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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (24 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Comenzó a andar. Antes o después encontraría una ciudad donde podría robar otro coche. No podía quejarse, las cosas le iban saliendo bien; habían pasado menos de veinticuatro horas desde que salió de Londres, y aún tenía un día por delante antes de que el submarino llegara al lugar de encuentro señalado a las seis de la mañana.

Hacía tiempo que se había puesto el sol, y la oscuridad llegó súbitamente. Apenas podía ver. Afortunadamente, una línea blanca señalaba el centro de la carretera —se trataba de una innovación necesaria a causa del oscurecimiento— y él podía seguirla, y considerando el total silencio de la noche oiría con mucha anticipación si se aproximaba un vehículo.

En efecto, sólo pasó uno. Oyó el ruido del motor a la distancia y se apartó unos pocos metros del camino para no ser advertido cuando el coche se aproximara. Era un coche grande, un «Vauxhall», intuyó Faber, e iba a gran velocidad. Lo dejó pasar, luego se levantó. Estaba aparcado a un lado de la carretera. De haberlo advertido a tiempo habría dado un rodeo, pero las luces estaban apagadas y el motor silencioso, de modo que casi chocó con él en la oscuridad.

Antes de que pudiera pensar en qué hacer, el haz de una linterna lo enfocó desde la cabina del conductor y una voz dijo:

—¿Quién anda por ahí?

—¿Tiene algún problema? —preguntó Faber colocándose en el haz de luz.

—Me parece que sí.

El otro bajó la luz, y a medida que Faber se aproximaba podía ver el reflejo de la linterna, la cara con bigotes de un hombre de edad media, con un abrigo. En la otra mano el hombre tenía una llave inglesa y no parecía saber muy bien qué hacer con ella. Faber miró el motor.

—¿Qué tiene?

—Fue perdiendo velocidad —dijo el hombre con acento inculto—. En un momento dado iba perfectamente, luego empezó a vacilar. Y me temo que de mecánica no entiendo mucho. ¿Usted sí? —preguntó volviendo a enfocarle y con acento esperanzador.

—No mucho —dijo Faber—, pero sé darme cuenta de si se ha desconectado algo importante. —Cogió la linterna de manos del hombre y la apuntó sobre el motor, apretó bien una bujía que se había soltado del cilindro y le dijo—: A ver, inténtelo ahora.

El hombre volvió a su puesto y puso en marcha el motor.

—¡Perfecta! —gritó—. ¡Es usted un genio! ¡Venga, que lo llevo!

Por la cabeza de Faber cruzó la idea de que podría ser una trampa urdida por MI5, pero la descartó. En el caso improbable de que supieran dónde se encontraba, ¿por qué habrían de tratarle con tanta sutileza? Era mucho más fácil enviar veinte policías en camiones celulares.

Subió.

El conductor salió a la carretera, accionó rápidamente los cambios hasta que el vehículo adquirió una buena velocidad. Faber se puso cómodo. El conductor dijo:

—Bueno, ya que estamos aquí…, soy Richard Porter.

Faber pensó rápidamente en el documento de identidad que llevaba en la billetera.

—James Baker.

—Mucho gusto. Debo de haberlo pasado en la carretera, pero no lo vi.

Faber se dio cuenta de que el hombre le estaba pidiendo disculpas por no haberle recogido. Desde que había racionamiento de combustible, todo el mundo recogía a los peatones.

—Está bien, no importa —dijo Faber—. Probablemente estuviera a un lado, tras los arbustos, haciendo lo que nadie puede hacer por uno; oí el motor.

—¿Viene desde lejos? —dijo Porter ofreciéndole un cigarro.

—Gracias, no fumo —dijo—. Sí, vengo desde Londres.

—¿Todo el tiempo a dedo?

—No, mi coche se averió en Edimburgo. Parece que necesita una pieza de repuesto que no está en el mercado, de modo que tuve que dejarlo en el taller.

—Qué mala suerte. Bueno, yo voy a Aberdeen, de modo que puedo dejarlo donde usted quiera.

Aquello sí que era un golpe de suerte. Cerró los ojos y se imaginó un mapa de Escocia.

—Magnífico —dijo—, yo voy a Banff, de modo que si me lleva hasta Aberdeen se lo agradeceré mucho. Sólo que estaba planeando tomar la carretera…, pero no tramité el permiso. Aberdeen es área de circulación restringida, ¿verdad?

—Solamente el puerto —respondió Porter—. De todos modos, no tiene por qué preocuparse por eso mientras vaya conmigo… Soy juez de paz J. P. y miembro de la Comisión de Guardia. ¿Qué le parece?

Faber sonrió en la oscuridad.

—Gracias. ¿Es un trabajo de jornada entera? Me refiero a ser magistrado.

Porter arrimó un fósforo a su cigarro y soltó el humo.

—En verdad no. Tengo un medio retiro. Solía trabajar como abogado, hasta que advirtieron que tenía el corazón blando.

—¡Ah! —dijo Faber tratando de adoptar un tono cordial.

—Supongo que no le molesta el humo —dijo Porter blandiendo su grueso cigarro.

—En absoluto.

—¿Qué le lleva a Banff?

—Soy ingeniero mecánico. Hay un problema en una fábrica… En realidad se trata de un trabajo bastante especializado y…

Porter levantó la mano.

—No diga una palabra más, lo comprendo.

Durante un momento quedaron en silencio. El coche pasó por varias poblaciones. Era evidente que para conducir a tal velocidad en medio del oscurecimiento había que conocer el trayecto. El enorme automóvil devoraba kilómetros. Su desplazamiento suave era soporífero, de modo que Faber bostezó y se acomodó.

—Diablos, debe de estar usted cansado —dijo Porter—. Perdone, póngase cómodo y eche un sueñecito.

—Gracias —dijo Faber—, lo haré.

Cerró los ojos.

El deslizarse del automóvil era como el de un tren, y Faber volvió a tener su pesadilla de llegada a Inglaterra, sólo que esta vez era ligeramente distinta. En lugar de comer en el tren y de hablar de política con su compañero de viaje, por alguna razón desconocida estaba obligado a viajar en el furgón carbonero, sentado sobre el maletín de su radio, con la espalda contra la pared de hierro. Cuando el tren llegó a Waterloo, todos —incluso los pasajeros que bajaban— tenían un pequeño duplicado de la fotografía de Faber con el equipo de la carrera; y todos se miraban entre sí y comparaban las caras que veían con la de la fotografía. Cuando llegaron ante el empleado que recogía los billetes, éste le cogió del hombro y le dijo:

—Usted es el hombre de la foto, ¿no es así? —Faber se quedónmudo. Todo lo que podía hacer era mirar la fotografía y recordar la forma en que había corrido para ganar aquella copa. Dios, cómo había corrido. Salió el primero, inició el tramo final unos veiticinco metros antes de lo que había planeado, y durante los últimos quinientos metros habría querido morir. Y ahora quizá moriría porque aquel empleado tenía en la mano aquella fotografía…

Le estaba diciéndo:!Despierte! — y súbitamente Faber se encontró de vuelta en el «Vauxhall» de Richard Porter. Y era Porter el que le estaba diciendo que despertara. Su mano derecha iba ya al encuentro de su manga izquierda, donde tenía guardado el estilete. Durante una fracción de segundos olvidó que para Porter era sólo James Baker, un inocente tipo que viajaba auto-stop; entonces su mano cayó y volvió a relajarse.

—Se despierta como un soldado —dijo Porter con aire divertido—. Hemos llegado a Aberdeeen.

Faber volvió a notar el tono afectado al articular las palabras y recordó que Porter era magistrado y miembro de la Policía. Faber miró al hombre en la mortecina luz del amanecer. Porter era rubicundo, con bigote lustroso; su abrigo color pelo de camello parecía caro. Era rico y poderoso en aquella ciudad, dedujo Faber, y si desapareciera, se notaría inmediatamente su falta. En consecuencia decidió no asesinarle.

—Adiós— dijo Faber.

Desde su asiento y a través del vidrio miró la ciudad de granito. Avanzaban lentamente por la calle principal, donde se veían tiendas a ambos lados. Algunos de los primeros trabajadores andaban por ahí, todos evidentemente concentrados en sus tareas, que les llevaban a una misma dirección. Faber dijo que serían pescadores. El lugar parecía frío y ventoso. Porter le dijo:

—¿No quisiera afeitarse y desayunar un poco antes de seguir el viaje? Tendría mucho gusto en invitarle a venir a mi casa.

—No quisiera causar molestias.

—En absoluto. Si no fuera por Ud. aún estaría en la A80, en Sterling, esperando que abriera un taller mecánico.

—Bueno, otra vez será. Gracias. Quiero seguir viaje.

Porter no insistió, y Faber creyó advertir que se sentía aliviado de que él no hubiera acptado su oferta. El hombre dijo:

—En ese caso lo dejaré en George Street, donde comienza la A96, la carretera lleva directamente a Banff. —Un momento más tarde detuvo el coche en una esquina—, Bueno, hemos llegado.

—Gracias por el viaje— expresó Faber mientras abría la puerta.

—Ha sido un placer. Porter tendía la mano— ! Buena suerte!

Faber bajó, cerró la puerta y el automóvil partió. « De Porter no tenía nada que temer —pensó—; el hombre seguramente llegaría a su casa y dormiría todo el día, y cuando se diera cuenta de que había ayudado a un fugitivo sería demasiado tarde para remediarlo.»

Se quedó mirando como el «Vauxhall» desaparecía de su vista, luego cruzó la calle y entró en la esperada calle denominada Market Street. Poco después se encontró en los muelles, y siguiendo en línea recta llegó al mercado del pescado. Se sintió halagueñamente anónimo entre el ruido de ir y venir, con aquel olor característico, donde todo el mundo estaba vestido con ropas de trabajo, como él. En el aire rebotaban los peces mojados y alegres obcenidades. A Faber le resultaba difícil entender el cerrado acento gutural de aquellas gentes. En un puesto compró té caliente y fuerte que le sirvieron en un jarro con la loza rota, acompañado de un panecillo y un trozo de queso blanco. Se sentó sobre una barrica para comer y pensar. El momento propicio para robar una embarcación sería aquella noche. Tener que esperar todo el día era una contrariedad, y le presentaba el problema de cómo ocultarse durante las próximas horas. Estaba demasiado cerca de su objetivo para permitirse riesgos y robar un bote durante el día era mucho mas arriesgado que en la oscuridad del atardecer.

Terminó su desayuno y se puso en pie. Tenía aún un par de horas antes de que la ciudad se movilizara. Emplearía ese lapso para hallar un buen escondite.

Recorrió los muelles. La seguridad era escasa, pero advirtió varios lugares donde podía ocultarse durante las horas peligrosas. Se puso a caminar por la playa arenosa y siguió por una explanada de más de un kilómetro, en cuyo extremo opuesto estaban anclados algunos yates de paseo, justo en la boca del río Don. Cualquiera de ellos le habría venido muy bien, pero con toda seguridad carecían de combustible.

Un espesor de nubes escondía el sol naciente. Una vez más el aire amenazó con tormentas eléctricas. Unos pocos excursionistas obstinados emergieron de los hoteles de la costa y llegaron hasta la playa a la espera de que apareciera el sol. Faber dudó mucho de que pudieran disfrutar de él.

El mejor escondite podría brindárselo la playa. La Policía buscaría en la estación de ferrocarril y en la de autobuses, pero no harían un registro completo de la ciudad. Entrarían en unos pocos hoteles y casas de huéspedes. Pero no era probable que se aproximaran a todos los que andaran por la playa. Decidió pasar el día sobre una hamaca. Compró el periódico en un quiosco y alquiló una hamaca. Se quitó la camisa y volvió a ponerse el overall sin la chaqueta.

Si venía un policía alcanzaría a verlo mucho antes de que llegara al lugar donde estaba él. Habría tiempo de sobra para dejar la playa y perderse entre las calles.

Comenzó a leer el periódico. Había una nueva ofensiva aliada en Italia, según los titulares, pero Faber era escéptico. Anzio había sido un desastre. El periódico estaba muy mal impreso y no había fotografías. Leyó que la Policía estaba buscando a un tal Henry Faber, que había asesinado a dos personas en Londres con un estilete…

Pasó una mujer en traje de baño le miró largamente. El corazón le dio un vuelco. Luego se dio cuenta de que sólo eran ganas de flirtear. Durante un segundo estuvo tentado de hablar con ella.

Hacía tanto tiempo que no… Se quitó el pensamiento de la cabeza.

Paciencia; había que tener paciencia. Mañana llegaría a su propio país.

Era una pequeña lancha para pescar, de unos diez o quince metros de eslora y amplia de manga, con motor interior. La antena indicaba que tenía una poderosa radio. La mayor parte de la cubierta estaba ocupada por escotillas para el pequeño dispositivo de lavado. La cabina estaba en la popa y sólo cabían en ella dos hombres de pie, además del instrumental y los controles. El casco estaba recién calafateado; la pintura se veía impecable.

Había otras dos lanchas que también le convenían, pero Faber se había quedado en el muelle y había observado cómo la tripulación de ésta la preparaba y cargaba combustible antes de dejarla para irse a casa.

Les dio unos minutos para que se alejaran, luego dio un rodeo y saltó dentro de la lancha, que se llamaba Marie II.

Descubrió que el timón estaba trabado con una cadena. Se sentó en el suelo de la pequeña cabina, oculto a la vista, y pasó diez minutos intentando abrir el candado. Oscurecía rápidamente a causa de la capa de nubes que aún cubría el cielo.

Cuando hubo liberado el timón levantó la pequeña ancla, luego volvió a saltar al muelle y desató los amarres. Volvió a la cabina, puso en marcha el motor diesel y presionó el acelerador. El motor tosió y se apagó. Volvió a intentarlo. Esta vez funcionó. Comenzó a maniobrar para sacar la lancha del embarcadero.

Esquivó la otra embarcación del muelle y encontró el canal principal para salir del puerto. Debía seguir las boyas. Observó que sólo los barcos de mayor calado necesitaban realmente mantenerse dentro del canal, pero no le pareció que la precaución estuviera de más.

Una vez que hubo abandonado el puerto, sintió la brisa, y esperó que su creciente fuerza no significara que el tiempo iba a empeorar. El mar estaba sorprendentemente picado y el valiente barco se levantaba en el oleaje. Faber empujó a fondo la manija del acelerador, consultó la brújula del tablero de instrumentos y se lanzó a toda marcha. En la gaveta situada debajo de la rueda del timón encontró algunos mapas. Parecían viejos y poco usados; no cabía duda que el capitán del barco conocía muy bien las aguas locales y no necesitaba mapas. Faber confrontó la carta de referencias que había memorizado aquella noche en Stockwell, señaló el rumbo con más precisión y trabó el timón para mantener el rumbo.

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