La isla de las tormentas (41 page)

Read La isla de las tormentas Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

BOOK: La isla de las tormentas
3.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

El oficial Longman dijo:

—¿Señor?

—Dígame, Longman.

—¿Qué hacemos en caso de avistar el submarino?

—Lo atacan, por cierto; dejan caer varias bombas, producen alboroto.

—Pero nosotros somos pilotos de caza, señor… no es mucho lo que podemos hacer para detener a un submarino. Lo apropiado sería un barco de guerra, ¿no?

—Como de costumbre —suspiró Blenkinsop—, aquellos de ustedes que descubran mejores métodos para ganar la guerra están invitados a escribir a Mr. Winston Churchill, número 10 de Downing Street, Londres, SW1. Ahora bien, ¿hay alguna pregunta que remplace a las críticas tontas?

No hubo preguntas.

Bloggs pensó que los últimos años de la guerra habían producido un tipo diferente de oficiales de la RAF. Estaba sentado en una mullida silla de la sala de estar, junto al fuego, oyendo cómo la lluvia tamborileaba sobre el techo de cinc, y ocasionalmente cabeceaba. Los pilotos de la Batalla de Gran Bretaña parecían incorregiblemente alegres, con su argot de pregraduados, su constante beber, su vitalidad incansable y su desprecio caballeresco por la vida que arriesgaban todos los días. El heroísmo estudiantil no había sido suficiente para conducirles a través del tiempo, a medida que la guerra los llevaba a lugares alejados de sus hogares, y el énfasis era trasladado de la personalidad brillante y guerrera al entrenamiento mecánico que exigían las misiones de bombardeo. Aún bebían y utilizaban un argot exclusivo, pero parecían mayores, más recios, más cínicos. Ya no quedaba nada en ellos que recordara a los días escolares de Tom Brown. Se acordaba de lo que le había hecho al pobre infeliz ratero en la Policía de Aberdeen, y se daba cuenta de que lo mismo les habría sucedido a todos.

Eran muy tranquilos. Estaban sentados alrededor de él; algunos cabeceaban, lo mismo que él; otros leían libros o se distraían con algún juego de mesa. Un respetable navegante estudiaba ruso en un rincón.

Mientras Bloggs inspeccionaba la habitación con los ojos semicerrados, entró otro piloto y él pensó inmediatamente que éste no había sufrido los mismos efectos que los demás. Tenía una especie de sonrisa antigua y la cara fresca como si no necesitara afeitarse más que una vez a la semana. Llevaba una chaqueta abierta y su casco. Se encaminó directamente hacia Bloggs.

—¿Detective inspector Bloggs?

—Sí, soy yo.

—Qué bien. Soy su piloto, Charles Calder.

—Encantado —se estrecharon las manos.

—El aparato está listo. El motor es una seda. Se trata de un hidroavión; supongo que lo sabía.

—Sí.

—Es algo magnífico. Amerizaremos y avanzaremos hasta unos ocho metros de la costa, donde podrá saltar a tierra. —Y me esperará para traerme de regreso.

—Naturalmente. Bueno, todo lo que necesitamos ahora es contar con el tiempo a favor.

—Sí. Mire, Charles, desde hace seis días con sus noches estoy tratando de pescar a este tipo por todo el país, de modo que trataré de recuperar un poco de sueño. Disculpe.

—¡Por cierto! —el piloto se sentó y sacó un grueso libro del interior de su chaqueta—. Trataré de hacer algo por mi educación —dijo—. Guerra y paz.

—Magnífico —dijo Bloggs.

Percival Godliman y su tío, el coronel Terry, estaban sentados, el uno junto al otro, en la sala de mapas; bebían café y sacudían la cabeza de los cigarrillos en un gran cenicero que había entre los dos. Godliman repetía para sí mismo:

—No se me ocurre qué otra cosa podemos hacer.

—Así es.

—La corbeta ya está ahí, y los marinos llegarán en pocos minutos. De modo que el submarino recibirá la lluvia de balas en cuanto asome a la superficie.

—Siempre y cuando lo vean.

—La corbeta mandará a tierra una compañía en cuanto sea posible. Bloggs estará en el lugar poco después, y la guardia costera cubrirá la retaguardia.

—Y ninguno de ellos puede asegurar que llegará a tiempo al lugar.

—Ya lo sé —dijo Godliman con fastidio—. Hemos hecho todo lo posible, ¿pero es suficiente?

Terry prendió otro cigarrillo.

—¿Y qué pasa con los habitantes de la isla?

—Bien. Hay sólo dos casas: una del criador de ovejas y su mujer; tienen un hijo pequeño. En la otra vive un viejo pastor de ovejas. El pastor tiene una radio, pertenece al Royal Observer Corps. Pero no podemos ponernos en contacto… probablemente tiene la manivela abierta en transmisión. Es viejo.

—El criador de ovejas es una posibilidad interesante —dijo Terry—. Si se trata de un tipo inteligente incluso podría impedir la fuga de tu espía.

Godliman sacudió la cabeza.

—El pobre tipo está en una silla de ruedas.

—Dios mío, no parece que estemos favorecidos por la suerte. ¿No?

—No —respondió Godliman—. Toda la suerte parece corresponder a Die Nadel.

33

Lucy estaba adquiriendo una gran serenidad. Ese sentimiento, o estado, fue llegándole poco a poco, como la sensación de frío que produce un anestésico, aletargando las emociones y agudizando la razón. Los momentos en que se paralizaba por el pensamiento de que estaba compartiendo su casa con un asesino, se fueron espaciando para dar lugar a una atención fría que la sorprendía a ella misma.

Mientras andaba por la casa realizando las tareas domésticas, barriendo alrededor de Henry, que permanecía sentado leyendo una novela, se preguntaba en qué medida él habría notado el cambio de sus sentimientos. Él era muy observador; muy poco era lo que se le pasaba por alto, y se había producido decididamente un alertamiento, si no una sospecha directa durante el encuentro en el jeep. Tenía que haber advertido que ella estaba impresionada por algo. Por otra parte, ya lo había estado cuando Jo los descubrió en la cama… y quizá podría creer que eso era todo lo que no había andado bien.

Pese a todo, ella tenía el extraño presentimiento de que él sabía exactamente lo que pasaba dentro de ella, pero prefería aparentar que todo andaba bien.

Colgó la ropa húmeda en el tendero de la cocina. —Lamento tener que hacer esto —dijo—, pero no puedo pasarme la vida esperando que pare la lluvia.

Él miró las ropas con indiferencia y dijo:

—Está bien —y se fue hacia la sala.

Entre las ropas mojadas había una muda de ropa seca para Lucy.

Preparó un pastel de verduras con una receta austera. Llamó a Jo y a Faber y sirvió la comida.

Él dejó la escopeta de David en un rincón de la cocina. Ella dijo:

—No me gusta tener armas cargadas en la casa.

—Está bien. Después del almuerzo la sacaré fuera. El pastel está muy bueno.

—A mí no me gusta —dijo Jo.

Lucy cogió la escopeta y la puso sobre el armario.

—Supongo que ahí está bien; lo importante es que esté fuera del alcance de Jo.

—Cuando sea mayor —dijo Jo— voy a matar alemanes.

—Quiero que esta tarde duermas la siesta —le dijo Lucy. Luego fue a la sala y tomó una de las pastillas para dormir de David, que estaban en un frasco en el aparador. Dos píldoras eran una dosis fuerte para un hombre de más de ochenta kilos, de modo que un cuarto sería suficiente para que un niño, que pesaría veinte, durmiera la siesta. Puso la píldora en la tabla de picar y la cortó por la mitad, luego volvió a cortarla por la mitad, puso un cuarto en una cuchara, lo aplastó con otra cuchara y puso el polvo en un vaso de leche que revolvió bien. Luego le dio el vaso a Jo diciéndole:

—Quiero que tomes hasta la última gota.

Faber observó todo el procedimiento sin comentario alguno.

Después del almuerzo instaló a Jo en el sofá con una pila de libros. Él no sabía leer, por cierto, pero le habían leído tantas veces esas narraciones en voz alta, que las conocía de memoria y podía pasar las páginas mirando las figuras y recitando de memoria las palabras.

—¿Quieres café? —le preguntó a Faber.

—¿Café verdadero? —dijo sorprendido.

—Tengo una pequeña reserva.

—¡Sí, por favor!

Él la miró mientras ella lo preparaba, lo cual le hizo pensar que quizá temiera que también le diese a él un somnífero. Ella podía oír la voz de Jo desde la habitación contigua.

—Lo que dije fue: «¿Hay alguien en casa?», exclamó Pooh en voz muy alta. «¡No!» dijo la voz…

Y rió con todas sus ganas, pues siempre le hacía mucha gracia aquel chiste, «Oh, Dios —pensó Lucy—, no permitas que a Jo le pase nada…»

Sirvió el café y se sentó frente a Faber. Él estiró el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano. Por un momento estuvieron en silencio, tomando el café, escuchando la lluvia y oyendo la voz de Jo.

—«¿Cuánto tiempo se necesita para volverse delgado?, preguntó Pooh ansiosamente. «Más o menos una semana, diría yo.» «¡Pero es que no puedo quedarme una semana!»

Su voz se fue apagando y por último quedó callado. Lucy fue hasta el sofá y lo tapó con una manta, levantó el libro que había resbalado hasta el suelo, y que había sido de ella cuando era pequeña, también ella conocía los cuentos de memoria. La portada mostraba aún la letra de su madre: «Para Lucy, a los cuatro años, con el cariño de su mamá y su papá.» Puso el libro sobre el aparador.

Volvió a la cocina.

—Está dormido.

—¿Y…? —él le cogió la mano. Ella se forzó a dársela. Él se puso de pie, y ella fue delante de él, escaleras arriba, al dormitorio. Ella cerró la puerta, se quitó el pullover.

Por un momento él se quedó de pie, mirándole los senos. Luego comenzó a desnudarse.

Ella se metió en la cama. Ésta era la parte que no estaba segura de poder manejar. Aparentar que disfrutaba de su cuerpo cuando todo lo que podía sentir era miedo, asco y culpabilidad.

Él se metió en la cama y la abrazó.

Al poco rato ella se dio cuenta de que después de todo no tenía que fingir.

Durante unos pocos segundos ella permaneció con la cabeza apoyada sobre el hombro de él, preguntándose cómo era posible que un hombre pudiera hacer lo que él había hecho y hacer el amor a una mujer tal como acababa de hacerlo.

Pero lo único que le dijo fue:

—¿Quieres una taza de té?

—No, gracias.

—Bueno, yo sí —se apartó y se levantó. Cuando él se movió, ella le puso la mano sobre el abdomen y le dijo—: No, tú quédate aquí. Traeré el té. No he terminado contigo.

—Realmente —rió él—, te estás resarciendo de estos cuatro años malgastados.

En cuanto dejó la habitación la sonrisa se le borró de la cara. El corazón le golpeaba en el pecho mientras se apresuraba escaleras abajo. En la cocina hizo sonar la tetera sobre la cocina, produjo ruido de tazas, luego comenzó a ponerse las ropas que había dejado escondidas con la ropa mojada. Las manos le temblaban tanto que casi no podía subirse la cremallera de los pantalones.

Oyó que la cama crujía arriba y se quedó paralizada, escuchando, pensando.

«¡Que se quede ahí!» Pero sólo estaba cambiando de posición.

Estaba preparada. Fue hasta la sala. Jo dormía profundamente, con los dientes castañeteando. «Dios mío, no permitas que se despierte.» Lo alzó en sus brazos. En sueños murmuraba algo sobre Christopher Roben, y Lucy cerró los ojos con fuerza deseando que no se intranquilizara.

Lo envolvió bien con la manta, volvió a la cocina y cogió la escopeta que había dejado sobre el armario. Se le deslizó de las manos y fue a dar sobre la mesa rompiendo un plato y dos tazas. El ruido fue ensordecedor. Se quedó paralizada.

—¿Qué ha pasado? —gritó Faber desde arriba.

—He tirado una taza —gritó sin poder disimular el temblor de su voz.

La cama volvió a crujir y se oyó un pie que se posaba en el suelo del piso de arriba. Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Recogió la escopeta, abrió la puerta del fondo y manteniendo a Jo contra ella corrió al cobertizo.

En el camino sintió un momento de pánico. ¿Había dejado las llaves en el jeep? Por cierto, siempre lo hacía.

Resbaló en el barro y cayó sobre las rodillas. Comenzó a llorar. Durante un segundo estuvo tentada de quedarse, y dejar que él la asesinara como había asesinado a su marido, y luego recordó al niño que llevaba en los brazos y volvió a apresurar la marcha.

Entró en el cobertizo y abrió la puerta del lado del conductor del jeep. Puso a Jo en el asiento. Él se balanceó. Lucy sollozaba: «Oh, Dios.» Enderezó a Jo, que esta vez quedó en la posición correcta. Corrió al otro lado y subió, tirando la escopeta entre sus piernas.

Hizo girar la llave de contacto.

El motor tosió y se apagó.

—¡Por favor! ¡Por favor!

Volvió a insistir.

El motor se puso en marcha.

Faber surgió corriendo por la puerta de atrás.

Lucy aceleró y puso primera. El jeep pareció saltar fuera del cobertizo. Aceleró a fondo.

Las ruedas levantaron el barro, resbalando, luego mordieron suelo firme una vez más. El jeep adquiría velocidad con increíble lentitud. Ella viró alejándose de él, pero se lanzó a correr descalzo por el barro.

Ella advirtió que le iba sacando ventaja.

Apretó el acelerador de mano con todas sus fuerzas, hasta casi romper la débil palanca. Quería gritar por la frustración. Él ya estaba a más o menos a un metro de distancia, casi junto a ella, corriendo como un atleta, sus brazos moviéndose como pistones, sus pies desnudos golpeando el suelo embarrado, sus mejillas ardiendo, su pecho desnudo presa de una gran agitación.

El motor pistoneó, se produjo un tirón cuando ella cambió de marcha y el coche tomó nuevo empuje.

Lucy miró una vez más de reojo. Él parecía darse cuenta de que casi la había perdido, se lanzó con un salto hacia delante y con la mano izquierda pudo asirse de la manija de la puerta, alcanzando a aferrarse entonces también con la derecha. Impelido por el jeep, corrió a la par unos pocos pasos. Sus pies casi no tocaban el suelo. Lucy le miró la cara, tan cerca de la suya… estaba enrojecida por el esfuerzo, distorsionada por el dolor. Los tendones del cuello se veían abultados por la presión a que habían sido sometidos.

Súbitamente ella supo lo que debía hacer.

Una de sus manos dejó el volante, estiró el brazo fuera de la ventanilla, que tenía el vidrio bajado, y le metió en el ojo la larga uña de su dedo índice.

Él se soltó, dejándose caer y cubriéndose la cara con las manos.

La distancia entre él y el jeep aumentó rápidamente.

Lucy se dio cuenta de que lloraba como una criatura.

Other books

Staten Island Noir by Patricia Smith
Black Ribbon by Susan Conant
Pixie’s Prisoner by Lacey Savage
Nine Days in Heaven: A True Story by Dennis, Nolene Prince
Lady Sherry and the Highwayman by Maggie MacKeever
Bare Assed by Alex Algren
Honey & Ice by Dorothy F. Shaw
Finding Fortune by Delia Ray
Devil's Own by Susan Laine