darles nombres —continuó el marino, que estaba en vena—. Empleemos los mismos que Robinson, cuya historia me sé de memoria: la “Bahía de la Providencia”, la “Punta de los Cachalotes”, el “Cabo de la Esperanza fallida”...

—O bien los nombres de Smith, Spilett, Nab... —dijo Harbert.

—¡No, no! —interrumpió Nab, dejando ver sus dientes de brillante blancura.

—¿Por qué no? —replicó Pencroff—. El “puerto Nab” suena muy bien. ¿Y el “cabo Gedeón”?

—Yo preferiría nombres tomados de nuestro país —dijo el corresponsal— y que nos recordasen nuestra América.

—Sí —repuso Smith—, para los principales, las bahías o los mares, me adhiero a esa proposición. Así, por ejemplo, a la bahía del este podríamos llamarla “bahía de la Unión”; a esta ancha escotadura del sur, “bahía de Washington”; al monte en que nos hallamos en este momento, “monte Franklin”; al lago que se extiende ante nuestra vista, “lago Grant”; me parece esto lo mejor, amigos míos. Estos nombres nos recordarían nuestra patria y los ciudadanos que más la han honrado; mas para los ríos, golfos, cabos y promontorios que vemos desde lo alto de esta montaña, debemos buscar nombres que se avengan con su configuración particular, pues se nos grabarán más fácilmente en la memoria y serán al mismo tiempo más prácticos. La forma de la isla es demasiado extraña y nos podemos imaginar nombres que den una idea aproximada de su figura. En cuanto a las corrientes de agua que aún no conocemos, a las diversas partes de bosques que más adelante exploraremos y a las ensenadas que vayamos descubriendo, les pondremos nombres a medida que se vayan presentando. ¿Qué les parece a ustedes, amigos míos?

La proposición del ingeniero fue aprobada por unanimidad. La isla se presentaba a su vista como un mapa desplegado y no había más que poner un nombre a todos los ángulos entrantes y salientes y a todos los relieves. Spilett los anotaría a su tiempo y en lugar correspondiente y la nomenclatura geográfica de la isla sería definitivamente adoptada.

Desde luego se dieron los nombres de “bahía de la Unión” y “bahía de Washington” y monte Franklin” a los puntos designados por el ingeniero.

—Ahora —dijo el corresponsal—, propongo que a esa península que se proyecta al sudoeste de la isla se la denomine “península Serpentina”, y “promontorio del Reptil” a la cola encorvada que la termina, porque es verdaderamente una cola de reptil.

—Aprobado —dijo el ingeniero.

—Ahora —dijo Harbert—, a ese otro extremo de la isla, ese golfo que se parece tan singularmente a una mandíbula abierta, le llamaremos el “golfo del Tiburón”.

—¡Bien dicho! —exclamó Pencroff—, y completaremos la imagen denominando “cabo de Mandíbula” a las dos partes que forman la boca.

—Pero hay dos cabos —observó el corresponsal.

—¡Es igual! —contestó Pencroff—, tendremos el cabo Mandíbula al norte y el cabo Mandíbula al sur.

—Ya están inscritos —respondió Gedeón Spilett.

—Falta dar nombre a la punta sudeste de la isla —dijo Pencroff.

—Es decir, al extremo de la bahía de la Unión —respondió Harbert.

—Cabo de la Garra —exclamó Nab—, que quería también, por su parte, ser padrino de algún sitio de sus dominios.

Y, en verdad, Nab había encontrado una denominación excelente, porque aquel cabo representaba la poderosa garra del animal fantástico que figuraba aquella isla tan singularmente dibujada.

Pencroff estaba encantado del giro que tomaban las cosas, y las imaginaciones, un poco sobreexcitadas, pronto encontraron las denominaciones siguientes:

Al río que abastecía de agua potable a los colonos, y cerca del cual les había arrojado el globo, el nombre de “Merced”, verdadera acción de gracias a la Providencia.

Al islote sobre el cual los náufragos habían tomado tierra primeramente, el nombre de islote de Salvación.

A la meseta que coronaba la alta muralla de granito encima de las Chimeneas, y desde donde la mirada debía abrazar toda la vasta bahía, el nombre de meseta de Gran Vista.

En fin, a toda aquella masa de impenetrables bosques que cubrían casi toda la isla Serpentina, el nombre de bosques del “Far-West”.

La nomenclatura de las partes visibles y conocidas de la isla estaba casi terminada, y más tarde la completarían a medida que se hicieran nuevos descubrimientos.

En cuanto a la orientación de la isla, el ingeniero la había determinado aproximadamente por la altura y la posición del sol, poniendo al este la bahía de la Unión y toda la meseta de la Gran Vista.

Pero, al día siguiente, tomando la hora exacta de la salida y de la puesta del sol, y determinando su posición por el tiempo medio transcurrido entre su salida y su puesta, contaba fijar exactamente el norte de la isla, porque, a consecuencia de su situación en el hemisferio austral, el sol, en el momento preciso de su culminación, pasaba al norte, y no a mediodía, como, en un movimiento aparente, parece hacerlo en los lugares situados en el hemisferio boreal.

Todo estaba terminado y los colonos se disponían a bajar del monte Franklin para volver a las Chimeneas, cuando Pencroff exclamó:

—¡Somos unos aturdidos!

—¿Por qué? —preguntó Gedeón Spilett, que había cerrado su cuaderno.

—¿Y nuestra isla? ¡Nos hemos olvidado de bautizarla!

Harbert iba a proponer darle el nombre del ingeniero y todos sus compañeros hubieran aplaudido la idea, cuando Ciro Smith dijo sencillamente:

—Démosle el nombre de un gran ciudadano, amigos míos, del que lucha en estos momentos para defender la unidad de la República Americana. ¡Llamémosla Lincoln!

Tres hurras fueron la respuesta de la proposición del ingeniero.

Y aquella noche, antes de dormirse, los nuevos colonos hablaron de su país ausente; comentaban la terrible guerra que lo ensangrentaba y no dudaban que el Sur sería pronto sometido y que la causa del Norte, la causa de la justicia, triunfaría gracias a Grant, gracias a Lincoln.

Esto pasaba el 30 de marzo y no podían adivinar que dieciséis días después se cometería en Washington un crimen horrible, y que el Viernes Santo Abraham Lincoln caería herido de muerte por la bala de un fanático.

12. Exploración de la isla. Animales, vegetales, minerales

Los colonos de la isla Lincoln arrojaron una última mirada alrededor de ellos, dieron la vuelta al cráter por su estrecha arista y media hora después habían descendido a su campamento nocturno.

Pencroff pensó que era hora de almorzar y con este motivo se intentó arreglar los dos relojes de Ciro Smith y del corresponsal.

Al de Gedeón Spilett le había respetado el agua del mar, pues el periodista había sido arrojado sobre la arena, fuera del alcance de las olas. Era un instrumento excelente, un verdadero cronómetro de bolsillo, y Gedeón Spilett no había olvidado nunca darle cuerda cuidadosamente cada día.

El reloj del ingeniero se había parado, mientras Ciro Smith había estado exánime en las dunas.

El ingeniero le dio cuerda y, calculando por la altura del sol que aproximadamente debían ser las nueve de la mañana, puso su reloj en aquella hora.

Gedeón Spilett lo iba a imitar, cuando el ingeniero le cogió de la mano, diciéndole:

—No, no, querido Spilett, espere. Ha conservado usted la hora de Richmond, ¿no es eso?

—Sí.

—Por consiguiente, su reloj está puesto al meridiano de aquella ciudad, meridiano que sobre poco más o menos es el de Washington.

—Sin duda.

—Pues bien, consérvelo así. Conténtese usted con darle cuerda, pero no toque las agujas. Esto nos podrá servir.

“¿Para qué?”, pensó el marino.

Almorzaron con tanto apetito, que la reserva de caza y de piñones quedó totalmente agotada. Pero Pencroff no se inquietó por eso; ya se abastecerían por el camino.
Top,
cuya parte de alimento había sido muy escasa, sabría encontrar caza entre los matorrales. Además, el marino pensaba pedir sencillamente al ingeniero que fabricase pólvora y uno o dos fusiles de caza, en lo cual no creía que tuviera dificultad.

Al bajar de las mesetas, Ciro Smith propuso a sus compañeros que tomaran un nuevo camino para volver a las Chimeneas. Deseaba conocer el lago Grant, tan magníficamente encuadrado entre festones de árboles.

Siguieron la cresta de uno de los contrafuertes, entre los cuales el
creek,
que alimentaba, tomaba probablemente su fuente. Al hablar, los colonos no empleaban más que los nombres propios que acababan de escoger, y esto facilitaba singularmente el cambio de sus ideas. Harbert y Pencroff, uno joven y otro algo niño, estaban encantados y, mientras andaban, el marino decía:

—¡Harbert, esto marcha! Es imposible que nos perdamos, porque, aunque tomemos el camino del lago Grant, aunque tomemos el río Merced a través del bosque de Far-West, llegaremos necesariamente a la meseta de la Gran Vista, y, por consiguiente, a la bahía de la Unión.

Se había convenido en que, sin formar un grupo compacto, los colonos no se apartarían demasiado los unos de los otros, porque sin duda algunos animales peligrosos habitaban aquellos espesos bosques de la isla, y era prudente andar con tiento. Generalmente Pencroff, Harbert y Nab marchaban en cabeza, precedidos de
Top,
que registraba los menores rincones. El corresponsal y el ingeniero iban juntos: Gedeón Spilett, pronto a anotar cualquier incidente, y el ingeniero, silencioso la mayor parte del tiempo, y sin apartarse del camino más que para recoger un mineral, un vegetal que ponía en su bolsillo sin hacer ninguna reflexión.

—¿Qué diablo recogerá? —murmuraba Pencroff—. Por más que miro, no veo nada que valga la pena de agacharse.

Hacia las diez, la pequeña tropa descendía las últimas rampas del monte Franklin. El suelo no estaba sembrado más que de matorrales y de raros árboles. Caminaban sobre una tierra amarilla y calcinada que formaba una llanura de una milla de extensión, que precedía al lindero del bosque.

Grandes trozos de basalto, que, según las experiencias de Bischof, ha necesitado para enfriarse trescientos cincuenta millones de años, cubrían la llanura, muy quebrada en ciertos sitios. Sin embargo, no había señales de lavas, las cuales se habían extendido por las laderas septentrionales.

Ciro Smith creía, pues, alcanzar sin incidente el curso del arroyo que, según él, debía correr entre los árboles por la línea de la llanura, cuando vio ir hacia él precipitadamente a Harbert, mientras que Nab y el marino se escondían detrás de las rocas.

—¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó Gedeón Spilett.

—Una humareda —contestó Harbert—. Hemos visto una humareda elevarse entre las rocas, a cien pasos de nosotros.

—¿Hombres en estos parajes? —exclamó el periodista.

—Evitemos que nos vean antes de saber quiénes son —contestó Ciro Smith—. Si hay indígenas en esta isla, más bien los temo que los deseo. ¿Dónde está
Top
?


Top
va delante.

—¿Y no ladra?

—No.

—Es raro. Sin embargo, trataremos de llamarlo.

En algunos instantes el ingeniero, Gedeón Spilett y Harbert se habían reunido con sus dos compañeros, y, como ellos, se ocultaron detrás de los trozos de basalto.

Top,
llamado por un ligero silbido de su dueño, volvió, y éste, haciendo signo a sus compañeros de que esperasen, se deslizó entre las rocas.

Los colonos, inmóviles, esperaban con cierta ansiedad el resultado de aquella exploración, cuando les llamó Ciro Smith. Llegaron y les chocó desde luego el olor desagradable que impregnaba la atmósfera.

Aquel olor, cuya causa podía conocerse fácilmente, había bastado al ingeniero para adivinar de dónde provenía aquella humareda, que al principio le había alarmado.

—Este fuego —dijo—, o mejor dicho esta humareda, proviene de la naturaleza. No hay más que una fuente sulfurosa, que nos permitirá curar eficazmente nuestras laringitis.

—¡Vaya! —exclamó Pencroff—. ¡Qué desgracia que yo no esté resfriado!

Los colonos se dirigieron hacia el sitio de donde salía el humo, y allí vieron una fuente sulfurosa sódica, que corría con bastante abundancia entre las rocas y cuyas aguas despedían un fuerte olor a ácido sulfhídrico, después de haber absorbido el oxígeno del aire.

Smith metió la mano en el agua y la encontró untuosa al tacto; la probó y encomió su, sabor algo azucarado; y en cuanto a su temperatura, la calculó en 95º Fahrenheit (35º centígrados sobre cero). Le preguntó Harbert en qué basaba aquel cálculo y el ingeniero respondió:

—Sencillamente, en que metiendo la mano en esa agua no he experimentado sensación de frío ni de calor; luego está a la misma temperatura que el cuerpo humano, que es aproximadamente de 95º Fahrenheit.

No ofreciendo la fuente sulfurosa ninguna utilidad inmediata, los colonos se dirigieron hacia la espesura del bosque, que estaba a unos centenares de pasos.

Allí, según habían presumido, el arroyo paseaba sus aguas vivas y límpidas entre altas orillas de tierra rojiza, color que denunciaba la presencia del óxido de hierro. Este color hizo que se diera inmediatamente a la corriente de agua el nombre de arroyo Rojo.

No era más que un arroyuelo profundo y claro, formado por las aguas de la montaña, mitad río y mitad corriente, que aquí corría pacíficamente por la arena y murmurando sobre las puntas de las rocas, o precipitándose en cascada proseguía su curso hasta el lago en una longitud de milla y media, y en una anchura que variaba de 30 a 40 pies.

Sus aguas eran dulces, lo que hacía suponer que las del lago lo fueran también, circunstancia feliz para el caso de que en sus inmediaciones se encontrase un sitio más a propósito para habitar que las Chimeneas.

En cuanto a los árboles que, algunos centenares de pasos más allá, sombreaban las orillas del arroyo, pertenecían la mayor parte a las especies que abundan en las zonas templadas de Australia o de Tasmania, y no a las de las coníferas que erizaban la parte de la isla ya explorada a algunas millas de la meseta de la Gran Vista.

En aquella época del año, es decir a primeros de abril, que en aquel hemisferio corresponde al mes de octubre, en los comienzos del otoño, todavía conservaban las hojas. Eran especialmente casuarinas y eucaliptos; algunos proporcionarían en la primavera próxima un maná azucarado, análogo al maná de Oriente. En los claros, revestidos de ese césped llamado
tusac
en Nueva Holanda, se veían grupos de cedros australianos; pero no parecía existir en la isla, cuya latitud sin duda era demasiado baja, el cocotero, que tanto abunda en los archipiélagos del Pacífico.

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