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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (10 page)

BOOK: La isla de los perros
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—¡Dios te oiga! Lleva el trasto a todas partes y siempre toca esa melodía… —La amiga de Ginny dijo lo opuesto de lo que pretendía expresar, pues era opinión unánime que cuando Fonny Boy tocaba la armónica, es decir, a todas horas, no conseguía más que unos ruidos discordantes.

—Su padre debería ponerlo firme, pero siempre anda ufanándose del muchacho —respondió Ginny, quien en este caso quería decir exactamente lo que había dicho, porque el padre de Fonny Boy creía a pies juntillas que su hijo único era la envidia de la isla.

—Tan pronto te quite estos aparatos —dijo el doctor Faux mientras se ponía un par de guantes quirúrgicos que facturaría por el triple de su valor—, voy a recomendarte coronas en ocho de los dientes delanteros. ¿Estás preparado para una pequeña extracción de sangre, esta mañana? —añadió, porque Faux había descubierto que existía un buen mercado de venta de sangre a oscuros investigadores médicos que hacían estudios genéticos de poblaciones cerradas.

—¡No! —Fonny Boy saltó en el sillón y se agarró a los brazos de éste hasta que los nudillos le quedaron blancos.

—No te preocupes por las coronas, Fonny Boy. ¡Usaré aleaciones de metales preciosos y tendrás una sonrisa de un millón de dólares!

En aquel instante el viejo teléfono negro sonó en el interior de la clínica. El artilugio era de los tiempos en que los cables estaban recubiertos de aislante de paño y, como de costumbre, había muchas interferencias.

—Clínica —respondió el doctor.

—Necesito hablar con Fonny Boy —dijo una voz masculina entre las crepitaciones de la línea—. ¿Está ahí?

—¿Eres tú, Huracán? —preguntó el dentista al padre de Fonny Boy, al que apodaban «huracán» debido a su fuerte temperamento—. Tienes cita para una revisión y limpieza y extracción de sangre.

—¡Deje que hable con el chico antes de que me lleven los demonios!

—Es para ti —comunicó Faux a su paciente.

Fonny Boy se levantó del sillón y tomó el auricular mientras ahuyentaba una mosca letárgica.

—¿Sí?

—Atiende. ¡Cierra la consulta como un culo apretado! ¡Cierra con llave y no dejes salir de ahí al doctor! —exclamó el padre—. De vez en cuando tenemos que hacer cosas abominables, hijo. No sabemos qué más hacer en una situación así. ¿El dentista ha vuelto a manosearte la boca?

—¡Sí! ¡No quería hacerme nada, papá! dijo Fonny Boy, que hablaba «al revés», como decían en la isla, o sea, diciendo lo contrario de lo que se pretende. Se refería, claro, a que el dentista pretendía destrozarle la boca de mala manera.

—Vamos, muchacho —el padre lo animó a no desanimarse. Vamos a darle una dosis de su propia medicina y un castigo ejemplar. Y haremos que la policía deje de andar tras nosotros continuamente. Tenemos la misma sangre, muchacho. Ahora, quédate quieto que voy enseguida.

—¡Dios bendito! —exclamó Fonny Boy, y de un salto llegó a la puerta y la cerró con una llave que estaba colgada detrás de un cuadro de Cristo apacentando a sus ovejas.

El muchacho no estaba demasiado seguro de por qué tenía que encerrar al doctor Faux en la clínica, pero el condenado dentista merecía lo que se le venía encima y resultaba emocionante saber que se estaba cociendo algo. Tangier era muy aburrida para los jóvenes, y Fonny Boy tenía sueños de encontrar un tesoro y un buen día largarse de allí. Miró por la ventana y observó una multitud de barqueros que avanzaba por la calle en formación militar; algunos de ellos blandían remos y pinzas de coger ostras.

—¡Siéntese en el sillón y cuidado con el escalón! —ordenó al dentista.

—Tengo que sacarte el algodón de la boca —recordó Faux al joven paciente—. Siéntate ahí para que te lo quite; después, si eso es lo que quieres, me sentaré yo.

El doctor supuso que la lidocaína había provocado la excitación del muchacho, precipitando un trastorno nervioso transitorio en el paciente.

Ni el dentista más experimentado podía estar seguro de qué efectos podían tener ciertos fármacos en algunos pacientes, y el doctor siempre preguntaba a los suyos si padecían alguna alergia o reacción adversa a los medicamentos. Sin embargo, era tan infrecuente que los isleños fueran sedados o sometidos a la más ligera anestesia o a otras sustancias modificadoras del estado de ánimo, salvo el alcohol que no se les permitía beber, que los pacientes del doctor Faux eran casi vírgenes en este aspecto. Por ello resultaban idóneos para experimentos con placebos y otras fórmulas que diversas empresas farmacéuticas querían probar con objeto de que la FDA los aprobara, y que donaban a gente como el dentista con ese fin. El dentista introdujo los dedos enguantados en la boca del muchacho, buscando la torunda.

—No te la habrás tragado otra vez, ¿verdad? —preguntó, preocupado.

—Sí —respondió Fonny Boy.

—Pues vas a tener el vientre revuelto un par de días. ¿Por qué has cerrado la puerta? ¿Y dónde has puesto la llave?

Fonny Boy se palpó los bolsillos para asegurarse de que la llave estaba a salvo y bien guardada. Pero no. ¿Qué había hecho de ella? Su mirada recorrió la consulta mientras unas pisadas fuertes y unas voces airadas resonaban en la calle. Excitado, Fonny Boy golpeó al dentista en las narices sin malicia, pero sí con la fuerza suficiente para que sangrara.

—¡Ay! —exclamó Faux con sorpresa y dolor—. ¿Por qué has hecho eso? —preguntó mientras los pescadores gritaban al muchacho que abriese la puerta.

—¡No puedo! —les respondió a gritos—. ¡No sé dónde he puesto la llave! ¡No recuerdo qué he hecho con ella!

—¿Por qué me has dado ese golpe? —El doctor Faux se limpió la sangre de la nariz con un pañuelo, desconcertado e irritado.

Fonny Boy no estaba seguro, pero le había parecido importante probarse a sí mismo a través de la violencia. Le gustaba muchísimo la idea de que los pescadores vieran que había empleado la fuerza para someter al dentista. Sin duda, su padre estaría satisfecho, aunque al muchacho le hubiese gustado recordar qué había hecho de la llave mientras crecía el tumulto en el exterior.

—¡Eho! ¡Tendréis que echar la puerta abajo! —gritó a la multitud agitada.

Los pescadores le hicieron caso, e irrumpieron por la fuerza agitando los remos y las tenazas.

—¡Abajo Virginia! ¡Abajo Virginia! —era el furioso grito de guerra—. ¡Quítese de la cabeza la idea de volver al continente, doctor Faux! ¿Entendido? ¡Dése preso!

—¡Démosle lo que se merece!

—¡Eso, eso!

—¿Oye eso, doctor? ¿Qué se siente, siendo usted quien ocupa el sillón?

—¡Démosle una buena somanta!

—¡Ya lo he hecho yo! —exclamó Fonny Boy, ufano—. ¡Le he arreado en la nariz y se ha caído de culo! —se vanaglorió.

—¡Deberíamos arrancarle los dientes uno a uno! ¡Recordad cómo le gusta a él sacarnos los nuestros uno detrás de otro!

—¡Una buena paliza, se merece! ¡Y atarlo bien y echarlo a los cangrejos para que se lo coman!

—¡Y no vas a salir de aquí, te lo juro!

¡Maldita sea si no te lo estabas buscando! ¿Oyes bien, doctor?

—¡Un momento! —protestó Faux con voz lo bastante audible como para silenciar por un momento a los isleños, al tiempo que se acurrucaba en el sillón y se frotaba la nariz—. ¡Claro que oigo! ¡Y lo que oigo es, primero, que estáis furiosos con Virginia, pero luego, de pronto, os volvéis contra mí! ¡Aclaraos de una vez!

—¡Estamos furiosos con todos vosotros, los de tierra firme! —decidió una voz—. No hay nadie de tierra firme que no se aproveche de nosotros.

—Bien, pero si estáis completamente decididos a secuestrarme —se apresuró a reflexionar el doctor con equívoca intención—, vuestro plan sólo funcionará si mandáis aviso al gobernador. De lo contrario nadie sabrá que estoy aquí y, entonces, ¿de que os serviría tenerme encerrado? Y respecto a vuestras acusaciones, injustas y desagradecidas, sobre cómo me he ocupado de vuestras necesidades dentales, debo recordaros que llevo muchos años viniendo aquí con mi corazón lleno de bondad y que, sin mí, no tendríais dentista alguno.

—¡Mejor ninguno que tú!

—Mi mujer aún tendría todos sus dientes. Y a mí me duele la muela cada vez que le llega una corriente de aire. ¡Una muela que tú me arreglaste!

Uno de los barqueros albergaba ciertas dudas sobre lo que estaban haciendo y dejó el remo en la pared.

Bueno, quizá deberíamos tratar esto de otra manera. Tampoco queremos problemas…

—Exacto —asintió Faux—. Lo que hacéis conmigo se llama «proyectar». Estáis furiosos con el gobernador, y no diré que os falta razón. Es evidente que se os está persiguiendo y discriminando como de costumbre, y no estoy seguro de para qué son esas rayas que han pintado, pero sin duda no auguran nada bueno para vosotros.

—No, seguro que no será para ningún asunto que nos beneficie.

—¡No escuchéis lo que dice! —Fonny Boy tomó la iniciativa—. Viene de la costa y ¿no os resulta extraño que los agentes y él llegaran al mismo tiempo? ¡Está espiándonos, eso es lo que hace!

—Joder! ¿Qué te lleva a pensar que nos está espiando, muchacho? —preguntó el padre de Fonny Boy con furia y resentimiento crecientes.

—Espía la caza ilegal y los ingresos no declarados, y luego va por ahí contando mentiras sobre los sementales, las hembras y las ostras. Dentro de nada sacarán una ley que nos prohíba sacar nada más del mar —continuó Fonny Boy, sin aportar la menor prueba de lo que decía.

—¿Te lo ha contado este cabronazo? —preguntó el padre del muchacho al tiempo que volvía la cara hacia el dentista.

—¡Sí! ¡Que me muera si no lo ha dicho!

—¿Qué palabras te dijo, exactamente?

Fonny Boy se encogió de hombros y su increíble declaración quedó en nada, pero la semilla va estaba plantada.

—No podemos correr riesgos —dijo otra voz.

—¡No!

—¡No, claro que no!

—El gobernador ya nos ha recortado la pesca de cangrejos y, ahora que se acerca la campaña de la ostra, ¿qué pasará si nos imponen otra veda? Entonces sí que nos quedaremos con los bolsillos vacíos. No sacaremos ni un centavo.

—¡No es justo!

—¡No, desde luego que no lo es!

—Yo digo que le dejemos hacer una llamada para que cuente nuestras intenciones —sugirió el padre de Fonny Boy con voz airada.

—¿Y a quién va a llamar?

—Que hable con la policía y ya está. Han sido ellos los que han pintado esas rayas en la calle. Y quizás el dentista nos espíe para la policía por cuenta del gobernador.

Pusieron el viejo teléfono negro en manos de Faux y, después de llamar al servicio de información y pasar por varios filtros, el dentista consiguió hablar con la superintendente Hammer y rezó para que a ésta no se le ocurriera repasar sus antecedentes.

—¿Quién es? —preguntó Hammer, y escuchó un murmullo airado al otro lado de la línea.

—Soy un dentista de tierra firme —respondió la voz de Faux—. Me ocupo de la isla Tangier y ahora me encuentro aquí, metido en un buen problema porque ese agente suyo ha pintado unas rayas en Janders Road y el gobernador quiere quedarse la isla para convertirla en una pista de carreras.

¿De qué demonios está hablando? —inquirió Hammer, dispuesta a colgar el auricular de inmediato; el presunto dentista era sin duda un chiflado, pero ella se contuvo v decidió que tal vez debiera escucharlo—. Las líneas son un control de velocidad y forman parte del nuevo programa VASCAR que ha puesto en marcha el gobernador.

—Si no eliminan esas rayas ya mismo y no firman un acuerdo que prohíba que los agentes del Estado, los guardacostas y demás personal sigan molestando a los residentes de la isla, van a retenerme aquí, prisionero contra mi voluntad.

—¿Quién es usted? —preguntó Hammer, que tomaba notas en su mesa.

—No me dejan que le diga mi nombre —respondió la voz.

—¡Abajo Virginia! —gritó en segundo término alguien con un extraño acento.

—Aquí nadie votó por el gobernador, que yo recuerde.

—No hacemos más que pescar con nuestras barcas y llevamos una vida honrada, ¿y qué sacamos con eso? ¡Rayas en las calles y a ese sacamuelas que nos deja a todos sin dientes!

—¡Yo no os he sacado todos los dientes! —protestó el dentista con la mano sobre el micrófono, aunque Hammer lo oyó a él y a todos los dermas.

—Muy bien —dijo la superintendente con voz autoritaria—. ¿Y qué quiere de nosotros, exactamente? Estoy desconcertada.

Al otro extremo de la línea, un largo silencio siguió a la pregunta.

—¡Hola! —insistió.

—Estamos hartos de que se entrometan en nuestras vidas —oyó que decía alguien—. ¡Habla con ella y que le diga al gobernador que estábamos muy bien hasta ahora y lo que queremos es la independencia de Virginia!

—¡Eso es!

—¡Sí, eso! ¡Que no vuelvan por la isla la policía ni los recaudadores! ¡Queremos la independencia!

—¡Basta de impuestos! ¡Ni un centavo!

—¡Y basta de decirnos que reduzcamos las capturas!

—¡Sí!

—Bueno, ya los ha oído —dijo el dentista a Hammer—. No más restricciones a la pesca ni impuestos estatales ni intervenciones ni interferencias. La isla Tangier quiere independizarse de Virginia. Y… —añadió bajando la voz en tono conspiratorio—, y el rescate por mi liberación es de cincuenta mil dólares en billetes sin marcar, que enviarán por correo urgente al apartado tres, dieciséis de Reedville. Por favor, cumplan las exigencias inmediatamente. Estas gentes me retienen en la consulta médica y ya me han golpeado; estoy sangrando y mi vida corre peligro…

Antes de que Hammer pudiera responder a lo que interpretaba como un ejemplo de locura o de evidente extorsión, el dentista colgó. La superintendente intentó dar con Andy, sin éxito, y le dejó un mensaje en el contestador explicando lo que había sucedido.

—Tu ensayo sobre las momias ha causado un daño considerable —añadió al término del mensaje grabado—, aunque no puedo asegurar que nadie de la isla lo haya leído. Pero, desde luego, has preparado la escena de tal modo que la gente piensa que Tangier es objeto de persecución por parte de Virginia. Será mejor que hagas algo para arreglar las cosas, Andy. Llámame.

Andy no encontró el mensaje hasta entrada la noche. Después de que Macovich y él volaran de regreso a Richmond, se había apresurado a organizar una misión secreta para la que necesitó un disfraz y un helicóptero civil, que le prestaron. Había pasado el resto del día en la isla, recogiendo información, y cuando por fin llegó a casa era casi medianoche. Repasó el buzón de voz y devolvió la llamada a Hammer, a quien despertó.

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