La isla de los perros (6 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
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—¿Y qué demonios tienen que ver las momias con todo lo demás? —protestó Hammer.

LAS MOMIAS por el Agente Verdad.

Como casi todo el mundo, crecí viendo momias en las películas de horror. Sin embargo, recientemente he llevado a cabo investigaciones arqueológicas y puedo decirle, lector, que esas terroríficas representaciones de una persona muerta envuelta en vendas de tela no son exactas o rigurosas.

Las momias no pueden hacernos daño a menos que transmitan una enfermedad infecciosa de la Antigüedad, lo cual es muy improbable, aunque sospecho que uno puede sufrir una reacción respiratoria adversa después de inhalar capas de polvo en un lugar lúgubre y frío. Supongo que también es posible hacerse heridas o perderse en el interior de una pirámide en busca de la momia, y morir de hambre y sed o encontrar un ladrón de tumbas y tener un violento altercado.

En la investigación forense, el término «momia» se refiere a una persona muerta cuyo cuerpo ha sido expuesto al frío o a la aridez. En vez de descomponerse, el cuerpo se seca y puede permanecer en ese estado de conservación durante décadas o siglos. Este tipo de momia, que suele encontrarse en sótanos o en el desierto, no es en realidad una momia. Pero, para su tranquilidad, sepa que los antropólogos y otros estudiosos de la materia dirán que los cuerpos que se han secado están momificados, porque el término es de aceptación general. Debo reconocer que, probablemente, a un testigo experto le resultará más fácil decir que la víctima estaba momificada que admitir que esa pobre alma se ha marchitado y secado y que parecía un esqueleto cubierto con cuero de zapato.

La palabra «momia» proviene del vocablo árabe empleado para «alquitrán», que en su forma persa original significaba «cera». Así, la momia es una sustancia como el alquitrán, un tipo de asfalto que se utilizaba en Asia Menor, y una momia es una persona o un animal conservados por medios artificiales, aunque en la actualidad no resulta exacto decir que un cadáver embalsamado es una momia. La razón de ello es muy simple: los cadáveres embalsamados con aldehído fórmico no están siempre bien conservados. Si desenterramos un cuerpo embalsamado cien años más tarde, según donde haya sido enterrado, lo más probable es que nos encontremos un muerto no tan bien conservado como una momia egipcia de hace miles de años.

En nuestra sociedad no llenamos el abdomen de la persona embalsamada con mirra, casia u otros perfumes puros, ni le rellenamos las extremidades con alquitrán o sumergimos el cuerpo en natronita durante setenta días antes de envolverlo con bandas de tela de lino untadas en goma, que es lo que los egipcios utilizaban en vez de cola. Actualmente, un cadáver embalsamado no se introduce en una caja de madera en forma de cuerpo que se apoya contra la pared en el interior de un sepulcro frío y seco.

Con esto no digo que usted no pueda conservar a su ser querido según esta antigua costumbre, suponiendo que encontrase un escriba experto que marcara en el cuerpo las incisiones para el embalsamamiento y luego un practicante llamado «desgarrador» que ayudase con una afilada piedra etíope antes de huir, ya que los egipcios consideraban un delito la violación de los cadáveres, aun cuando el desgarrador fuese legalmente contratado para hacerlo, según el historiador griego Diodoro. Y suponiendo que esté usted dispuesto a pagar por ello, un embalsamamiento de lujo al estilo egipcio le costaría un talento de plata, es decir aproximadamente cuatrocientos dólares, según la inflación y la tasa de cambio.

No hace mucho, mi interés por las momias me llevó hasta Argentina, donde unos científicos las sometían apruebas tales como resonancias magnéticas, tomografías axiales computerizadas y biopsias de ADN. Me puse en contacto con National Geographic para ver si me permitía visitar las momias y me dijeron que sí, siempre y cuando no dijera ni una palabra de ello hasta que la historia apareciese publicada.

Una fría y luminosa mañana llegué a Salta, una ciudad en el noroeste de Argentina que se ha convertido en centro de investigaciones arqueológicas de los incas y de otras culturas precolombinas. Allí me uní a los arqueólogos que habían dirigido la expedición al pico de un volcán andino, en la frontera de Argentina con Chile, donde descubrieron tres momias de quinientos años de antigüedad y en perfecto estado de conservación; pertenecían a unos niños incas ofrendados en sacrificios rituales y enterrados con oro, plata y recipientes de comida. Los arqueólogos me llevaron en jeep por una carretera polvorienta hasta la Universidad Católica, donde un pequeño edificio se había reconvertido en laboratorio fuertemente vigilado por guardias armados con ametralladoras. Al igual que los piratas, los saqueadores de tumbas han representado un peligro constante para nuestra sociedad, incluso en las regiones remotas.

Cuando los arqueólogos sacaron el primer hatillo de un frigorífico y lo dejaron sobre una mesa de pruebas cubierta de papel, pensé que ver los restos congelados de dos chicas y un chico incas sacrificados hacía quinientos años no sería muy distinto de lo que se experimenta en las escenas del crimen y los accidentes de tráfico en los que yo había trabajado. La diferencia principal radica en que, en la arqueología, las causas de la muerte y los objetos no se estudian para llevar a alguien ante la justicia, sino para interpretar un pasado misterioso y esquivo. En este caso era el de unas gentes que no tenían lenguaje escrito y que transmitían su historia a través del arte y de elaborados tapices. Debo confesar que no me importaron demasiado las costumbres, las enfermedades ni la dieta, pero en cambio me preocupó si los niños estaban inconscientes, debido a la altitud y a las bebidas alcohólicas rituales como la chicha, cuando los enterraron vivos.

Me pregunté qué habrían pensado esos niños cuando les pusieron hermosas prendas de lana, tocados de plumas y joyas para conducirlos en procesión hasta la cima del monte Llullaillaco, a 6.700 metros de altura. Esperé que no supieran lo que estaba ocurriendo cuando los envolvieron en telas y los sentaron en las tumbas profundas que los incas por último cubrieron con piedras y tierra a fin de complacer a sus dioses.

Todavía recuerdo a la perfección las caras de esos tres niños asesinados, sobre todo la del chico, que tendría unos ochos años cuando le pusieron unos mocasines de piel y un brazalete de plata y lo enviaron de viaje al más allá con dos pares de sandalias de recambio y una honda para cazar. Su expresión era de congoja y protesta, y tenía las rodillas recogidas en posición fetal y los tobillos fuertemente atados con cuerda. Sospeché que era consciente del papel que desempeñaba en la religión y tuve las sensación de que se había resistido mientras lo cubrían con tierra y piedras. Las chicas, que tendrían ocho y catorce años respectivamente, no estaban atadas y su aspecto era más bien plácido; sin embargo, por extraño que parezca, una de las tumbas había sido alcanzada por un rayo y, cuando desenvolvieron la pequeña momia en el improvisado laboratorio de Salta, todavía percibí el olor de carne humana quemada. Me pareció que el Todopoderoso había querido indicar así a los incas que no le había complacido en absoluto que enterrasen vivos a los niños.

Lamento tener que decir que las cosas nunca cambian demasiado. Siguiendo con las investigaciones sobre nuestro pasado, estuve un tiempo en una excavación de Jamestown y fui en peregrinaje hasta Gran Bretaña para intentar relacionar a los primeros colonos con los que habían quedado encallados en el Támesis. Exploré los fangales, marismas, bares y aparcamientos de la isla de los Perros y la cúpula del Milenio, que se levanta como un gigantesco huevo escalfado erizado de grúas pintadas de oro, pero no encontré ni rastro de John Smith ni de sus compañeros de viaje, ni a ninguna persona viva que recordase algo al respecto.

Tampoco ninguna de las personas que encontré en los bares y cervecerías quedó mínimamente impresionada por el hecho muy poco conocido de que la isla Tangier estaba vinculada con la isla de los Perros, porque Tangier había sido descubierta por el capitán John Smith en 1608.

Y todo esto me lleva, mis nuevos amigos lectores, a una mala noticia.

La isla Tangier ha sido redescubierta, y no sólo por los turistas interesados en la tarta de cangrejos. Unas poderosas gentes deshonestas han decidido utilizar a esos simples isleños para sus fines políticos y eso es injusto, pese al pasado marcadamente pirata de estos pescadores. Pronto volveré sobre esta cuestión con todo detalle.

¡Tengan cuidado ahí afuera!

Capítulo 4

Hammer cerró el expediente del Agente Verdad con frustración y perplejidad. ¿Qué pasaba con Andy? ¿Qué creía que estaba haciendo? ¿Qué tenían que ver las momias y Jamestown con los problemas actuales de Virginia y el crimen?

Todo aquello resultaba del todo inadecuado y estaba destinado a causar tan sólo problemas, se dijo mientras cerraba un cajón enérgicamente y mascullaba que ojalá hubiera alguien en la oficina que supiese preparar un buen café. ¿Cómo se suponía que debía sentirse tras leer el escrito sobre la momia?

Pasaban unos minutos de las ocho en punto y, al parecer, todo el mundo en la central leía al Agente Verdad; los comentarios formaban un audible murmullo en los despachos a lo largo de los pasillos. Mientras acudía al trabajo en su coche, Hammer se había quedado desconcertada y sorprendida al oír a Billy Bob hablando del escrito sobre la momia en su programa matinal.

«—¡Eh! ¿Sabéis qué haremos ahora? ¡Vamos a iniciar un concurso aquí, en «Billy Bob por la mañana»! Esperamos llamadas de los oyentes para que nos digan quién creen que es, en realidad, el Agente Verdad. Quien acierte se llevará un premio especial que anunciaremos más adelante. Viva, ya tenemos una llamada en centralita. ¿Hola? Aquí «Billy Bob por la mañana», en directo. ¿Con quién hablamos?

»Con Windy.

Hammer, incrédula, reconoció la voz aguda de su secretaria en los altavoces de la radio del coche. La comunicación no era muy buena y Hammer supuso que Windy llamaba desde su teléfono móvil; probablemente, desde el coche en el que también ella se dirigía al trabajo.

»Bien, Wendy, dinos, ¿quién es el Agente Verdad?» Creo que es el gobernador, aunque probablemente tiene un negro.

Hammer continuó revolviendo papeles en el escritorio con el oído atento a algtún signo de actividad en el despacho de Windy, que era contiguo al suyo. Tan pronto como la secretaria abrió la puerta y dejó el bolso sobre la mesa, Hammer saltó de su silla y se le acercó.

—¿Cómo has cometido esa estupidez? —le preguntó de malos modos—. ¿Y qué carajo es eso de un negro?

—¡Oh! —Windy estaba sorprendida y también un poco atemorizada ante la cólera que mostraba la jefa—. Debe de haberme oído por la radio, ¿no? No se preocupe, sólo he dicho que me llamaba Windy, pero no he dado el apellido ni he revelado dónde trabajo. ¿Lo del negro? ¡Ah, sí! Ya sabe, alguien que contrata a otra persona para que escriba para él en secreto, probablemente porque no es buen escritor.

—Me parece que confundes «negro» con «seudónimo» —replicó Hammer con ira controlada mientras se paseaba ante la mesa de Windy. Al fin, decidió cerrar la puerta que daba al pasillo—. Ya tengo suficientes problemas con el gobernador para que ahora llames por tu cuenta a una maldita emisora de radio y lo acuses de ser el Agente Verdad.

—¿Y cómo sabe que no lo es? —Windy cogió entre los dedos su barra de labios.

—No hablamos de lo que yo sepa o deje de saber. Estamos hablando de indiscreción y de falta de sensatez, Windy.

—Apuesto a que usted sí sabe quién es —insistió Windy en tono afectado, mientras le dedicaba una breve caída de ojos con sus pestañas pintadísimas—. Vamos, dígamelo. Estoy completamente segura de que lo sabe. ¿Es guapo? ¿Qué edad tiene? ¿Está soltero?

Hasta ese momento Hammer apenas había pensado en qué sucedería si la gente empezaba a preguntarle si sabía quién era el Agente Verdad. No era propio de ella mentir, a menos que lo requiriese una detención o una confesión, o cuando tenía que salir de viaje y escondía la maleta y le aseguraba a Popeye que volvería enseguida. La propia Hammer se sorprendió de que le viniera a la cabeza en aquel instante su querido Popeye, pero la imagen del boston terrier que le habían robado aquel verano le llegó muy dentro y la obligó a retirarse a su despacho privado. Cerró la puerta e hizo varias inspiraciones profundas. Estuvo a punto de que se le saltaran las lágrimas.

—Hammer —dijo con tono brusco cuando sonó su teléfono.

—Soy Andy.

Apenas le oía. Se sorbió la nariz de forma ruidosa y se tranquilizó un poco.

—Te oigo fatal —dijo. ¿Estás en la isla?

—Sí. Sólo te informo de que hemos aterrizado a las ocho en punto… Estoy en Janders Road. He pensado que podía ser una buena carret… no tan concurrida como… y… estúpida… quién le importa…?

Te recibo entrecortado, Andy. Y tenemos que hablar de lo que se ha publicado esta mañana. No puedo creerlo. Esto no puede continuar. ¿Hola? ¿Hola? ¿Estas ahí?

La línea se había cortado.

—¡Maldita sea! —exclamó Hammer.

Tangier no tenía antenas para móviles y pocos residentes utilizaban tales teléfonos, ni tampoco Internet, y les importaba un pimiento el Agente Verdad. Pero lo que no había pasado inadvertido para ningún isleño era el helicóptero de la Policía Estatal que virando en la bahía había aterrizado en el aeródromo hacía apenas una hora. Ginny Crockett, por ejemplo, estaba asomada a la ventana desde entonces; finalmente, dedicó unos instantes a dar de comer a su gata, Sookie, y cuando volvió al salón de su pulcra casa, pintada de rosa, vio a un agente de policía, con su uniforme gris y su gran sombrero, pintando una línea blanca ancha y brillante de lado a lado del pavimento resquebrajado de Janders Road. La línea, inexplicable y de mal agüero, empezaba justo delante del local de The What Not Shop, cruzaba el asfalto agrietado por el que asomaban los hierbajos y se extendía hasta el cementerio familiar del patio delantero de la casa de Ginny.

El agua fría corría por los tres tanques de acero del criadero de cangrejos, delante mismo del porche de la casa, bajo la sombra de unos manzanos silvestres. Los pelones —como se denominaba a los cangrejos azules durante la época de muda del caparazón— ya estaban en veda y no volverían a mirar a los turistas con sus ojos telescópicos cargados de resentimiento durante el resto del año. Sin embargo, esto no impedía que Ginny tuviera puesto el rótulo y que cobrara un cuarto de dólar a los turistas por echar un vistazo al gran semental, el cangrejo macho, que conservaba en uno de los acuarios. La mujer había bautizado al animal con el nombre de Jimmy y éste, hasta aquel momento, le había proporcionado a su dueña unos ingresos de veinte dólares y cincuenta centavos.

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